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Su imagen es el símbolo de la persistencia de la memoria y de la resistencia

La poderosa porfía de Ana González

Fuentes: Palabra Pública

Durante la mañana de este viernes falleció la histórica dirigenta por los derechos humanos Ana González de Recabarren, a los 93 años. La mujer se convirtió en un símbolo de la lucha contra la ferocidad de la dictadura chilena y la impunidad, tras perder a su esposo, a sus dos hijos y a su nuera […]

Durante la mañana de este viernes falleció la histórica dirigenta por los derechos humanos Ana González de Recabarren, a los 93 años. La mujer se convirtió en un símbolo de la lucha contra la ferocidad de la dictadura chilena y la impunidad, tras perder a su esposo, a sus dos hijos y a su nuera embarazada en manos de la policía secreta de Pinochet. Nunca dejó de buscar verdad y justicia. Publicamos aquí un texto realizado poco días antes de su fallecimiento.


Su imagen es el símbolo de la persistencia de la memoria en nuestro país. Su duelo, interminable e inabarcable, la bandera de lucha que ha encabezado, representando en su cuerpo la historia de las víctimas de los atropellos a los derechos humanos en dictadura. Ana González de Recabarren recuerda su infancia tocopillana, su llegada a Santiago, las juventudes comunistas, las primeras imágenes de su amor, Manuel. Un testimonio que está también contenido en las páginas de su autobiografía, que acaba de terminar. La fuerza de su rostro en un mural recién inaugurado, el mismo en cada marcha por la justicia, la verdad y la memoria. Mujer insurrecta, mujer de una guerrilla especial que ella ni siquiera imaginó, cuando el siglo XX no llegaba ni a su primera mitad, allá, en Tocopilla, en el norte de Chile. Ana González (1925-2018), histórica dirigenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y comunista desde su adolescencia, observa los rostros de los suyos, «los míos», mientras revisa los anillos en sus manos delgadas, con uñas rojas, impecables. Lo hace para comenzar a recordar, mucho antes de ese día nefasto, cuando la infamia quebró a un Chile que no ha logrado volver a su densidad democrática, republicana; un Chile que no ha logrado recuperar sus vidas.

Manuel Guillermo (22), casado, dos hijos, gásfiter; Luis Emilio (29), técnico gráfico, ex dirigente sindical, y su esposa, Nalvia Rosa Mena (20), embarazada de tres meses, dueña de casa, y el hijo de ambos, de dos años y medio, Luis Emilio Recabarren Mena, Puntito, fueron secuestrados por la Dirección Nacional de Inteligencia (Dina) en un operativo que los agentes montaron cerca de su casa familiar, en calle Sebastopol con Santa Rosa. Los hermanos Recabarren González tenían una imprenta en Nataniel 47. Seguían el oficio de su padre, Manuel Segundo Recabarren Rojas, quien salió a buscarlos muy temprano al día siguiente. Tampoco volvió. Dicen que lo vieron en Villa Grimaldi. Su rastro se pierde en agosto de ese año. Puntito, el nieto que los agentes del Estado dejaron a merced de la calle perseguida, fue el único que sobrevivió.

Se los llevaron a todos.

La casa de los Recabarren González, en San Joaquín, es parte de ese país perdido. La reja se cerró a los pocos días de no volver jamás Manuel, quien fue dirigente gremial de los gráficos, presidente de los sindicatos de la Editorial Universitaria y Editorial Nascimento, y presidente de las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios (JAP) de San Miguel. Todos, incluida Ana, nunca dejaron de ser militantes del Partido Comunista. Ana, dirigenta de base, presidenta de la junta de vecinos, vivió para organizar y buscar la forma de derribar las desigualdades sociales.

Después de ese 30 de abril no quedó nada más que el silencio de afuera, de la calle sin confianza, delante de esa reja que permanece clausurada con una gran cadena. Se cerró así porque el sonido del picaporte hacía temblar a Ana a diario con un ruido falso, el mismo ruido que eternizó a la dictadura.

Una puerta que sólo se abrirá cuando regresen.

Un mar de Tocopilla a Santiago

Su casa en San Joaquín es bajita y flanqueada por un árbol invernal cubierto de flores de plástico, pequeñas, como en el sur. Es una casa abierta de par en par en su interior, porque su hija Patricia decidió regresar desde Argentina para abrirla a quienes quieran escuchar sobre la tragedia y sobre esa nobleza altiva que significa «luchar con alegría».

Sting, Joan Manuel Serrat, Gladys Marín, «la Tencha», José Miguel Varas («salíamos a almorzar con él y su señora, Iris Largo; yo lo quería mucho») y tantos más se ubican en las paredes como imágenes sin tiempo, aferrados a esta casa que se niega a ser pasado. Se niega porque negarlo es negar a Chile. Se niega porque hay un libro que espera ser publicado. Las memorias de Ana González ya no desvelan más a su autora. Están ahí, listas para ser publicadas, urdidas una tras otras; poéticas, desgarradas, firmes como hilos recobrados del siglo XX y el XXI. Aquí transcurre la historia de un país de trizaduras y tronaduras, y también se dibuja -como quien sigue los puntos de un croquis- un país de ternuras infinitas que hoy a veces cuesta imaginar.

«Yo nací en el norte, en Toco, y luego mis papás vendieron ahí y compraron dos casas en Tocopilla; y creo que compraron en la mejor calle porque a un lado de la cuadra era toda ‘gente de familia’, como se llama, y al frente puras prostitutas. Así que yo crecí jugando con sus hijos. Además, cuando mis hermanos tenían unos 18 años, y como tenía negocio mi mamá, atravesaban para llevarles el vino o la cerveza, y yo, sin que mi mamá supiera, iba detrasito; nunca, nunca vi un mal ejemplo», recuerda y se ríe mientras reconoce que esos años de inocencia estaban llenos de juegos, cariños, cruces de clases sociales, dialogantes; años duros también. Años de pocas fotografías y ella es de quienes tiene algunas, con sus padres.

«Hace muchos años que dejé el cigarro. Un día dije ‘si yo quiero vivir y seguir luchando por los míos y seguir en este país, tengo que dejar el cigarro’ y de la noche a la mañana lo dejé y nunca más volví a fumar. ¿Sabes cuándo me dan ganas? Cuando voy a una asamblea de derechos humanos y la gente sale a fumar, yo salgo y les pido uno para dar una chupadita; y eso es lo que hago, nada más», dice ella, retratada mil veces con su pelo tomado y su cigarro en la mano, sorteando la ansiedad cubierta por décadas de espera. Cuando hay una manifestación o actividad relacionada con derechos humanos y el tiempo está bueno, Ana sale de su casa y Patricia la lleva. Septiembre de este año fue pesado, frío y en espiral: con un ministro que no duró ni una semana, una masiva revuelta por la memoria viva y la indignación generalizada frente al negacionismo. Ana salió poco durante septiembre, pero leyó, escuchó y vio mucho. Su lucha, que es de tantos y tantas, lo amerita.

Hoy se ríe de reojo cuando recorre su infancia nortina: «Con mi hermana Olga hacíamos todas las ‘maldades’; jugábamos a las bolitas, al caballito de bronce; fue una época muy linda. Y a mi mamá le gustaba izar la bandera tocando la vitrola, esas de mueble, con el himno. A medida de que el himno avanzaba ella iba izando la bandera junto a todos los jóvenes del barrio. Por esos años, una tía que vivía en Santiago -por el lado de mi padre, la familia es de Rancagua; incluso sus hermanos socialistas fueron regidor y alcalde- fue al norte a conocernos. Yo estaba en sexto de preparatoria, entonces a mi tía se le ocurre hablar con mi mamá para que me dejara ir con ella a Santiago y pudiera seguir las humanidades; en ese entonces no había en el norte. Y me vine en barco con ella», recuerda.

Ese viaje en barco marcó esa época. Como si mirara por sobre un mascarón antiguo, cierra los ojos y dice que hasta siente cómo avanza lentamente, como si su cama navegara desde Tocopilla, donde su padre, como miles de hombres de a comienzos del siglo pasado, buscaba oro -era palanquero- y encontró a la madre de Ana, viuda con seis hijos («eran los Vargas»). Tuvieron dos más y una vida de trabajo arduo y tardes al sol. «Los días más lindos eran aquellos en que todos jugábamos a la chaya; nos tirábamos agua y decíamos ‘¡chayaaa!’. La calle era el patio y sacaban hasta las artesas; la gente adulta, todos, jugábamos. Se subían a los techos y desde ahí se escuchaba ‘¡chayaaa!’ y tiraban el agua mientras se almorzaba; en la noche se seguía en la plaza. Es como si la viera. Ese juego se ha perdido, incluso la chaya de papel de volantín se ve poco». Eran tiempos de casas y calles abiertas, cuadra tras cuadra.

Ana, ya en Santiago, estudiaba en el liceo y ayudaba a su tía Ana González de Peñaloza. «Era una mujer maravillosa; no he visto otra igual. Cosía los pantalones de medida; un trabajo que luego enviaba a las sastrerías del centro. Tenía cinco máquinas de coser y las operarias que encandelillaban; todo en su casa. Jugando, a los trece años ya sabía hacer el pantalón. Prendían el bracero para tener carbón para las planchas». Ahí comenzó su vida en la capital.

Manuel

«Yo tenía como 16 años, y en la población Bulnes -donde vivía con mis tíos, camino a Valparaíso- había una sede del Partido Comunista. Yo qué iba a saber de política en ese tiempo, pero ahí en esa sede bien modesta se hacían bailes todos los sábados; iba harta gente, nunca había un escándalo nada. Ahí mi tía me daba permiso para ir. Yo no hacía nada para no pasar a llevar los consejos que me daba mi tía. En ese tiempo en mi casa había una ventana grande que daba a la calle. Por ahí pasaba un joven que se veía tan correcto. Ese era Manuel, Manuel Recabarren. En ese tiempo él había llegado hasta el pato del silabario, pero era tan inteligente, tan empeñoso. De grande aprendió a leer». Un día, mientras se anunciaba ‘¡reservado con pasteles!’ y el baile continuaba, Ana y Manuel se encontraron. «En esos bailes aprendí a conocer a los jóvenes comunistas, eran perfectos, y ahí estaba Manuel, el muchacho que yo veía pasar todos los días desde mi ventana cuando él venía del trabajo. Era muy bueno, con 16 años dominaba toda la política de Chile y la del extranjero, habiendo sido de una familia sin recursos. Con ocho años, él ya iba al río a sacar piedras para la construcción. Vivía a la altura de Renca, a la orilla del río; también lustraba. Pero Manuel, con el tiempo, llegó a trabajar en imprentas. Yo se lo recomendaba a mis amigas. Pero él no les hacía caso. Ahí dije ‘es fiel’, fiel al cariño que él me tenía; una sabe cuando un joven se enamora de una. Nunca habíamos conversado, pero yo lo admiraba. Ahí ingreso a las JJCC y luego yo invito a Manuel a la Jota para que fuera a las reuniones, ya que sabía tanto; así era más fácil conversar con la polola que él quería y yo lo admiraba», recuerda Ana. «La primera vez que me invitaron a la Jota había como quince jóvenes y a mí me llamó la atención ver cómo estaban organizados. Elegían presidenta, secretaría, alguien de finanzas. Eran muy distintos a los jóvenes que una conocía. Eran muy respetuosos. Manuel me conquistó por su hermosa actitud. Yo pololié sólo con Manuel».

A Ana la cautivó su inteligencia y tesón. «Me fui enamorando de él, porque lo veía muy serio, demasiado serio. Teníamos un taller con mi tía, en Santo Domingo 1240. En esa casa colonial, de tres patios, también un pintor tenía un taller, y al medio se reunían los dirigentes sindicales de bares, fuentes de soda y restaurantes. Se llenaba el día de las reuniones», recuerda sobre esos primeros días viviendo juntos en esa especie de comunidad, en una pieza de casona antigua. «Mi tía nos dejó vivir juntos; era muy humana.

Él trabajó en El Siglo más adelante. Llegó hasta segundo año en la escuela, pero después daba conferencias en las universidades; fue riguroso con su formación, tenía una responsabilidad ante el partido. Teníamos una línea: organizar gente, dar charlas, salir a pintar a las calles para las elecciones, en brigadas; hacíamos el engrudo en tarros parafineros para pegar propaganda. En esos tiempos, la juventud salía a hacer propaganda, ahora no; hoy son otros tiempos, otras formas. Fue un bonito tiempo ése, de mucha unión y alegría. Con Manuel tuvimos seis hijos… Me emociono cuando hablo de Manuel».

«Para la gente del pueblo»

«Los capitalistas no ponen el capital al servicio de los jóvenes, para que los jóvenes se superen. Sólo los explotan más para pagarles menos», dice Ana con la convicción que la caracteriza. La misma que la hizo votar siempre por Salvador Allende, a quien conoció en el matrimonio de Francia Palestro, en una casa grande, de patios amplios. «Fuimos invitados por mis vecinos, militantes socialistas, con los que siempre nos llevábamos bien, pese a que había una discordia entre los partidos. A ese casamiento llegó Allende. Imagina lo que era eso. Organizamos una fila para saludar al presidente recién asumido. En eso estábamos cuando me doy cuenta de que Allende saluda y saluda, pero quizás porque tenía tantos dirigentes detrás que le hablaban, ya no miraba a quien tenía al frente. Bueno, en eso llega mi turno y él me estrecha la mano, pero miraba para atrás, pero yo no le doy la mía. Entonces, siente que no le dan la mano y se da vuelta y ahí me miró. Es ahí cuando lo miro y le digo ‘sabe, señor presidente, cuando me dan la mano me gusta que me miren a los ojos’. Y así fue», recuerda.

Luego vino el golpe de Estado, ese día en que todo se vino abajo, porque «él no tuvo apoyo cuando fue presidente; quedó muy solo, sólo los comunistas le

respondieron. Fue muy duro ese día y los que siguieron». Ana nunca quiso irse de Chile, no quisieron. Horas antes de que estallara su propia tragedia, el 29 de abril de 1976, Ana hacía un volante para repartir el primero de mayo. «Pucha que escribes bonito, me dijo Manuel», recuerda ahora sobre una de las últimas frases que a veces destellan en los recuerdos de terror en aquellos años, antes de dar paso al vacío y la lucha, sin Manuel, sin dos de sus hijos, sin una de sus nueras y sin el nieto que esperaba. «Un día entré al puerto de los recuerdos, abrí el polvoriento y viejo baúl, entre maravillada y asombrada, cual garugas en el cielo, vi cómo volaban páginas y páginas (…). Así parí este libro que más o menos es la vida misma», lee Ana al repasar fragmentos de las cientos de páginas que a mano escribió durante años.

Dice que le queda «hilo para rato», mientras observa el retrato de Manuel frente a su cama, el de sus hijos desaparecidos. «Yo envejecí, mi viejo no; los míos no envejecieron, sólo yo envejecí».

El libro, subraya, «es para la gente del pueblo, porque porfiadamente sigo viviendo; soy una mujer cautiva por el amor por su pueblo» y lo seguirá siendo mientras busque un Chile más humano y encuentre a los suyos, porque «hay que buscar para no perder la esperanza, aunque sea entre nosotros, entre encuentros sencillos» como aquellos de los tiempos de la chaya.

«Veo hoy -advierte- que los partidos populares han perdido, pero siempre habrá gente comprometida y con nuevas maneras de lucha, aunando gente; no hay que olvidar que los partidos de la burguesía nunca van a ser de izquierda. Por eso creo que Allende fue muy adelantado; faltaba tiempo».

El 28 de enero de 2004, Ana escribió «Carta de Ana González a Juan Emilio Cheyre», a quien le decía: «Yo sufro por los mágicos y soñadores 21 años de mi nuera Nalvia, embarazada de tres meses, por mis hijos Luis Emilio y Mañungo, y por mi esposo Manuel. Todos ellos fueron detenidos y ocultados en el fondo de la tierra. Pero yo no sufro sólo por mi dolor de ausencia, muero un poco cada día al pensar lo que mis amados sufrieron, en la más completa indefensión (…). Apelo a su honor militar, a su conciencia, a su amor por la institución. Los porfiados hechos lo llevan a un único camino: la impunidad no puede ser el epílogo de esta tragedia nacional. Sólo entonces, sólo entonces, habrá un nunca más, como usted y yo lo deseamos…».

Ana espera buenos vientos para octubre mientras mira una imagen del mural que Coas Chile le acaba de dedicar, a pocos días de que la Corte Suprema otorgara libertad condicional a reos de Punta Peuco. Y Ana, quien no abrirá esa reja hasta el día que se sepa la verdad y la justicia alcance, no espera sola.

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