En los últimos años la política de clase ha sido sustituida, no en la realidad social pero sí en los medios de comunicación y los discursos de los principales partidos, por la política de la identidad. Una identidad anclada en el peor concepto de nación, la nación esencialista, orgánica, basada en un ethnos (grupo étnico […]
En los últimos años la política de clase ha sido sustituida, no en la realidad social pero sí en los medios de comunicación y los discursos de los principales partidos, por la política de la identidad. Una identidad anclada en el peor concepto de nación, la nación esencialista, orgánica, basada en un ethnos (grupo étnico siempre mítico) que reemplaza al demos (el pueblo, la mayoría de la población). Cuando los movimientos nacionalistas reclaman un estado para su propio ethnos y el ambiente político está fuertemente dominado por la divisoria de nación, los comunistas afrontamos serios dilemas teóricos. Raras veces la posición de defensa del eje de clase es fácilmente traducible al problema nacional concreto de la soberanía o el tipo de estado.
El problema se complica por el sorprendente hecho de que gran parte de la izquierda es ferozmente nacionalista. Una de las paradojas que encontramos los que defendemos una política internacionalista y de clase en territorios como Cataluña es que somos acusados de derechistas tanto por la izquierda nacionalista como por la no nacionalista externa al PCE. Podemos advertir dos polos extremos. Por un lado se encuentran amplios sectores de la izquierda de corte nacionalista, ecologista, altermundista, trotskista, estalinista o maoísta que asumen con entusiasmo el derecho de las nacionalidades a decidir su futuro y critican duramente el rechazo de IU y el PCE a la reforma estatutaria propuesta por el parlamento vasco. Por otro, existe una izquierda socialista que considera todo nacionalismo como reaccionario y se opone firmemente al derecho de autodeterminación. Un ejemplo especialmente brillante de esta posición lo podemos encontrar en Felix Ovejero, que asesta golpes letales cont ra la izquierda convertida al nacionalismo, aunque finalmente llega a conclusiones bastante discutibles.
Ovejero señala la incoherencia de considerar la defensa del derecho de autodeterminación como un asunto táctico dependiente de las circunstancias del momento. Los derechos deben ser incondicionales, porque de lo contrario dejan de ser derechos. Como la izquierda no puede justificar el derecho de autodeterminación con argumentos nacionalistas, en realidad no lo puede justificar en absoluto, ya que los problemas que se presentan para vestir racionalmente el reconocimiento de entidades como etnia, raza, identidad, cultura o nación sin recurrir a postulados esencialistas son verdaderamente insuperables. En última instancia, la delimitación del grupo a autodeterminar es siempre arbitraria y ningún estado existente es producto de decisiones voluntarias, sino de procesos históricos, guerras y revoluciones.
Esto es cierto. La autodeterminación es un derecho. Podemos no reconocerlo, pero si lo hacemos, el reconocimiento no debe depender de una consideración que sí es táctica: la apuesta por un modelo federal o confederal en el marco del liberalismo. La dicotomía federal-confederal tiene tres lecturas muy distintas: liberal, socialista y nacionalista. Desde la óptica liberal, el poder en el federalismo actúa de arriba abajo. La autoridad federal es la depositaria de la soberanía y establece tanto las autoridades de la federación como las de sus entidades federadas. En la confederación el flujo del poder se invierte. Las entidades confederadas definen los límites y atribuciones del poder de la autoridad confederal. Las partes pueden abandonar libremente una confederación, pero no una federación. Los sujetos de derecho en ambos casos son estados (uno o varios) integrados por demos divididos en clases.
Desde la perspectiva socialista -y también anarquista- federalismo y confederalismo convergen, ya que no se contempla la existencia de un poder que opere de arriba abajo. Todo poder se configura a partir de la asociación voluntaria de las partes que delegan atribuciones sobre la base de la confianza mutua. Rota la confianza, rota la relación, planteamiento que el socialismo extiende a todo tipo de relaciones entre individuos, siempre basadas en la elección no forzada y el respeto de las partes. Los sujetos de derecho son demos sin clases y los individuos que lo componen son siempre libres de dejar de pertenecer a su federación, confederación, nación, cultura, tradición o religión. Naturalmente, esto no sucede en la visión nacionalista. El sujeto de derecho es el ethnos y los grupos étnicos no nacen del libre acuerdo entre individuos; consecuentemente, tampoco pueden disolverse o escindirse voluntariamente. El federalismo para el nacionalismo es inaceptable, ya que no contemp la la plena soberanía. La única fórmula admisible es la confederación de estados-nación.
En la práctica las lecturas liberal, socialista y nacionalista de la dicotomía federación-confederación se mezclan caóticamente en las declaraciones políticas. Así, cuando un miembro de IU o del PCE asegura que el plan de reforma estatutaria debe rechazarse porque plantea una relación confederal con el resto del estado en vez de una relación federal, está contestando al nacionalismo con la interpretación liberal desde una formación política que sostiene una posición socialista del federalismo. El PCE defiende correctamente un sistema federal socialista y conviene tener en cuenta que no hay nada, absolutamente nada en los postulados teóricos de una izquierda socialista que lleve inexorablemente a optar por la defensa o no de un determinado modelo federal o confederal en el seno de un sistema liberal. En cualquier caso, una vez reconocido el derecho de autodeterminación, la decisión del modelo de estado debe ser tomada por el cuerpo electoral de la nueva nación, un electorado q ue será tan arbitrario y apoyado en fantasías históricas como el español, el británico o el iraquí. Nuestro reconocimiento de su derecho a la soberanía no debe cambiar; nuestra posición respecto al modelo de estado en el contexto liberal sí puede hacerlo.
Al leer las resoluciones y declaraciones de los diversos órganos y federaciones del PCE e IU se observa que algunos apuestan claramente por el derecho de las autonomías a la independencia y a otros tal derecho no les hace ninguna gracia. La posición que tanto el PCE e IU transmiten en la práctica a la ciudadanía está perfectamente sintetizada en el reciente titular de una entrevista a un dirigente de IU: «Los pueblos tienen derecho a la autodeterminación, pero nuestra posición es un sistema federal». Contraponer a la discusión sobre la soberanía la opción por un modelo federal es enfrentar dimensiones distintas y utilizar el federalismo como excusa para eludir la discusión de la soberanía. Nuestro respaldo a una reforma estatutaria debe depender de que concurran las condiciones adecuadas para que la población exprese su voluntad democráticamente. Si, como bien ha señalado el Partido Comunista de Euskadi, el proceso de reforma está dirigido por la derecha nacionalista tenemos que rechazarlo, pero no porque defendamos un estado federal, sino porque no queremos que esa derecha controle el proceso de autodeterminación en beneficio de una minoría privilegiada.
Estoy plenamente de acuerdo con Ovejero en que todos los valores que identifican a la izquierda son antinacionalistas. Sin embargo, considero que es consistente nuestro apoyo al derecho de autodeterminación. ¿Por qué? Porque la inversa no es cierta: todos los nacionalismos no son de derechas. Precisamente la explicación del nacionalismo de casi todas las variantes de izquierda surgidas o recuperadas a finales de los años 60 -y de los actuales movimientos sociales- radica en su identificación con los movimientos de liberación nacional en los países colonizados. En ningún caso se puede afirmar que todos esos movimientos eran reaccionarios, con independencia de que algunos estuvieran animados por leyendas absurdas. Ovejero asume que ningún nacionalismo es progresista y concluye la necesidad de negar el derecho de autodeterminación, ya que en una verdadera comunidad democrática no tiene sentido discutir la propia comunidad democrática. La argumentación sería impecable si no fuera por el pequeño detalle de que no vivimos en una verdadera comunidad democrática. No se trata de caer en el maniqueísmo de acusar de nacionalismo español a los que no defienden los nacionalismos regionales, sino de deslindar dos cosas conceptualmente distintas: nuestra posición frente a los nacionalismos y nuestro programa político no nacionalista.
Recientemente se han producido dos profundas divisiones en Izquierda Unida. En primer lugar, la partición de la coalición por la mitad en su última asamblea entre un sector verde Iniciativa y otro rojo MPS; a continuación, el enfrentamiento ante el Plan Ibarretxe entre un grupo de federaciones nacionalistas favorables a la propuesta y otro no nacionalista desfavorable. Noten que los cuatro bloques resultantes de estos dos ejes de fractura no coinciden: nación y clase son, aunque relacionadas, divisorias distintas y transversales entre sí. No es un simple ejercicio de álgebra política, es el problema teórico que se encuentra en la base de las inferencias lógicas que está recibiendo el electorado progresista. Las dicotomías soberanía vasca-soberanía española, federalismo-confederalismo y derecha-izquierda se están alineando en su mente así: soberanía vasca > confederalismo > izquierda; frente a soberanía española > federalismo > derecha. Justo lo contrario de lo que pretendíamo s y en parte la culpa la tenemos nosotros por mezclar los términos.
Nuestra relación con los nacionalismos ha pasado en la historia por todo tipo de situaciones, desde la oposición frontal hasta la coordinación estrecha. Actualmente colaboramos con numerosas formaciones nacionalistas y religiosas en los movimientos sociales y sus diversos foros. ¿Podemos llegar a esos foros y tildarlos a todos de reaccionarios? No, lo cual es un asunto completamente diferente de la naturaleza no nacionalista de nuestro programa político. Imagínense que, en la medida en que colaboramos con grupos confesionales progresistas en los movimientos sociales y contamos entre nuestras filas con personas que profesan diversos credos, fuéramos paulatinamente -como ya ha sucedido en los foros sociales mundiales- coloreando nuestros programas políticos con un tinte religioso, incorporando planteamientos espiritualistas y abandonando el laicismo. Bien, pues eso ha pasado con el nacionalismo. Aquí es donde no debemos ceder. Los nacionalistas deben saber que, en nuestro model o de sociedad, una persona que haya nacido y vivido toda la vida en Baracaldo, Manresa o Madrid no contará con la más mínima ventaja o privilegio frente a alguien recién llegado de Mogadiscio. Por muy intolerable que les resulte en función de sus tradiciones inventadas.