Recomiendo:
0

La política por todos los medios

Fuentes: Debate

La debilidad de los partidos políticos hace que las instituciones sean utilizadas como teatro para un espectáculo insustancial

«La guerra es la política por otros medios», dijo Von Clausewitz, transmutando con una frase feliz la realidad fatídica de que la guerra estalla, precisamente, cuando la política falla.

En forma paralela, que la política asuma hoy distintas formas y se cuele por distintos cauces es el signo de nuestro tiempo, cuando la política en términos clásicos, la política institucional, ha fallado o, por lo menos, está suspendida.
La política discurre en los medios, por los medios y para los medios (disimulada en la tarea pública sacrosanta de brindar información).

La política ocurre en los estrados de los tribunales (bajo el augusto fin de que «se haga Justicia»).
La política se privatiza, en términos de la vida personal de sus protagonistas. Si la corrupción es la privatización de lo público, su contracara es la publicidad de los gestos privados.

No se trata del culto a la personalidad de otrora. Se trata de la difusión, a través de las redes sociales, de los acontecimientos mínimos de sus vidas privadas («voy a preparar milanesas», «me estoy cepillando los dientes», «tengo insomnio») como para que quede en actas del cyberspace que ellos son gente «normal». Como si esas operaciones de exhibicionismo intencionado no los distinguieran y definieran de modo tan particular.

El paso de la política como acción colectiva a la política como espectáculo, en su individualización pasiva, seguramente ha contribuido a prevenir que el fracaso de los mecanismos de negociación democrática, la política clásica, no fomente la formación de un nuevo espiral de violencia. No es solamente la conciencia cívica del Nunca más -que, por supuesto y afortunadamente, la hay-. Pero es también apatía incentivada que se nos vuelve evidente en toda su dimensión cuando queda contrastada por la pasión republicana que despertó de su latencia durante los festejos del Bicentenario.

Como de las espectrales ramas de un árbol quemado nos es posible imaginar lo que fue su follaje.

La impotencia de la política en nuestras instituciones, en vez de guerra, deviene entonces espectáculo en todas sus instancias, también las institucionales: el tremendo drama humano de las familias que quieren paliar el dolor de sus hijos desaparecidos en la alegría de encontrar a sus nietos apropiados. Y que se haga justicia por el correspondiente crimen queda desplazado, en el caso Noble Herrera, por la saga de confusiones en la que se ha convertido lo que debería haber sido una simple recolección de datos de ADN.

La ineficacia del «poder del Estado Nacional» en eludir los vericuetos de la causa y las trapisondas de los abogados del Grupo Clarín para llegar a un esclarecimiento -sea el que fuere- que termine con los corrillos de rumores, resulta proverbial y es todo un indicador del «Estado en el que estamos».

Lo mismo sucede con las declaraciones del embajador Eduardo Sadous, ese «escándalo que no lo es», pese a todos los esfuerzos mediáticos por instalarlo en la opinión pública como tal. Las sospechas de corrupción en la relación entre los gobiernos de la Argentina y Venezuela han devenido sentido común. Pese a todo, no fueron aportados datos significativos que prueben algún delito. Las declaraciones de Sadous atestiguan, por un lado, el despecho tan típico de los diplomáticos cuando son radiados de asuntos importantes. Que la embajada argentina en Venezuela se enterara por los diarios de algún viaje del ministro Julio De Vido a Caracas se inscribe en el desprecio kirchnerista por las formalidades, pero no es en sí mismo prueba concluyente de ningún cohecho. Por el otro lado, Sadous da cuenta de rumores, trascendidos, confesiones privadas que, como se sabe, pueden ser absolutamente verosímiles, aunque no tengan ningún valor en sede judicial.

Dado que la declaración del embajador en reunión confidencial del Congreso ha servido para resguardar sus palabras como si hubieran sido pronunciadas bajo el «Cono de silencio» del superagente Maxwell Smart, el Gobierno ha solicitado que se les dé estado público, para así contrastar los dichos secretos, «a los que tuvo acceso» algún medio en particular, con lo que se dijo realmente. Resulta desopilante que se cite, para dar veracidad a la información, la versión taquigráfica de las declaraciones de Sadous y que, a esta altura, no sea publicitada para terminar de una buena vez con las dudas.

Algunos opositores argumentan que el pedido del Gobierno busca, en realidad, dar una señal cuasimafiosa a los empresarios que podrían declarar en la causa, al quedar expuestos los nombres de quienes habían comentado la existencia de coimas. Problema que puede ser neutralizado, simplemente, con guardar en reserva esos nombres en la versión para ser dada a conocimiento público.

De nuevo, el fracaso de la política institucional, esa negociación programática que sólo es posible con la existencia de partidos políticos, hace que la política utilice a las instituciones sólo como teatro para el espectáculo insustancial.
Pronto, la «actualidad conmocionante» será suplantada por otra, sin pena ni gloría, y así sucesivamente, siguiendo la máxima pragmatista de que «los problemas no se resuelven; sólo son reemplazados por otros».

Quizás toda esta exhibición de nimiedades sea posible debido al relativo aislamiento que la Argentina tiene de la pavorosa crisis económica internacional, tal como en Versailles las delicias cortesanas fluían jocosas en medio de las agitaciones sociales prerrevolucionarias. Que la Argentina pueda seguir disfrutando del crecimiento depende de que Europa especialmente (y también Estados Unidos) pueda rcuperarse de la aguda recesión que sufren sus países. O bien que otros países (China, India) pasen a ser los grandes motores de la economía mundial, ante el ocaso de quienes la dominaron hasta ahora. Una recesión global, inevitablemente, golpeará a las puertas de la Argentina, porque un mundo en crisis es un mundo que compra menos.

En lo que hace a la primera de las posibilidades, el encuentro del G-20 en Toronto no despierta demasiadas esperanzas: la ironía de que un grupo, constituido en el primer nivel de decisión política para coordinar acciones que solucionen la crisis, deje en manos de cada país el tipo de acciones que adoptará para salir de la crisis lo dice todo.
Tanto los condicionantes nacionales como, en menor medida, las apuestas ideológicas explican las divergencias entre los diferentes diagnósticos y terapias.

Estados Unidos, pese a haber desatado la crisis internacional por el desastre financiero de sus hipotecas subprime, ha disfrutado de la paradoja de inversionistas buscando refugio en el dólar y en los bonos de su Tesoro. De allí que pueda, sin mayores inconvenientes, lanzar un plan de estímulo gigantesco para que la economía real mueva su músculo y vuelva a generar consumo y empleo.

Europa, por su parte, necesita atraer inversiones y capitales frescos, y exhibe una ortodoxia que -más allá de sus vericuetos matemáticos- tiene, como toda base teórica, el simplismo de considerar que profesar airadamente el mismo dogma que el de los inversionistas (la seguridad jurídica, la austeridad fiscal, la reducción del gasto público, el aumento de los impuestos, todo eso que Paul Krugman llama economía del dolor) hará que esos capitales vuelvan ante el restablecimiento de la confianza.

Desde hace mucho tiempo se sabe que «el todo es más que la suma de las partes» y que, más allá de las demandas individuales, la confianza de los capitalistas nunca se recuperará si la adopción de políticas que, a pesar de ser las recomendadas por los inversionistas, no producen crecimiento.

Las «buenas intenciones» y el commitment con las dolorosas políticas ortodoxas no generarán la coordinación necesaria para que los capitales fluyan nuevamente a Europa, si la recesión no comienza a ser dejada atrás, cosa que impide la medicina recetada.

Y que China haya anunciado el abandono de su tipo de cambio fijo por la flotación de su moneda, el renminbi, no significa que ésta se vaya súbitamente a apreciar para regocijo de las balanzas comerciales del mundo.
Todavía falta mucho para una redefinición completa del paralelogramo de fuerzas mundial.
Todavía no ha llegado el atardecer.

Mientras tanto, el búho de Minerva, que dará cuenta de lo Nuevo, sigue en su nido.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar/2010/07/02/3024.php