La violencia no es un cuerpo extraño en las relaciones interhumanas. Por el contrario, es parte medular, fundante, definitoria de todas nuestras vinculaciones. Las relaciones entre seres humanos, entre grupos, entre naciones, están siempre marcadas por ella. Las relaciones políticas, en tanto una de las tantas expresiones del lazo social que nos une, están así […]
La violencia no es un cuerpo extraño en las relaciones interhumanas. Por el contrario, es parte medular, fundante, definitoria de todas nuestras vinculaciones. Las relaciones entre seres humanos, entre grupos, entre naciones, están siempre marcadas por ella. Las relaciones políticas, en tanto una de las tantas expresiones del lazo social que nos une, están así determinadas enteramente por esa violencia.
Hay que apurarse a despejar el equívoco de identificar violencia con hecho natural, con «esencia» de lo humano. Sería aventurado, presuntuoso quizá -o simplemente erróneo- afirmar con suficiencia que la historia de nuestra especie nos lleva a extraer la conclusión que somos violentos -y por tanto egoístas, competitivos, depredadores hambrientos de nosotros mismos- como si respondiésemos a un supuesto instinto, a una naturaleza irrevocable. Que hoy día el ser humano «confeccionado» en el molde de la propiedad privada y la lucha por el poder se haya entronizado y reine victorioso, no es suficiente para sacar la anterior conclusión. Si somos violentos al modo que sabemos que lo somos -el hambre del que muere tanta gente, que es no es un hecho biológico sino político, o las guerras, o cualquiera de las interminables formas que adopta la violencia sesgando vidas con velocidad siempre creciente- de ningún modo podemos decir que eso responda a una presunta conformación natural. Somos así porque un molde social determinado nos construye de esa manera. Nos alienta la esperanza de pensar que otro molde es posible, molde que podría haber sido el que existió en los millones de años que precedieron a las sociedades de clases basadas en la propiedad privada, e igualmente que podría ser el molde del futuro, dando como resultado otro tipo de sujeto, obviamente no vertebrado en la dinámica del poder como centro de todas las relaciones.
Si a partir de ese molde social -construido históricamente- podemos decir hoy que la lucha en torno al poder nos define, que es lo mismo que decir que la violencia nos define, entonces la política, en tanto ámbito «especializado» para el manejo de esas relaciones interhumanas, no puede dejar de ser violenta.
«¡A las armas ciudadanos! / ¡Formad vuestros batallones! ¡Marchemos, marchemos! / ¡Que una sangre impura /empape nuestros surcos!«
Este himno de guerra -que no otra cosa es- inaugura el mundo moderno en términos políticos, inaugura la era de los Derechos del Hombre («Hombre» como sinónimo de humanidad, valga agregar… ¡qué machismo!, es decir: otra forma de violencia), era de la fraternidad, de la ¿igualdad? Pero curiosamente… lo hace pidiendo sangre. Sin dudas podemos estar todos de acuerdo que nadie osaría calificar a la Marsellesa, cuyo coro es el citado más arriba, como una invitación al primitivismo sino, por el contrario, el broche de oro de una refinada elaboración intelectual. Pero por más «civilizada» que se pretenda, la violencia está marcando su totalidad. La sed de sangre no puede dejar de ser eso: sed de sangre, el deseo de terminar con el otro. Aunque la sangre en cuestión se considere «impura» (lo cual, por cierto, debería alertarnos sobre el sentido del pedido en juego: ¿cuándo una sangre comienza a ser «impura»?, ¿cómo y cuándo se «purifica»?, ¿matando a quien la porta?), pedir que corra es en sí mismo un hecho tremendamente violento. O sea que el mundo moderno, pretendidamente «civilizado», que se levanta sobre las injusticias de regímenes «primitivos», no deja de estar basado en la violencia más elemental: «matemos a ese portador de sangre impura».
Las relaciones interhumanas son siempre, en mayor o menor medida, relaciones de poder; y el ejercicio del poder siempre está indisolublemente ligado al recurso a la violencia. «El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su ‘ser-para-otro’. No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una ‘lucha a vida o muerte’ entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el ‘amo’ y el otro es el ‘esclavo'», sintetiza Marcuse leyendo a Hegel. Idea de lucha, de conflicto que dará como resultado la aparición del marxismo, quien hace de la lucha de clases el núcleo de esa dialéctica.
Esta dialéctica se inscribe en los términos de una lucha incesante, que se materializa en la aplicación concreta de una metodología violenta. Ninguna relación de dominación se establece sin la utilización de una fuerza, disuasiva a veces, operativa otras, pero que tiene que estar presente para afianzar que el poder es tal.
Poder va de la mano de violencia. Hoy, igual que nuestros ancestros, gana aquel que tiene «el garrote más grande». La famosa frase «la guerra es la continuación de la política con otros medios», del prusiano von Clausewitz, puede ser leída a la inversa: la política es la afirmación de un poderío basado, entre otras cosas, en una fuerza que puede llegar a ser usada, y que legitima la «dialéctica del amo y del esclavo». La política -incluso desarrollada por una casta de tecnócratas profesionales ad hoc cada vez más especializada como sucede hoy día-, la política en sentido moderno («arte de evitar que la gente tome parte en los asuntos que le conciernen», según Paul Valéry) es, en otros términos, el arte de ejercer una dominación antes de utilizar la violencia física, aunque recordando siempre que la misma es posible.
La dominación tiende a perpetuarse, y ello se consigue, entre otras cosas, por medio de la coacción física. Por otro lado, el dominado tiende a quitarse de encima la opresión, y el instrumento de que dispone para ello es igualmente la acción violenta. Por tanto se instaura un ciclo en el que continuidad y renovación van de la mano de la violencia. «La historia de la Humanidad» -dirá Marx- «es la historia de la lucha de clases», para completar la idea con la formulación: «la violencia es la partera de la historia».
Toda formación política -es decir: toda organización cultural- que nos hemos dado hasta ahora los seres humanos a través de la historia de las sociedades que instauran la propiedad privada, la división de clases -con no más de 10.000 años- es la manera como la dialéctica del amo y del esclavo se ha corporizado, siempre con el resguardo de la fuerza, del garrote -hoy día, del misil nuclear-. Hasta la actualidad ningún régimen político conocido (el esclavismo de los faraones egipcios, el jefe con su consejo de ancianos en una tribu reducida, la confederación inca o las democracias representativas surgidas de la Revolución Francesa, por poner algunos ejemplos) ha podido prescindir de los cuerpos de seguridad que lo resguardan, tanto interna como externamente. Inclusive la experiencia del socialismo real surgida en el pasado siglo no deja de transitar la misma senda.
La organización de las relaciones de poder entre los seres humanos legitima las diferencias, legitimando al mismo tiempo el uso de la violencia para su perpetuación. Para ningún pueblo conquistador el hecho de invadir, de hacer esclavos o de saquear al derrotado fueron injusticias. Ni lo son tampoco para el rey tener un pueblo famélico que trabaja para mantener la opulencia de su corona, o para el empresario capitalista pagar salarios miserables gracias a lo cual deviene millonario, o para el jerarca del partido comunista -tal como sucedió en cuestionables experiencias del balbuceante socialismo en sus primeros pasos- mantener privilegios irritantes. Todo ello, en definitiva, es el resultado de las relaciones políticas vigentes, de la forma en que se distribuye y ejerce el poder en el seno de la comunidad. En tal sentido, entonces, la política es la instancia por medio de la que queda organizada la violencia dentro de la sociedad. Y ella legitima, en última instancia, otras manifestaciones violentas, como el machismo, el racismo, el autoritarismo.
Cuanto más compleja la sociedad, más política; por tanto, más elaborada. Y lo mismo puede decirse hoy a escala planetaria. El grado de complejidad de las relaciones internacionales es abrumadoramente complicado, pero en definitiva se sigue repitiendo el mismo principio: quien detenta el garrote más fuerte impone las condiciones.
Los llamados a la «paz» y la «concordia» entre los seres humanos, más allá de buenas intenciones -no sin cierta dosis de ingenuidad quizá, ¿o de hipocresía?- no parecen haber prosperado. Ni pueden prosperar, por lo que la historia nos enseña. Las relaciones de poder no se negocian, no se arreglan en encuentros «civilizados» de buena voluntad. Por el contario, mal que nos pese, se modifican en la lucha. Los Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos -Marcs-, tan a la moda hoy luego de caído el muro de Berlín, parecen haber reemplazado a Marx. Pero más allá del llamado a una cultura de la negociación y el consenso, la violencia sigue siendo el motor de las relaciones políticas. «Cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo. Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos», pudo expresar sin empacho el candidato de Estados Unidos a Embajador ante la ONU, John Bolton, para expresar la idea con un ejemplo algo patético. La diplomacia, parece, tiene límites. Y la fuerza bruta sigue siendo la opción.
¿Estamos «condenados» a la violencia entonces? Así planteada, la cuestión es una aporía que no ofrece salida. Si somos productos históricos, queda la esperanza de poder generar otro tipo de sujeto, no constituido en torno al poder. El reto, que las primeras propuestas socialistas tomaron en serio aunque no terminaran su construcción, es darle forma a eso que hoy, todavía, parece una utopía inalcanzable: construir nuevas relaciones de poder, concebir una nueva idea de poder. Quizá, un poder no machista, no masculino, tal como ha sido la historia hasta ahora. El reto está abierto.
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