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La política del reconocimiento: ¿hay aún lugar para la universalidad? Anotaciones para el debate

Fuentes: Rebelión

I. La lucha por el reconocimiento: una lectura de la Fenomenología del espíritu. ¿Hasta dónde podemos rastrear los orígenes de la filosofía social de la modernidad? ¿Cuál es la teoría del ser social de una época histórica cuyo principal logro es la afirmación de la inmanencia de lo humano? [1] En palabras de Axel Honneth […]

I. La lucha por el reconocimiento: una lectura de la Fenomenología del espíritu.

¿Hasta dónde podemos rastrear los orígenes de la filosofía social de la modernidad? ¿Cuál es la teoría del ser social de una época histórica cuyo principal logro es la afirmación de la inmanencia de lo humano? [1] En palabras de Axel Honneth «La filosofía social de la modernidad comienza en el instante en que la vida social se determinó conceptualmente como una relación de lucha por la autoconservación» [2]. Honneth nos coloca de entrada en una cartografía cognitiva de la modernidad en la cual la vida es siempre relacional, es decir, implica la existencia de un sujeto y su otro; y más allá, esta relación es de lucha, o lo que es lo mismo, conlleva algún nivel de conflicto. Por lo que la política moderna se diferencia de la política antigua en el hecho de que ésta última era inseparable de la ética, estando la realización de la naturaleza individual siempre sujeta a los contornos de una vida comunitaria [3]. Es con la aparición de cierta preocupación técnica relacionada con la seguridad de la vida o sobrevivencia que las preguntas de la política antigua se transforman, abriendo un trayecto por donde comenzará a circular la moderna filosofía social que se hará cargo de atender la cuestión de lo político. De manera que las obras de Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes, y su teorización sobre el conflicto y la autoconservación, se convierten en fundamentos de la modernidad. La pasión que domina la nueva época será entonces la autoconservación.

Esta tradición que comienza con Maquiavelo, pero sobremanera con Hobbes, instalará como punto nodal de su preocupación a la cuestión del individuo. De esta manera se puede leer a esta tradición como una antropología del individuo, en la cual la afirmación de su independencia se convierte en el objeto a demostrar, para una filosofía política que, también a partir de Hobbes, busca emular a la «cientificidad» que posee la geometría luego del acontecimiento cartesiano. El estado de naturaleza será así el concepto clave para entender esta antropología de la independencia individual, cruzando trasversalmente las teorizaciones de Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, entre otros. Los cuales, si bien se distinguen en los sustantivo de sus posturas, se siguen moviendo en una misma episteme que tiene como finalidad demostrar la autonomía e indivisibilidad de lo uno. No es casualidad, como lo dijera Marx, que el individuo sea un producto histórico y no una ontología inmutable como siempre lo ha querido plantear la hagiografía liberal.

Hegel no será ajeno a este respecto, en el comienzo de la sesión dedicada a la Sociedad civil en su Filosofía del derecho sentenciará: «La persona concreta, la cual, en cuanto particular, es a sí misma finalidad, como una totalidad de necesidades vitales y un mezcla de necesidad natural y de arbitrio, es el principio primero de la sociedad civil» [4]. Para Hegel el individuo sigue siendo el punto de partida, antes bien, sus razones se encuentran en las antípodas de las razones de los teóricos del estado de naturaleza. La lectura que Hegel hiciese de la ilustración escocesa tendrá profundas influencias en su concepción del individuo, llegando a entender las penetrantes transformaciones que el comercio había introducido en la subjetividad moderna. Si la reflexión de Hobbes se producía en un momento donde la definición de la propiedad eclipsaba el debate sobre lo político, por lo que la autoconservación servía como artefacto que explicaba la sociabilidad, el momento histórico de Hegel le obligaba a partir desde un lugar distinto. Ese lugar era la dependencia mutua que Hegel encontró en la Riqueza de las naciones de Adam Smith: «ésta es una sociedad creada por la economía política: una sociedad aún urbana o «burguesa» (bürgerliche), pero transformada por las realidades modernas del intercambio colonial» [5]. La burguesía luchaba por desplazar el debate político a un ámbito duplicado pero al mismo tiempo escindido: por un lugar quería afirmar su derecho al comercio, i.e., la enajenación de mercancías, pero por el otro luchaba por la afirmación de los derechos ciudadanos. En todo caso, la dependencia y el reconocimiento había desplazado el debate, otrora anclado en la autoconservación.

El proyecto intelectual de Hegel era entender mediante la reflexión especulativa ésta transformación desde una nueva filosofía. Su punto de partida, como ya dijimos, es el individuo. Sin embargo, su preocupación reside en romper con la visión del individuo como sujeto que razona a partir de y que en ese razonar es capaz de hacerse de la autoconciencia. De acuerdo con Hegel en el proceso de la autoconciencia el en sí es solo un momento insuficiente, a la espera de un segundo momento relacional donde se produce el contacto con lo otro. Así, la autoconciencia como signo del individuo, se convierte en un ir y venir desde el en sí hacia lo otro, con regreso al individuo en la forma de igualdad de sí mismo consigo mismo. Hegel intenta sustraerse de las posturas para las cuales la conquista de la autoconciencia se convierte en un movimiento tautológico donde el sujeto consigue su propia identidad: el yo de su yo [6].

Por tanto, la conciencia considerada de manera solo individual o aislada, es la extensión sensible del individuo, su percepción sensible. Al contrario, ésta percepción sensible entendida como primer momento de un devenir de la autoconciencia, asume una figura de negatividad. Por lo que el mundo de lo dado, capturado por la intuición sensible, es siempre tendiente a ser transformado. La autoconciencia asume el mundo sensible con inconformidad ya que la verdad de este mundo es la identidad, mientras que la verdad de la autoconciencia es la contradicción. Hegel asociará un primer momento individual con la lucha por la autoconservación, caracterizado por «el no ser en sí y el carecer de subsistencia propia» [7]; o lo que es lo mismo, la afirmación de la individualidad y la disputa por lo sensible como forma de conquista de la subsistencia. En este primer momento podemos situar a Hobbes.

A este momento de individualidad se lo contrapondrá el momento de la universalidad caracterizado por la sujeción de la subsistencia y el despliegue de las diferencias [8]. En este sentido la conquista de la universalidad se convierte en una fluidez de disputas y conflictos donde lo que está en juego es la oposición de lo individual con respecto a lo otro, y por ende la unidad de lo individual consigo mismo. En sentido estricto, para Hegel una individualidad o identidad que no atraviesa los parajes de la universalidad ­ – la contradicción y el conflicto por el reconocimiento− para luego retornar a se encuentra incompleta, ya que «la superación de la subsistencia individual es también su producción» [9]. Inmediatamente, en un troque dialectico, señalará la importancia del individualismo simple, es decir, del deseo individual, en el devenir de la universalidad genérica o conciencia universal. El deseo del otro se convierte en una negación al deseo de , produciéndose una contraposición de apetencias, marco en el cual la autoconciencia puede desarrollarse como síntesis entre el en sí y su otredad: «la autoconciencia solo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia» [10].

Es en este punto donde encontramos la propuesta sustantiva de Hegel. En sus palabras: «la autoconciencia en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia; es decir, solo en cuanto se la reconoce» [11]. La esencia de la autoconciencia es su rechazo a la determinabilidad, la forma de este rechazo, que Hegel llama «desdoblamiento del concepto», se da como reconocimiento de su particularidad otra [12]. Según Hegel, la condición de verdad de la autoconciencia es su capacidad de superar a la forma singular de la autoconciencia otra; lucha que le sirve tanto para conocer su esencia, como para revelar la verdadera forma del en sí. La otredad se convierte pues en la mediación por la cual pasa la autoconciencia en su objetivo de unirse consigo misma, sin embargo, esta mediación es realizada por todas y cada unas de las autoconciencias particulares, convirtiendo al proceso del reconocerse en una disputa sin cuartel por la identidad, o lo que es lo mismo por determinar quién es el reconocido y quién el que reconoce [13] .

La problematización de Hegel comienza donde los teóricos de la autoconservación daban las cosas por finalizadas, a saber, cuando el yo afirma su identidad, o en otras palabras, donde se contraponen dos o más autoconciencias por el reconocimiento. Las autoconciencias particulares buscan en primera instancia la afirmación de su singularidad, convirtiendo a la otredad en objeto para la consecución de este fin. «Pero lo otro -señala Hegel− es también una autoconciencia; un individuo surge frente a otro individuo» [14], de ahí que a cada particularidad le corresponda fungir de lo otro y del en sí, habitando la dialéctica creación/aniquilación dentro de sí: aniquilación a lo otro, creación de lo uno. La lucha por el reconocimiento es así la disputa de la autoconciencias particulares con el fin de elevarse por encima de la otredad como forma de afirmación del ser para sí.

Por consiguiente, en la lucha por el reconocimiento habita un antagonismo existencial en el cual elevarse por encima de la otredad se convierte en la única forma de afirmar la autoconciencia propia. Antes bien, este antagonismo no puede ser llevado hasta sus últimas consecuencias, ya que la conciencia al nacer del reconocimiento necesita de la otredad para poder afirmarse. Dicho en jerga hegeliana, la otredad es siempre la negatividad absoluta. Sin la otredad, no triunfa la afirmación de la particularidad, sino que al contrario «desaparece el juego del momento esencial» [15], es decir, la autoconciencia pierde la oportunidad de mutar cualitativamente mediante el reconocimiento de su otredad. En este lugar tiene origen la política del reconocimiento, a saber, donde distintas particularidades luchan por la afirmación de su propia autoconciencia, donde la disputa política se da por determinar quién reconoce y quien es el reconocido, donde es compartido entre las particularidades en conflicto que la «vida es la posición natural de la conciencia» [16] y que por tanto atentar contra la vida del otro es atentar contra la mutación cualitativa de la autoconciencia. In nuce, la política está presente donde existe una disputa por determinar cuál es la conciencia dependiente y cuál es la conciencia independiente.

II. La política del reconocimiento: conflicto y universalidad en el presente

¿Qué importancia tiene hoy la política del reconocimiento planteada por Hegel? ¿Acaso tiene algo que decir sobre el concepto de lo político? El multiculturalismo contemporáneo parece plantear un reconocimiento radical en el cual se diluye cualquier tipo de universalidad en nombre del consentimiento/reconocimiento a las particularidades e identidades de la otredad, sin permitirse cuestionamiento alguno por las formas de opresión que se dan a lo interno de estas particularidades. Por su parte, el imperialismo euroccidental se autoproclama como el único portador de la universalidad, realizando una identidad entre capitalismo, democracia liberal y derechos humanos, que inhibe cualquier reconocimiento de la particularidad, y por tanto elimina la universalidad. ¿Acaso debemos conformarnos con el problema planteado en estos términos? ¿Qué elementos teóricos nos permitirían ir más allá de esta diatriba en apariencia irreconciliable?

En primer lugar debemos, siguiendo a Hegel, descartar cualquier solución ingenua al problema del reconocimiento. La lección radical de Hegel es que en la lucha por el reconocimiento no hay reconocimiento mutuo; una particularidad es la que reconoce y otra es la reconocida. Exploremos un poco el problema en términos de la metáfora de dominación amo/esclavo [17]. El Amo es quien se relaciona con la otredad como conciencia independiente: «una conciencia que es para sí, que es mediación consigo a través de otra conciencia» [18]. El amo es quien ejerce dominio sobre una conciencia otra y dependiente, la cual inhibe su esencia y se despliega como ser para otro. Ese desplegarse como ser para otro es el acto que convierte al esclavo en la particularidad que reconoce, del mismo modo que en la negatividad que permite que el amo afirme su conciencia. ¿Acaso no es la existencia de particularidades sin vocación universalista en síntoma univoco del dominio del euroccidentalismo a escala global?

La disputa por la emancipación es así una lucha por no asimilar en un marco relacional la cualidad de negatividad. Es amo aquel que se dispone a la transformación del mundo y para ello subsume a la otredad como algo no esencial. La cuestión clave para la política emancipatoria es que este disponer del mundo que hace el amo insertando al esclavo entre él y la cosa lo relega a una posición de dependencia ante la cosa. En otras palabras: el amo al subsumir al esclavo en la condición de «negatividad funcional» al servicio de su goce se convierte en una conciencia dependiente. Ocurre en este punto lo que Hegel denomina el momento del reconocimiento, que no es otra cosa que los reconocimientos parciales: el amo pretende actuar como esclavo y el esclavo como amo; el esclavo afirma su identidad particular y el amo también a la manera de una universalidad abstracta.

La diatriba entre un reconocimiento particularista y una universalidad imperial abstracta es falsa en tanto que son dos momentos del mismo reconocimiento parcial; son dos formas de lo pos-político [19]. De esto hemos sabido mucho en el presente status quo geopolítico. Ante ello, de lo que se trata es de recuperar la política en su vocación universalista. ¿Qué quiere decir esto? Desde el siglo XIX, inspirada en el propio Marx, a los movimientos emancipatorios los guió una vocación meta-política de lo político, la cual preveía que el conflicto como condición sine quo non de lo social eran características de las sociedades divididas en clases, ergo al desaparecer la sociedad de clases desaparecería el conflicto. Si bien la tesis metapolítica en ningún momento buscaba relativizar la importancia del conflicto en el presente, se convirtió en un subterfugio moral ante las derrotas de la izquierda en el siglo XX, inconscientemente implicaba que más allá de dichas derrotas la victoria del proletariado era incuestionable.

El giro hacia una política del reconocimiento nos permite salir de la concepción metafísica según la cual el conflicto como ontología de lo político es reemplazable por una sociedad pos-política y en un mismo movimiento recuperar a lo político en lo que tiene de conflicto como ese universal capaz de subsumir distintas particularidades. Tempranamente, Carl Schmitt en un gesto anti-hobbesiano y con profundas implicaciones para la izquierda había planteado que «hoy en día [1969] ya no es posible definir lo político a partir del Estado, sino lo que aún puede denominarse » Estado » debe determinarse y comprenderse, a la inversa, a partir de lo político» [20]. Mutatis mutandis, leída desde la política emancipatoria: hoy en día ya no es posible definir lo político desde un futuro meta-político que nos aguarda, sino lo que aún puede denominarse emancipación debe determinarse y comprenderse, a la inversa, a partir de una política del conflicto por el reconocimiento.

Teniendo en cuenta el factum de un periodo histórico en el que el dominio omnímodo del liberalismo se está desintegrando progresivamente, dejando el tablero político abierto para que radicales y conservadores disputen una hegemonía histórica. Nos encontramos transitando un periodo de conflicto por determinar quién es el que reconoce y quién el reconocido, caracterizado porque las particularidades forcluidas históricamente luchan por su identidad, mientras que en la otra acera, el falso universalismo liberal es cada vez más incapaz de reconocer particularidades que no sea funcionales a la acumulación de capital.

En este sentido hacer política emancipatoria implica transformar el mundo y para ello subsumir a la otredad como algo no esencial. A este postulado la moral liberal replica enarbolando su capacidad de incluir a la otredad con su respectiva esencia. La pregunta que debemos hacer al liberalismo a este respecto es si para incluir/aceptar a las distintas particularidades se cuestiona la esencia de la particularidad o en cambio cómo ésta afecta o no la esencia del capitalismo: la acumulación de capital.

El debate sobre si el antagonismo social es superable en una metapolítica, o si hay una particularidad que en su condición de no tener parte de lo social le permite reclamar la universalidad, o si hay una particularidad construida retóricamente capaz de asumir una significación universal, sigue abierto [21]. La contribución de la política del reconocimiento es el retorno a la condición inmanente del conflicto donde, como ya se dijo, afirmarse por encima de la otredad es la única manera de acceder a la identidad. La pregunta central pasa a ser: ¿Es entonces lo político y el conflicto la manera donde puede hacer aparición un singular universal?

Notas

[1] Cabe resaltar que estas preguntas son solo posibles en la modernidad, es decir, a partir de que el ser humano se convierte en objeto de su propio saber y por tanto en lo que Foucault denominó un duplicado «empírico-trascendental».

[2] A. Honneth, La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos morales, Critica, Barcelona, 1997, p. 15.

[3] Ibídem.

[4] G.W.F. Hegel, Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho. O compendio de derecho natural y ciencia del Estado, Biblioteca Nueva, Trad.: Eduardo Vázquez, Madrid, 2000, p. 251, § 182.

[5] S. Buck-Morss, Hegel, Haití y la historia universal, Fondo de Cultura Económica, México, 2013, p. 27.

[6] G.W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 108.

[7] Ibídem, p. 110.

[8] Ibídem.

[9] Ibídem.

[10] Ibídem, p.112. Énfasis en el original.

[11] Ibídem, p. 113.

[12] Véase: Ibídem.

[13] Ibídem, p. 115.

[14] Ibídem, p. 115.

[15] Ibídem, p. 116.

[16] Ibídem.

[17] Nos parece sumamente sugerente la tesis de Susan Buck-Morss en su Hegel, Haití y la historia universal donde realiza un desplazamiento de la interpretación de Amo y esclavo en Hegel como metáfora, para rastrear su conexión con la lucha de los esclavos en Haití durante la Revolución. Véase: S. Buck-Morss, Hegel, Haití y la historia universal, cit.

[18] Ibídem, p. 117.

[19] La pos-política es la política negada y sustituida por la administración de las cosas.

[20] C. Schmitt, Teología política II. La leyenda de la liquidación de toda teología política, en Carl Schmitt, teólogo de la política (Antología), H. O. Aguilar prologo y selección de textos, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 404.

[21] Véase E. Laclau, La razón populista, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005. Especialmente la II parte: La construcción de un pueblo; al igual que su encarnizado debate con S. Žižek rastreable en En defensa de causas perdidas, Akal, Madrid, 2005. Para un defensa de la metapolítica A. Badiou, Compendio de metapolítica, Prometeo editorial, Buenos Aires, 2008. Y para un argumento en contra de la metapolítica J. Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996. 

Malfred Gerig es sociólogo por la Universidad Central de Venezuela.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.