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La poesía, el dinero y el Estado

Fuentes: Rebelión

A veces un gran poeta es capaz de percibir los grandes dilemas de su tiempo con una clarividencia que no alcanzan sus contemporáneos. Así, en una poesía difícil y metafórica, William Blake anticipó el desgarramiento que anunciaba la incipiente revolución industrial. Algo muy parecido pasa con Poeta en Nueva York de Federico García Lorca. Dentro […]

A veces un gran poeta es capaz de percibir los grandes dilemas de su tiempo con una clarividencia que no alcanzan sus contemporáneos. Así, en una poesía difícil y metafórica, William Blake anticipó el desgarramiento que anunciaba la incipiente revolución industrial. Algo muy parecido pasa con Poeta en Nueva York de Federico García Lorca. Dentro de esta obra, sobresale por su fuerza «Oficina y Denuncia», que no sólo es una brillante descripción de la vida en una gran ciudad, como es el caso de Nueva York, sino también una advertencia sobre los peligros que conlleva una economía moderna que permite disfrutar de un gran bienestar (por lo menos a ciertas capas de la sociedad) y al mismo tiempo aislarse del mundo en el que se vive.

Debajo de las multiplicaciones, hay una gota de sangre de pato/ debajo de las divisiones hay una gota de sangre de marinero/ debajo de las sumas, un río de sangre tierna.

Un informe económico, como cualquiera de los elaborados por el gabinete de estudios de un banco o de una agencia de valores, se centrará en una serie de variables, como el crecimiento del PIB, la inflación, el paro o la rentabilidad de los bonos. Estas variables estarán disponibles para un gran conjunto de países, habiéndose elaborado con el propósito de reducir la complejidad del mundo y de las sociedades que lo componen a unos indicadores que proporcionen una información rápida y relativamente homogénea para los administradores.

El verso de «debajo de las sumas, un río de sangre tierna» es un recordatorio de que algo muy humano se resiste a este tipo de abstracciones. Sin embargo, se podría objetar que esta advertencia es exagerada, pues lo que está en juego cuando se publican estas variables no es aprehender todos los fenómenos sociales, sino simplemente hacer abstracción de aquellos elementos que son irrelevantes y limitarse a aquellos que se prestan a una modelización para comprender el funcionamiento de una economía.

En realidad, cuando se comparan series económicas entre países, por ejemplo, el PIB de Estados Unidos y el de un país emergente, se parte del supuesto implícito de que esa comparación tiene sentido, pues se trata de comparar magnitudes homogéneas. El analista ya sabe que los dos países son heterogéneos, pero, al centrarse en una variable que puede tratarse como homogénea, puesto que ya está valorada en dinero y se puede, por tanto, comprar y vender, evita quedarse varado en todas aquellas características que hacen diferente un país de otro y que lastrarían sus recomendaciones.

Sin embargo, en ciencias sociales no se trata sólo de buscar un denominador común para hacer homogéneos bienes y actividades que a priori no lo parecen. La construcción de estas medidas implica que se van a asignar unos valores a unos objetos y que, por consiguiente, hay una serie de actividades que tienen más valor que otras. Si se considera que los precios de mercado son el indicador más oportuno para valorar bienes y servicios, automáticamente se está adoptando el juicio de valor de que aquellas actividades que caen fuera de la esfera económica son irrelevantes desde el punto de vista económico. Así, por ejemplo, la realización de tareas domésticas o el cuidado de los niños y de las personas inválidas son actividades que muy frecuentemente son realizadas sin que se reciba percepción económica alguna, de modo que no entran en la medición del PIB, a pesar de su importancia vital para la sociedad.

Como existe un sinfín de actividades que son fundamentales para garantizar la supervivencia de una sociedad, pero que no cotizan en el mercado, la solución más frecuente por parte de los economistas ha sido imputar un precio a este tipo de actividades «como si» de alguna manera existiera un mercado donde se realizasen estas actividades como cualquier otra transacción económica. Este apaño, en vez de ofrecer una solución a un problema real de la contabilidad nacional, puede terminar distorsionando completamente la realidad.

En este contexto, Angus Deaton cita el ejemplo aberrante de una encuesta realizada en África Occidental intentando medir el consumo. En las comunidades rurales, el agua se extrae de manantiales sin pagar coste alguno. Pero, como, al realizar la encuesta, el consumo se tenía que medir en dinero, era preciso pues imputar un precio al agua. Y el precio asignado fue el precio del mercado más cercano, el Eau de Perrier de las ciudades. De manera que, tras este ejercicio, resultaba que las comunidades rurales tenían en teoría una riqueza que en la práctica no existía [1] .

Con este ejemplo, no quiero ridiculizar los esfuerzos por solventar las dificultades que plantea toda estimación seria de la riqueza o el patrimonio, sino simplemente indicar que estos ejercicios pueden derrapar cuando intentan medir actividades extra-económicas y que la solución más cómoda, asignar un precio «como si» existiera un mercado, lleva consigo un juicio de valor oculto: que todas las actividades humanas deberían estudiarse como si fueran actividades económicas.

Y el intento de que los criterios económicos se apliquen a todo tipo de actividades está cargado de implicaciones éticas. El economista debe ser consciente de que no se va a limitar a hacer una descripción aséptica de unos hechos, sino que, por el contrario, las herramientas que emplee pueden influir y transformar la realidad.

La protagonista de Madre Coraje de Bertolt Brecht es una mujer que se gana la vida avituallando a los ejércitos contendientes de la guerra de los 30 años. Cuando los negocios van bien, es decir, cuando los campos y los pueblos son devastados por la guerra, Madre Coraje gana dinero y dispone de medios para alimentar a sus hijos. Sin embargo, en épocas de guerra, a pesar de la prosperidad del negocio particular de Madre Coraje, sus hijos corren peligro, o bien porque pueden ser llamados a filas y morir en combate, o bien porque pueden convertirse en lo que hoy eufemísticamente se llaman «daños colaterales».

Pero, por otra parte, cuando los negocios van mal, es decir, cuando hay paz, la situación tampoco es favorable para Madre Coraje, pues entonces carece de medios para mantener a su familia.

Madre Coraje está pues atrapada en una contradicción. Al intentar ejercer su oficio, al intentar ganarse la vida honradamente para poder ocuparse de su familia, Madre Coraje contribuye a cavar su propia tumba, siendo partícipe indirecta de la destrucción de su familia. A la luz de Madre Coraje, podemos esbozar unos criterios para definir cuándo una situación es intolerable. Cuando los individuos, para poder asegurar su subsistencia y las de sus seres más cercanos, tengan que hacerse cómplices de actos que en su fuero interno juzgan inaceptables, entonces podremos hablar de una situación que no sólo es injusta, sino que además debe ser radicalmente transformada.

Con estas reflexiones en mente, he escrito este artículo. Actualmente, en una economía globalizada los individuos toman decisiones sobre la compra y la venta de mercancías que tienen consecuencias más allá de su esfera privada. Y esta economía globalizada, donde bullen millones de individuos, presenta situaciones que recuerdan a la de Madre Coraje, donde decisiones económicas completamente legítimas desde una perspectiva individual tienen consecuencias perversas desde una perspectiva global.

Precisamente, como la teoría económica más ortodoxa se muestra muy escéptica con respecto a la posibilidad de hablar de un punto de vista «global», superior a la agregación de los intereses de los individuos, el primer apartado de mi exposición será hablar de las preferencias individuales según la economía neo-clásica y los supuestos sobre los que ésta se asienta.

A continuación, expondré las críticas de las que este enfoque es susceptible, ya que el hombre no es un ser aislado, sino un ser social que toma sus decisiones en un contexto social dado. Me centraré en la importancia de lo que podríamos denominar creencias colectivas para que pueda existir una vida en común. Dentro de estas creencias colectivas, hay que destacar el papel que desempeña el dinero en una economía monetaria. Irónicamente, las conclusiones que se desprenden de esta peculiaridad del dinero han pasado por alto a buena parte de los economistas. En efecto, que exista una moneda aceptada sobre un determinado territorio no es un problema meramente técnico, sino un problema político, pues se trata de una cuestión sobre la legitimidad del Estado.

En otras palabras, la existencia y estabilidad de un poder soberano es una condición básica para el desarrollo de una economía monetaria. La gran paradoja del mundo contemporáneo es que la expansión de la economía monetaria ha sido tan arrolladora que ha llegado a desafiar la legitimidad de los Estados sobre los que originariamente se ha sustentado, llegando a amenazar su propia continuidad.

La economía neo-clásica

En la década de los 60 del siglo XIX se produjo un cambio de perspectiva en la teoría económica conocido con el nombre de «revolución marginalista». Mientras que la llamada economía clásica (Smith, Ricardo, en cierto sentido Marx) había desarrollado investigaciones que fundaban el valor de los bienes en el trabajo, la teoría marginalista o neo-clásica desplazaba el enfoque para centrarse en los gustos subjetivos de los individuos.

El paradigma neo-clásico se planteaba la cuestión de qué era lo que determinaba el precio de una mercancía y respondía de una manera muy simple, este precio vendría determinado por la cantidad que estuvieran dispuestos a pagar los individuos por dicha mercancía. Es decir, el supuesto básico es que todos los individuos disponen de preferencias particulares. Dichas preferencias son exógenas, lo que significa que un científico no tiene criterios para dictaminar si unas preferencias son mejores que otras o mediante qué procesos se forman dichas preferencias. El caso es que se asume que los individuos son racionales en el sentido de que pueden ordenan todos los bienes y servicios que hay en una economía en función de su grado de preferencia y que, dada una restricción presupuestaria, escogerían aquella combinación de bienes y servicios que les reportaría el mayor bienestar posible.

Posteriormente, con los modelos de equilibrio general, este paradigma ha alcanzado un elevado grado de formalización, pero los supuestos básicos permanecen. No hace falta adoptar ninguna explicación psicológica o de cualquier otro tipo sobre las preferencias de los individuos. Simplemente se asumen una serie de axiomas: que el individuo es capaz de comparar todas las cestas de consumos que hay (y que en un futuro habrá) en el mercado, que a la hora de consumir el individuo sólo obedece a los dictados de sus preferencias personales y a nada más y, finalmente, que estas preferencias son coherentes. Partiendo de estos axiomas se puede entonces asignar a cada individuo lo que se denomina una función de utilidad ordinal, es decir, una función que aplica a cada cesta de consumo en la economía un valor numérico, siendo éste mayor cuanto más deseadas son las cestas.

Que la función sea ordinal significa que se trata sólo de establecer un orden de preferencia entre los objetos, no de medir la intensidad con la que se desean los bienes.

Conviene resaltar que el economista neo-clásico pretende que su actitud con respecto a los gustos individuales es neutral y libre de juicios de valor. Según esta pretensión, el científico no puede y no debe entrar a valorar qué es lo que hace que se formen unas preferencias y no otras, ni mucho menos si éstas son más o menos encomiables. Partiendo del supuesto de que cada individuo es racional y que ya tiene formados sus ordenamientos de bienes y servicios, entonces se puede demostrar que el mercado es una institución que garantiza una asignación óptima de los recursos, óptima en el sentido de que tras realizar voluntariamente las transacciones comerciales no quedarán recursos ociosos.

En este mundo de agentes individuales movidos por su propio interés, los precios ya transmiten toda la información relevante. Si hay más compradores que vendedores de un bien, entonces los precios se elevarán desanimando a los demandantes menos entusiastas por adquirir el bien y/o estimulando a aquellos productores que perciben la oportunidad de hacer negocio ofertando el bien deseado. A la inversa, un exceso de la cantidad ofrecida con respecto a la cantidad demandada provocará una caída de precios alejando a los productores menos eficientes y/o incitando a comprar el bien a los consumidores que antes se mostraban reacios a pagar tanto por él. En resumen, las variaciones de precios indican que se están corrigiendo asignaciones ineficientes de los recursos.

En una situación de equilibrio, es decir, en una situación donde todos los bienes y servicios ofrecidos en el mercado tienen asignados un precio que teóricamente señala cuánto se está dispuesto a pagar por su adquisición, podrían darse situaciones donde unos individuos han terminado con una cesta de consumo muy inferior en términos monetarios a la de otros ¿Sería esta situación injusta? Según los estrictos supuestos de los que parte la economía neo-clásica, valoraciones sobre la justicia de la distribución de la riqueza deben quedar fuera del campo científico, pues implican comparaciones de cosas que no son comparables, en este caso, preferencias individuales.

En efecto, con funciones de utilidad ordinal individuales quedan de antemano excluidas las comparaciones entre individuos. La ordinalidad implica que cada individuo tiene su ordenamiento propio, que unos bienes se desean más que otros, pero que a priori no existe ninguna métrica para valorar ni con qué intensidad se prefiere un bien, ni si un individuo desea más que otro unos determinados bienes. Teóricamente, la única manera de averiguarlo es a través del mercado y de las transacciones económicas voluntarias, pues mediante estos mecanismos los individuos mostrarán cuánto valoran un bien pagando por él.

Dados los estrictos supuestos en los que se basa, la economía neo-clásica llega a la conclusión de que cuestiones redistributivas quedarían fuera del terreno científico, la economía, para entrar en un terreno de opiniones y de juicios de valor, es decir, en un terreno político y, por tanto, no científico. Al no poder establecerse comparaciones interpersonales, queda así excluida la posibilidad de discutir científicamente el diseño de un sistema de impuestos y transferencias en función de la riqueza de los individuos, pues no hay ningún baremo para juzgar si el impacto del impuesto sobre el bienestar del individuo más acaudalado se vería compensado por el efecto positivo sobre los individuos más desfavorecidos que recibirían la subvención. Si los políticos, a pesar de todo, deciden implantar impuestos redistributivos, el economista neo-clásico, como científico, no podrá prestarles las herramientas positivas de su oficio.

En resumen, proscribiendo las comparaciones interpersonales, tras aceptar funciones de utilidad ordinales no comparables entre personas, afirmaciones como «el individuo A está mejor que el B», o «el individuo C debería disponer de más bienes materiales», carecen de sentido. Los individuos han alcanzado las asignaciones que han alcanzado, porque así lo han querido.

Más allá de las funciones de utilidad

Amartya Sen [2] ha definido el método de evaluar la idoneidad de un estado social en función de las utilidades o del bienestar de los individuos como «welfarismo». Obviamente, el modelo neo-clásico esbozado anteriormente es un enfoque «welfarista», en tanto en cuanto no se contempla que pueda haber valores colectivos superiores a la utilidad individual para plantear cuestiones normativas.

Sin embargo, numerosos han sido los autores que han visto las deficiencias normativas que surgen cuando el analista se limita al espacio de la utilidad para plantearse cuestiones de justicia o de ética.

Un primer espacio que se puede considerar con toda legitimidad más importante que el de los gustos individuales es el de la libertad. Así, imaginemos por ejemplo una situación en la que un dictador benevolente distribuyera los bienes y servicios y se llegase a un punto que sería el mismo que se alcanzaría si de dejara decidir a los individuos mediante contratos qué mercancías comprar y vender. Teóricamente, desde el espacio de las utilidades individuales, la asignación establecida por el dictador benevolente y la asignada por el mercado, serían moralmente idénticas. Sin embargo, desde el espacio de la libertad, sería claramente deseable sólo la segunda, pues un dictador, por muy benevolente que sea, suprime algo muy valioso en sí mismo, la autonomía de los individuos.

Esta es, de hecho, la crítica que Robert Nozick formula al «welfarismo». [3] El argumento de Nozick es una defensa del mercado, no tanto en términos de eficiencia económica, como de principios morales. Así que curiosamente, aunque los presupuestos éticos de Nozick sean muy distintos a los de los neo-clásicos, sus recomendaciones normativas son bastante parecidas. [4]

Sin embargo, en el momento en que se adopta una perspectiva más ambiciosa sobre la libertad humana, este entusiasmo por el mercado se ve considerablemente atemperado. Tal es el caso de la obra de John Rawls. Para Rawls, la dignidad humana implica que el hombre debe ser autónomo, capaz de fijarse sus propios objetivos. Rawls denomina como «bienes primarios» precisamente a aquellos bienes que sirven para la promoción de los fines que valoran los individuos. Dentro de los bienes primarios se encuentran los derechos políticos y civiles, la riqueza y «las bases sociales de la auto-estima». [5]

En un análisis deudor de Rawls, pero al mismo tiempo completamente original, Sen explora las implicaciones que tiene tomar la autonomía y la libertad humana en serio. Sen apunta a una cuestión básica, descuidada por el modelo neo-clásico, los gustos y preferencias de los individuos no brotan espontáneamente, sino que se ven influidos por el contexto social en el que éstos se mueven. Así, por ejemplo, un esclavo oprimido durante años tendrá por fuerza que ajustar sus preferencias al ambiente de coacción en el que vive. En este caso, se podría hablar de «gustos resignados». En situaciones donde la resignación es la única estrategia para sobrevivir, el empleo de las utilidades individuales como único criterio normativo, lejos de ser una medida técnica carente de juicios de valor, aparece precisamente como una posición cargada de juicios de valor implícitos a favor de prácticas opresoras. [6]

Tanto Sen como Rawls tienen el mérito innegable de haber introducido una dimensión social en sus reflexiones sobre la justicia. Sin reconocerlo explícitamente, han roto con una tradición individualista muy presente en los clásicos de la teoría política anglosajona (Hobbes, Locke) y, por supuesto, en la economía neo-clásica. Sin ver todas las implicaciones de sus análisis, al hablar de las «bases sociales de la auto-estima», ya se está mencionando la naturaleza social del individuo y que, por tanto, el estudio de sus aspiraciones no puede aislarse del contexto social en el que se desenvuelve.

Por poner un ejemplo, ¿qué utilidad reporta una alarma antirrobo? Obviamente, una alarma antirrobo no se compra por razones estéticas. Se compra simplemente porque con ella se obtiene una sensación de seguridad. Es decir, que el individuo valore la posesión de la alarma y eventualmente decida instalarla depende de unas circunstancias sociales. Probablemente, en una ciudad pequeña y tranquila donde todo el mundo se conoce, la sensación de inseguridad es menor, mientras que en una gran ciudad donde el individuo se siente rodeado por un ambiente hostil y sus contactos con los otros son mínimos, el temor a ser agredido se expande más fácilmente.

Con este ejemplo de la alarma antirrobo, que a primera vista pudiera parecer un poco frívolo, intento poner de manifiesto que los gustos y preferencias individuales no pueden tratarse como algo aislado y exógeno al modelo. De hecho, existen comunidades humanas, porque los individuos que las componen llegan a compartir una serie de vínculos, no sólo entre contemporáneos, sino también entre las generaciones pasadas y las futuras. El primero de estos vínculos que dan sentido de comunicación y de continuación en el tiempo es el lenguaje. A continuación vendrían otros como la cultura, las normas de comportamiento, ya sean escritas o dictadas por costumbres ancestrales, y una memoria común de acontecimientos pasados.

A veces, estos vínculos se quiebran y la comunidad no es capaz de garantizar una armonía entre sus miembros, amenazando su perpetuación en el tiempo. Las generaciones jóvenes pueden dejar de utilizar el lenguaje de sus padres, las leyes pueden quedar desfasadas y la legitimidad de las autoridades públicas puede quebrarse. Indudablemente, estos fenómenos que podríamos llamar de desintegración social no se producen por ensalmo. Es decir, una sociedad no desaparece de la noche a la mañana, dejando de repente convertidos en perfectos extraños a sus miembros. No es tan fácil disolver los vínculos que unen a gentes que durante generaciones han compartido un espacio, unas normas y unas creencias.

De hecho, las sociedades pueden atravesar guerras, hambrunas, cambios políticos y cataclismos naturales y, sin embargo, seguir perdurando. Esta pervivencia es tanto más sorprendente cuanto que, si se piensa, las sociedades se asientan en algo aparentemente tan poco sólido y aparentemente inestable como son las creencias humanas. Hay sociedad, hay vínculos que entrelazan a los individuos cuando los individuos creen que estos vínculos existen y actúan en consecuencia. [7]

Uno de estos vínculos fundamentales para el funcionamiento, no ya de una economía, sino de toda sociedad moderna, es el dinero, que es en última instancia una creencia colectiva. [8]

El dinero y la autoridad pública.

El dinero [9] es, en efecto, una mercancía que desempeña un papel muy especial: el de servir de equivalente general del resto de mercancías. El valor de toda mercancía se expresa automáticamente en dinero, lo que permite realizar comparaciones cuantitativas entre unos bienes y otros. Sin una mercancía que juegue este papel de equivalente general, la racionalidad económica sería imposible, pues sólo se podrían adquirir los bienes deseados si el poseedor de los bienes estuviera directamente interesado en los bienes que ofrecemos.

Obviamente, en una economía de trueque, proyectos económicos de envergadura que impliquen división del trabajo no pueden emprenderse, ya que éstos implican cálculos y estos no son posibles sin la existencia de una mercancía que reduzca todas las demás a la misma unidad.

En los albores de la economía monetaria, el dinero estaba representado por una mercancía como las demás que tenía también un valor de uso intrínseco, es decir, que por sí misma podía satisfacer necesidades humanas. Por ejemplo, en la antigüedad el papel del dinero correspondía a bienes como el ganado, que evidentemente siempre se podía sacrificar para aprovechar la carne y el cuero, o los metales preciosos, que también podían servir a fines ornamentales. Sin embargo, con el desarrollo de la economía monetaria, la mercancía que desempeña las funciones de dinero ha ido desprendiéndose de su valor de uso hasta quedar reducida a un mero signo. En sí mismos, las monedas y los billetes no son más que trozos de metal y de papel. Actualmente, el desarrollo de la economía monetaria ha llegado a tal extremo que ya ni siquiera hacen falta esos soportes materiales transformándose el dinero en el código numérico de una tarjeta de crédito. [10]

Evidentemente que el dinero sea un trozo de papel no significa que cualquier trozo de papel sea aceptado como dinero. Tiene que tratarse de un papel con unas características especiales, avalado por la autoridad monetaria bajo la forma de un banco central. Igualmente, no basta cualquier código numérico para efectuar transacciones económicas, tiene que ser el de una tarjeta de crédito de una entidad de crédito.

Las monedas, los billetes, así como los códigos numéricos son, sin duda, símbolos. Pero son símbolos que valen, puesto que son reconocidos y aceptados por una comunidad, a veces, para el caso de algunas monedas, no ya nacional, sino también internacional. Que se acepten pagos con tarjeta significa que en última instancia se confía en que el banco en el que el dueño de la tarjeta tiene su cuenta dispone de fondos suficientes para hacer frente a sus obligaciones. De igual modo, se aceptan billetes y monedas, porque se sabe que posteriormente, cuando se ofrezcan estos medios de pago para comprar otros bienes, también serán aceptados.

En resumen, se puede decir que un sistema monetario se basa en la confianza generalizada, en una creencia extendida por toda la sociedad de que los pagos se efectuarán en la moneda en curso.

Esta creencia es tanto más sólida cuanto más natural parece el uso de la moneda. En tiempos de estabilidad económica, resulta evidente que se van a aceptar los pagos en moneda nacional y resulta inconcebible que pudiera ser de otro modo. Sin embargo, es precisamente en épocas de crisis y en particular de hiperinflación, cuando la confianza en el dinero se tambalea, haciéndose evidente su carácter imaginario.

En efecto, en una hiperinflación, los agentes pierden la capacidad de hacer cálculos en la moneda nacional. Los precios llegan a crecer a un ritmo tan vertiginoso que se disparan las dudas sobre si los ingresos monetarios que se perciben habitualmente bastarán para pagar los gastos. Una hiperinflación es una carrera desenfrenada, donde los precios de todo tipo de productos se desbocan para no quedar rezagados. Al final, la gente termina por desprenderse de la moneda nacional, que eventualmente sirve para comprar menos, y orientarse hacia otras monedas o hacia otros bienes de valor más estable (metales preciosos, obras de arte…) que proporcionan una garantía de seguridad. En una hiperinflación, el público pierde confianza en que su moneda nacional vaya a ser aceptada en los pagos futuros.

¿En qué situaciones se produce esta crisis de confianza en la moneda? Una primera respuesta más técnica consistiría en apuntar a un crecimiento excesivo de la oferta monetaria con respecto a la cantidad de bienes y servicios en circulación. De modo que la hiperinflación sería así el resultado de una conducta irresponsable por parte de las autoridades monetarias. Sin embargo, aceptando esta explicación quedaría por responder a una pregunta adicional, ¿por qué las autoridades monetarias se comportan tan imprudentemente? La respuesta habría que buscarla en razones más estructurales, en el hecho de que las inflaciones no se producen en países políticamente estables, sino en economías que están atravesando convulsiones sociales y políticas, como fue el caso de Alemania entre 1922 y 1923.

Si la hiperinflación fuera un problema estrictamente técnico, entonces bastaría la voluntad de detener la creación de dinero para atajar la escalada de precios. En la práctica, esto no resulta tan fácil, pues los episodios de hiperinflación tienen lugar en Estados que no están funcionando en circunstancias normales, al tener que hacer frente a una serie de desafíos frontales. Sin duda, la hiperinflación crea inestabilidad política, pero es que antes la inestabilidad política ha minado la autoridad del Estado y abierto la puerta a la pérdida de confianza en la moneda.

En el caso de la hiperinflación alemana, conviene recordar que la República de Weimar se enfrentó desde su proclamación en 1918 a una serie de desafíos insuperables. El primero fue una polarización social muy grande. Por un lado, las clases trabajadoras habían adquirido una clara consciencia de sus derechos económicos y sociales tras la iniquidad de la guerra y su estela de muerte. Por otro lado, la derecha nacionalista había adoptado una postura revanchista, culpando al enemigo interior (preferentemente los judíos y los bolcheviques) de la derrota, habiendo quedado fascinados además sus miembros más vehementes por la violencia de la guerra.

El sistema electoral de corte proporcional impediría la formación de mayorías sólidas en el parlamento, donde se reflejarían todas las tensiones que atravesaban la sociedad. [11] En estas circunstancias era muy difícil que los distintos grupos sociales y sus representantes políticos se pusieran de acuerdo sobre cómo repartir los sacrificios para equilibrar el presupuesto, con lo que el recurso a la impresión de billetes como medio para ir pagando los gastos corrientes apareció como una solución de urgencia ante el bloqueo parlamentario.

El segundo desafío sería la hostilidad a joven república por parte de las élites burocráticas alemanas, quienes harían verdaderos esfuerzos por sabotearla. Estos esfuerzos tomarían preferentemente la forma de una actitud muy benevolente por parte de la judicatura ante los pistoleros de la extrema derecha, [12] mientras que en círculos políticos y militares se prestaba un barniz de respetabilidad al nacionalismo más agresivo y exaltado. Esto contribuiría directamente a extender la violencia en la calle e indirectamente a fortalecer las posturas más extremas, destruyendo la posibilidad de alcanzar consensos en el parlamento.

Y, finalmente, la conflictiva relación con las potencias vencedoras, en especial con Francia, que exigieron gravosas compensaciones de guerra, cuyo resultado más visible sería exacerbar el victimismo nacionalista. Las reparaciones, unidas a la delicada situación económica alemana, sembrarían dudas en los centros financieros internacionales sobre la capacidad de Alemania para adaptarse a la ortodoxia presupuestaria y atender a sus compromisos financieros deteriorando el tipo de cambio del marco.

Un Estado que se enfrenta a este tipo de desafíos estará en condiciones de gran vulnerabilidad frente a acontecimientos que le desbordan. En enero de 1923, se produjo uno de estos acontecimientos con la invasión de la cuenca minera del Ruhr a manos de tropas francesas y belgas ante el impago de las indemnizaciones de guerra. La ocupación del Ruhr y la consiguiente campaña de resistencia cívica al invasor colapsarían la economía alemana.

Se puede decir que lo que estaba en juego en Alemania entre 1918 y 1923 era algo más que la evolución de la oferta monetaria. La República de los años posteriores a la I Guerra Mundial sufrió unos embates durísimos en todos los frentes y no contó con un apoyo suficiente para afrontarlos, por lo que en esos convulsos años su autoridad se vio seriamente cuestionada, extendiéndose la percepción de que el Estado era incapaz de cumplir con sus compromisos internos y externos. Es en este contexto, donde hay que entender la pérdida de confianza absoluta en la moneda.

Con el ejemplo de República de Weimar, podemos ver que la confianza en el dinero está indisociablemente unida a la confianza en las autoridades monetarias y políticas. Este punto merece resaltarse, ya que, volviendo a los modelos neo-clásicos vistos anteriormente, el dinero no es más que un bien más entre todos los de la economía, que, por convención, se escoge como numerario. Para la economía neo-clásica, el dinero no es más que un velo monetario, los precios relativos de las mercancías sólo dependen de los gustos individuales de los agentes y de la tecnología disponible para producirlas: el dinero sirve para referir estos precios a una unidad común.

Sin embargo, el dinero es algo más que un «velo monetario». [13] Sin una unidad de cuenta, colectivamente aceptada, los agentes serían incapaces de tomar decisiones económicas medianamente complejas en las que estuvieran implicadas más de dos mercancías heterogéneas. Por otra parte, siendo una creencia colectiva, la designación de una mercancía determinada como dinero implica necesariamente que los individuos tienen una historia en común, en este caso, que hay un poder soberano que goza de cierta legitimidad.

De modo que, contra el paradigma neo-clásico y sus individuos aislados vemos que, como hay una serie de vínculos entre individuos, (en este caso, una autoridad política que emite la moneda) como estos tienen pues unas creencias en común (en este caso, relativas a la estabilidad de la moneda), entonces y sólo entonces pueden tomar decisiones de manera autónoma.

El atesoramiento de dinero contra el Estado.

Recapitulando, como los individuos tienen una historia en común, entonces reconocen la legitimidad de un poder soberano, que, entre otras funciones, se encarga de la emisión de moneda. Es precisamente este reconocimiento hacia la autoridad política, lo que permite que exista el dinero y, como consecuencia, que los agentes puedan plantearse individualmente proyectos económicos en términos exclusivamente monetarios.

Como ya he señalado anteriormente, el dinero tiene la particularidad de que puede trocarse automáticamente en cualquier mercancía, mientras que lo recíproco no es cierto. Como todas las mercancías se miden inmediatamente en dinero, sólo hay limites cuantitativos a lo que el dinero puede comprar. Sin embargo, no todos los activos pueden cambiarse automáticamente en dinero, pues antes de eso habrá que haber localizado a un comprador dispuesto a comprarlos. Se denomina liquidez a la capacidad de transformar un activo en dinero sin pérdida. Evidentemente, algunos bienes son más líquidos que otros. Un portaviones, por ejemplo, es un bien muy poco líquido, pues sólo existen clientes muy especiales que estén interesados en su compra. El dinero, por el contrario, es el bien líquido por excelencia.

Al tratarse de un sistema de productores independientes de mercancías, es decir, de un sistema de productores que no producen directamente para sí mismos, sino que producen para un mercado sin acuerdos colectivos previos, las decisiones económicas en una economía capitalista o de mercado estarán siempre sujetas a una gran incertidumbre. [14] Se podrá esperar con mayor o menor seguridad que los proveedores nos aporten los suministros o que encontremos mercados para nuestros productos, pero nunca podremos tener una absoluta certeza. En este contexto, como siempre puede darse la circunstancia de quedarse atrapados con un cúmulo de mercancías invendible y que por tanto perderían todo su valor, la necesidad de disponer en todo momento de un excedente de liquidez se convierte en un imperativo. [15] Dada la liquidez absoluta del dinero frente al menor grado de liquidez relativa del resto de mercancías, una economía monetaria de productores independientes de mercancías convierte necesariamente a éstos en agentes que se afanarán por acumular un fondo de dinero, en otras palabras, en atesoradores de dinero. [16]

Mientras que la economía neo-clásica partía de la idea de que los gustos y preferencias de los agentes eran exógenos e incomparables entre sí, se puede replicar que, al contrario, precisamente las propias características de una economía monetaria desarrollada homogenizan las necesidades de los individuos, al convertirlos a todos por fuerza en atesoradores de dinero. Así, la necesidad de buscar un excedente monetario no puede tratarse como un capricho individual o como una preferencia particular de agente, sino como una necesidad común a todos ellos. [17] En el momento que se habla de necesidades comunes y ya no de gustos o preferencias individuales, las comparaciones interpersonales, proscritas por la economía neo-clásica más estricta, resultan ser completamente legítimas.

A medida que se desarrolla la economía monetaria, ya no se trata tanto de unos individuos que intentan satisfacer sus preferencias mediante el establecimiento de contratos voluntarios, sin más bien de unas preferencias que son constituidas por el propio contexto económico en el que están inmersas. De manera que los agentes no se han convertido en atesoradores de dinero por gusto, sino porque es un requisito imprescindible para su supervivencia.

Así, la racionalidad económica tiene implicaciones muy drásticas. Los agentes no sólo deben buscar un excedente monetario. Cuanto mayor sea este excedente, mejor. Con la expansión de la economía monetaria, se desarrollan también los servicios financieros con el fin de canalizar el capital hacia los proyectos más rentables. Actualmente, en un mundo globalizado, ya no hay fronteras para la consecución del mayor rendimiento y los capitales se pueden mover a velocidades vertiginosas, de una manera que no pueden hacerlo las sociedades, hacia aquellas regiones donde se espera conseguir la mayor rentabilidad.

Aquí radica precisamente la amenaza de una economía globalizada sin ningún tipo de regulación superior. Como he intentado exponer en el apartado anterior, existe una economía monetaria, porque los agentes reconocen una autoridad política que entre otras funciones se encarga de la emisión de moneda. He dicho entre otras funciones, porque la legitimidad del Estado no es algo que surja espontáneamente, sino que es el fruto de un largo proceso histórico. Los pueblos ven legítimos a sus gobernantes, si estos últimos son capaces de cumplir con una serie de compromisos. La paz interna y la seguridad frente a agresiones externas figuran entre estas obligaciones. Pero existen también otras como el respeto a unas normas básicas de justicia y de equidad.

Sin duda, no todos los Estados disfrutan de la misma legitimidad a los ojos de sus súbditos. De hecho, muchos de los Estados que han surgido tras la descolonización son Estados muy jóvenes, sin precedentes históricos, que aún no han conseguido afianzar una estabilidad política. Muchas dictaduras, a pesar de sus ampulosas declaraciones en sentido contrario, carecen de la más mínima legitimidad histórica y precisamente por ello tienen que recurrir a la represión y/o a la corrupción de sus súbditos.

Pero incluso las democracias más antiguas atraviesan períodos de inestabilidad y de pérdida de legitimidad. No es de extrañar, porque el Estado de derecho y los procedimientos democráticos no implican un consenso sobre valores por parte de los ciudadanos, sino más simplemente la aceptación de una serie de procedimientos políticos y jurídicos. Esta aceptación tampoco es automática, pues se suele alcanzar tras largo períodos de conflictos entre visiones normativas contrapuestas.

De hecho, los estragos de la revolución industrial y la integración de la clase trabajadora fueron dos cuestiones que sacudieron el orden legal de Europa durante casi dos siglos. Afortunadamente, en los Estados democráticos se encontraron cauces para canalizar los conflictos sociales, reconociendo la legitimidad de las demandas sociales de las organizaciones obreras. En efecto, se puede decir que el Estado del bienestar es un entramado jurídico que reconoce a los derechos sociales el derecho a defender y, llegado el caso, hacer que prevalezca su concepción de la justicia. [18] Esta legislación social, no sólo ha traído paz, sino que ha prestado una legitimidad social incontestable a los Estados. En cualquier país, la legislación es el reflejo de luchas y disputas entre fuerzas sociales, pero, aunque parezca paradójico, precisamente por ese carácter conflictivo, los agentes sociales adquieren la sensación de que las normas les son propias, pues se ha contribuido a elaborarlas con gran esfuerzo y tesón, de modo que se reconocen en ellas, con lo que refuerzan la legitimidad del Estado. [19]

Estas consideraciones no entran en los cálculos económicos de las empresas. De hecho, desde un punto de vista cerrilmente económico, las legislaciones medioambientales y laborales son trabas que restringen la libertad de los individuos. [20] Con la casi perfecta movilidad de capitales y de empresas que se ha alcanzado hoy en día, los gestores pueden escoger cualquier lugar del mundo para instalar la producción.

Como señala magistralmente Supiot, si se deslocaliza una empresa hacia un país que presenta una mayor abundancia de recursos naturales o incluso de mano de obra más cualificada y barata, se puede argumentar que se trata de una decisión económica que a la larga terminará beneficiando a los consumidores al ofrecerles bienes y servicios a un mejor precio. Sin embargo, si de lo que se trata es de deslocalizar la producción para aprovecharse de una legislación más laxa en materia de derecho laboral o medioambiental, entonces estamos ante un problema radicalmente distinto.

En este caso, ya no es pertinente hablar de competencia entre empresas, sino de una competencia entre códigos jurídicos, donde las empresas se decantan por la legislación que les resulta más rentable. Esto es una auténtica aberración, pues las normas jurídicas no se deben redactar para que las empresas obtengan más beneficios, sino para que los sujetos sientan que pertenecen a una sociedad que les trata con reconocimiento. [21]

La competencia entre códigos jurídicos para ver quién es el que ofrece un ambiente más favorable al capital, lejos de ser el camino hacia la prosperidad, mina los cimientos en los que debe basarse la legitimidad del Estado. Como he intentado exponer en este escrito, no se puede tener un Estado a la carta. Si, por medios no consensuales, un Estado se ve privado de los medios para cumplir algunas de las obligaciones que tiene contraídas, entonces se pondrá en tela de juicio también su capacidad para satisfacer otros compromisos.

Esta advertencia es tanto más relevante cuanto que se ha difundido la creencia de que concediendo la gestión de las políticas económicas a técnicos se aísla la economía de las pasiones destructivas que azotan la arena política. Esto es un error, porque la autoridad de los técnicos emana de la ley y ésta tiene legitimidad siempre y cuando se perciba como justa. Y qué es justo y qué no lo es no es un asunto irrelevante de opinión personal, sino una cuestión que define a la sociedad de la que se es miembro y, que, por tanto, debe poder expresarse a través de propuestas, ser recogida por movimientos sociales y finalmente ser objeto de debates políticos. Precisamente las normas que han pasado por este proceso, las normas que se han sido elaboradas colectivamente, que han sido aceptadas, tras haber pasado por infinitos avatares en las que han sido rechazadas, modificadas y, sobre todo, debatidas, las normas, en suma, que han sido impulsadas por las temibles pasiones políticas son las normas con las que puede identificarse una sociedad, porque sabe lo que ha costado conseguirlas.

Se empezó este artículo con la paradoja de Madre Coraje y se termina con otra. Como existe autoridad pública, entonces puede desarrollarse una esfera privada y un mercado. Sin embargo, el desarrollo del mercado implica la expansión de una racionalidad económica que no comprende la lógica de la política. Cuanto más intente abarcar esta racionalidad económica, más se mina la autoridad pública y sin autoridad pública no puede haber ni actividad económica, ni actividad social, ni actividad humana.

En palabras de Étienne Balibar,

«¿En vez de imaginar la división del trabajo capitalista como aquello que funda, o instituye, las sociedades humanas en «colectividades» relativamente estables, no deberíamos concebirla más bien como aquello que las destruye? ¿O más bien como lo que las destruiría, dando a sus desigualdades internas la forma de antagonismo irreconciliables, si otras prácticas sociales, también materiales, pero irreductibles al comportamiento del homo oeconomicus, por ejemplo las prácticas de la comunicación lingüística y de la sexualidad, o de la técnica y del conocimiento, no impusieran límites al imperialismo de la relación de producción y no la transformaran desde el interior?» [22]

Bibliografía.

– Michel Aglietta y André Orléan, La Monnaie Souveraine, (1998), Odile Jacob, París.

– Étienne Balibar e Immanuel Wallerstein, Race, nation, classe, (1988), La Découverte , París, edición de 1998.

– Étienne Balibar, La philosophie de Marx, (1993) La Découverte, París, edición de 2001.

– Étienne Balibar, L´Éurope, l´Amérique, la guerre, (2003) La découverte, París, edición de 2005.

– Bertolt Brecht, Mutter Courage

– A. Deaton (1997), The Analysis of Household Surveys The World Bank, Johns Hopkins University Press

– Barry Eichengreen, Golden Fetters.(1992), Oxford University Press, Nueva York.

– Federico García Lorca, Poeta en Nueva York.

– F. A. Hayek (1988), The Fatal Conceit, Londres: Routledge

– K. Marx (1867) El Capital (1867), Edición española, Siglo XXI, Madrid, 1984

– Robert Nozick, (1974), Anarchy, State and Utopia, Oxford : Blackwell.

– Franz Neumann, Behemoth, (1942), edición española en Fondo de Cultura Económica, México 1983

– A. Sen (1992) Inequality Reexamined, Oxford , Clarendon Press.

– A. Sen y J. Foster (1997) On Economic Inequality (1997) Oxford , Clarendon Press.

– Alain Supiot, Homo juridicus (2005), Éditions du Seuil, París

– A. Supiot, «Law and Labour. A World Market of Norms?», New Left Review, mayo- junio 2006

– M. Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho


[1] Angus Deaton, The Analysis of Household Surveys (1997): The World Bank, Johns Hopkins University Press, p. 28.

[2] La obra de Sen es muy extensa, pero podrían destacarse Inequality Reexamined (1992) Oxford, Clarendon Press y en colaboración con Foster On Economic Inequality (1997) Oxford, Clarendon Press.

[3] Robert Nozick, Anarchy, State and Utopia, (1974), Oxford : Blackwell.

[4] Algo parecido sucede con la llamada escuela austriaca y en especial con la obra de Hayek. Éste, partiendo también del individuo como base para sus investigaciones, se muestra muy escéptico con el grado de formalización neo-clásica, pues considera que la incertidumbre en la que se mueve la humanidad es tal que creer que una inteligencia humana pueda ordenarla y más aún gestionarla es una «fatal arrogancia». Por tanto, frente al despotismo de un dictador benevolente, el mercado, fruto de las decisiones individuales de millones de individuos autónomos que disponen de un conocimiento limitado de la realidad, es la única institución que transmite información sobre las verdaderas intenciones y proyectos de los individuos, que asigna premios y castigos en función de sus méritos o deméritos y que en última instancia es garante de la libertad individual. Véase Friedrich A. Hayek, The Fatal Conceit, (1988), Londres: Routledge.

[5] Citado en Sen Inequality Reexamined, p.81 y en On Economic Inequality, p.197

[6] Amartya Sen, Inequality Reexamined, p.55 

[7] «En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinación para convertirse en una realidad, en algo que está fuera de cada uno de los que la comparte». Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho.

[8] Michel Aglietta y André Orléan, La Monnaie Souveraine, (1998), Odile Jacob, París. En este volumen, véase especialmente «La Monnaie Autoréférencielle: réflexions sur les évolutions monétaires contemporaines» de André Orléan.

[9] Las reflexiones sobre el dinero y sus funciones son originales de Karl Marx, concretamente del capítulo III de El Capital, (1867), edición española de Siglo XXI de España, Madrid, 1984.

[10] «El hecho de que el propio curso del dinero disocie del contenido real de la moneda su contenido nominal, de su existencia metálica su existencia funcional implica la posibilidad latente de sustituir el dinero metálico, en su función monetaria, por (…) símbolos.» K. Marx, p.153.

[11] Barry Eichengreen, Golden Fetters.(1992), Oxford University Press, Nueva York. Sobre la conflictividad social reflejada en el parlamento alemán y en los parlamentos europeos en general, véanse pp. 92-97. Para una exposición muy completa de la hiperinflación alemana, véase el capítulo 5, «The Legacy of Hyperinflation»

[12] Franz Neumann, Behemoth, (1942), edición española en Fondo de Cultura Económica, México 1983, pp.37-47.

[13] Véase al respecto, K. Marx, p.169.

[14] «Al desarrollarse la circulación de mercancías (…), se desenvuelven circunstancias que determinan una separación cronológica entre la venta de la mercancía y la realización de su precio. Basta indicar aquí las más simples de estas circunstancias. Un tipo de mercancías requiere más tiempo para su producción, otro tipo menos. La producción de algunas mercancías está ligada alas diversas estaciones del año. Una mercancía es producida en el emplazamiento mismo de su mercado, otra tiene que realizar un largo viaje hasta dar con el suyo.» K. Marx, p.164.

[15] «El afán de atesoramiento es ilimitado por naturaleza. Cualitativamente, (…) el dinero carece de límites, vale decir, es el representante general de la riqueza social porque se lo puede convertir de manera directa en cualquier mercancía. Pero, a la vez, toda suma real de dinero está limitada cuantitativamente y por consiguiente no es más que un medio de compra de eficacia limitada. Esta contradicción ente los límites cuantitativos y la condición cualitativamente ilimitada del dinero incita una y otra vez al atesorador a reemprender ese trabajo de Sísifo que es la acumulación. Le ocurre como al conquistador del mundo que con cada nuevo país no hace más que conquistar una nueva frontera.» K. Marx, p.162 (cursivas en el original).

[16] Para un modelo matemático fascinante, que reflexiona sobre la liquidez de los consumidores en un ambiente de incertidumbre (lo que en economía se llama restricciones al crédito), aunque indudablemente con una intención diferente a la planteada en este artículo, véase Deaton (1998), The Analysis of Household Surveys», en particular el capítulo 6, «Saving and Consumption Smoothing», pp. 363-72

[17] Para una reflexión muy interesante sobre estas mismas líneas, Étienne Balibar,La philosophie de Marx, (1993) La Découverte, París, edición de 2001, pp.62-4.

[18] Alain Supiot, Homo juridicus (2005), Éditions du Seuil, París, pp.233-4.

[19] Sobre el conflicto como fuente de vitalidad de la democracia, véase Étienne Balibar, L´Éurope, l´Amérique, la guerre, (2003) La découverte, París, edición de 2005, pp.125-134.

[20] «Como el dinero no deja traslucir qué es lo que se ha convertido en él, todo, mercancía o no mercancía, se convierte en dinero. Todo se vuelve venal y adquirible. La circulación se trasforma en la gran retorta social a la que todo se arroja para que salga de allí convertido en cristal de dinero (…) Así como en el dinero se ha extinguido toda diferencia cualitativa de las mercancías, él a su vez, en su condición de nivelador social radical, extingue todas las diferencias. Pero el dinero mismo es mercancía, una cosa exterior, pasible de convertirse en propiedad privada de cualquiera. El poder social se convierte así en poder privado, perteneciente a un particular.» K. Marx, p.161.

[21] A. Supiot, «Law and Labour. A World Market of Norms?», New Left Review, mayo- junio 2006.

[22] Estas palabras se encuentran en la página 16 del prefacio de Étienne Balibar e Immanuel Wallerstein, Race, nation, classe, (1988), La Découverte , París, edición de 1998.

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