En España el espectáculo de la política, interpretado por actores mediocres y ordinariamente agigantado por prensa, radio y televisión, ha de resultar bochornoso para la ciudadanía medianamente formada y atenta. Y ello, no sólo porque demasiados políticos han hecho de su oficio un mecanismo de depredación; no sólo porque las acciones personales o polí ticas […]
En España el espectáculo de la política, interpretado por actores mediocres y ordinariamente agigantado por prensa, radio y televisión, ha de resultar bochornoso para la ciudadanía medianamente formada y atenta. Y ello, no sólo porque demasiados políticos han hecho de su oficio un mecanismo de depredación; no sólo porque las acciones personales o polí ticas de otros ponen en evidencia la escasa ética del político en general; no sólo porque la oratoria que decora el diálogo de todos los parlamentos del mundo carece por lo común en España de una mínima elocuencia; no sólo por las imposturas, los renuncios, la traici ón de los líderes a sus postulados personales o ideológicos, unos más y otros menos en función de su ambición y expectativas; no sólo, en fin, porque el incumplimiento de promesas hechas en sus mítines y el enga ño a sus votantes, nada de ello ocasional ni esporádico ni específico de un solo partido, fuerzan a la ciudadanía a respirar una cotidiana atmósfera de escándalo que con fruición los medios de comunicación atizan y explotan sin descanso…
En otros países calmos, seguramente habrá también en la política corrupción y engaños: el ser humano, el político y la sociedad de la que proceden son éticamente endebles por definición. Pero son, aquí sí, casos muy aislados y generalmente de poco fuste en comparación con los incontables casos españoles. Pero sobre todo son de escaso impacto en la población que no por ellos, que se sepa, sufre penurias significativas . El bochorno allí suele ser circunstancial y pasajero, pues todo suele saldarse pronto con una dimisión. En esos países europeos a los que nos miramos como en un espejo, de pronto un buen día sabemos del plagio de un pol í tico desaprensivo , de las andanzas de un gobernante corrupto o de la traición de un descarriado. La noticia salta a todos los periódicos, radios y televisiones del planeta. Pero transcurrido un tiempo, todo el mundo lo olvida y pasa a la normalidad.
En España, en cambio, llevamos al menos diez años sin reposo de escándalo en escándalo. La malversación, el nepotismo, la prevaricación y los delitos tributarios se enseñorean de los juzgados, de las denuncias, de las tertulias, de los mentideros… Y es que es tan inevitable como palpable que la historia de las naciones decide. Y la historia de los últimos 100 años en España -guerra civil, dictadura y Transición maquinada incluidas- aparte los hechos sangrientos de toda la historia anterior, es lo bastante diferente de la historia de esos países europeos como para sentencia y sin temor a equivocarnos, la gran distancia en ética y en voluntad de convivencia estable y pací fica que media entre esos países y España. Pues no es lo mismo haber sufrido dos guerras mundiales casi consecutivas con toda suerte de vicisitudes dramá ticas y trágicas entre extranjeros, que una guerra intestina en el mismísimo siglo XX librada entre millones de españoles forzados a convivir bajo una bandera que en la historia sólo ha representado a los poderosos y a las clases sociales má s favorecidas por sí mismas, sin haberse cicatrizado todavía las profundas heridas de aquella guerra.
Así es cómo ya sabemos dónde se aloja la verdadera causa antropológica de nuestro retraso respecto a la Europa Vieja: en la historia, en el destino, en la fatalidad y en una férrea voluntad reaccionaria permanente en la gobernanza, contagiada ahora incluso a quienes hace treinta años abanderaron entusiasmados la causa de la progresía…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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