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La profesión militar: un absurdo

Fuentes: Rebelión

«Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los ejércitos». Subcomandante Marcos Está claro: un zapatero arregla zapatos, una enfermera cuida de los enfermos, una azafata atiende a los pasajeros en vuelo y un músico alegra el espíritu con la música. ¿Cuál es la función específica de […]

«Tomamos las armas para abrir paso a un mundo en el que ya no sean necesarios los ejércitos».

Subcomandante Marcos

Está claro: un zapatero arregla zapatos, una enfermera cuida de los enfermos, una azafata atiende a los pasajeros en vuelo y un músico alegra el espíritu con la música. ¿Cuál es la función específica de un militar? Matar. Un militar se prepara para la guerra, para eliminar enemigos: su oficio, lisa y llanamente es matar gente, matar otros seres humanos. Más aún: se llega al absurdo patético que cuantos más seres humanos mata, mejor profesional es. Se le premia por eso, se le condecora, se le nombra «héroe de la patria». ¿Cómo se ha llegado a tamaña irracionalidad?

Todos los oficios aportan un beneficio social: producen bienes y/o servicios que facilitan la vida, la mejoran, elevan su calidad. ¿Qué aporta un militar? ¿Quién se beneficia con el matar? Seguramente alguien, por eso existe la profesión. Las mayorías populares, no. Se podrá decir que están para «defender a la patria». ¿Podemos hoy día siquiera decirlo con un mínimo de seriedad eso? ¿Qué patria? Incluso el capitalismo globalizado actual ya está prescindiendo de la vieja idea de Estado-nación, simplemente porque no la necesita. ¿Quién se beneficia entonces de las guerras, del acto de aniquilar a otros?

Los militares, a los que nadie llama «asesinos», no son un caso patológico, una pústula social peligrosa, un tumor del cual el colectivo deba defenderse como sí debe hacerlo, por ejemplo, de un homicida psicópata, de un violador, de un desequilibrado que empieza a disparar a diestra y siniestra sin razón. Por el contrario, constituyen una corporación profesional reputada, bien pagada, de la que ninguna sociedad pareciera querer prescindir. Más aún: el ámbito humano donde más se investiga, donde más se invierte, que produce las más fabulosas ganancias en términos empresariales y que tiene la mayor cuota de influencia política es, nada más y nada menos, el que tiene que ver con lo militar, con la guerra, con la muerte. ¿Somos patéticamente absurdos los seres humanos en tanto especie?

Cualquier oficio, actividad o profesión brinda un aporte a la comunidad, y si falta se produce un vacío, se deja de recibir una prestación que viene a llenar alguna necesidad. Si faltan los zapateros, ¿quién haría o repararía los zapatos? Si no hubiera más enfermeras, ¿quién mantendría los sistemas de salud con su trabajo silencioso del día a día? ¿Qué pasaría si faltaran los basureros? Las montañas de basura nos taparían. Pero, si faltan los militares, ¿alguien se perjudica? Seguramente no la mayoría.

 

Esto es: la «raza» militar cumple una actividad que tiene como objetivo matar semejantes, no produce ningún bien de utilidad pública, podría desaparecer sin afectar a nadie. La pretendida «defensa de la patria» no da de comer a los ciudadanos de a pie. A no ser que estemos de acuerdo con que su oficio llena una sentida necesidad como los zapateros, las enfermeras o los basureros; pero, en realidad, no es el caso. Hasta incluso podríamos abrir la pregunta en torno a la necesidad de la así llamada profesión «más vieja del mundo»: ¿podrá haber sociedades sin trabajadoras sexuales? Interrogante de difícil respuesta seguramente. Pero el arte de matar, que ya está tan «normalizado» que no llama la atención, abre preguntas más complejas aún. ¿Para qué está entonces el cuerpo castrense? ¿Qué necesidad cubre? ¿A quién sirve? De los basureros, las enfermeras o incluso las sexoservidoras está claro su cometido; no así con los militares.

La respuesta a esta pregunta nos lleva forzosamente a revisar la distribución del poder en las sociedades, en la historia humana; son los factores de poder los que medran con la guerra, con la invasión, con el ataque. A más poder, más beneficios derivados de su ejercicio violento. El poder se mantiene y perpetúa por la fuerza, tanto por la amenaza de usarla, como por su uso concreto; y para eso están los encargados de ejercerla, los profesionales de la muerte. Pero hay que agregar inmediatamente: se benefician algunos, las elites, los grupos privilegiados. El común de la gente, no. La gran mayoría silenciosa, en todo caso, padece los efectos de esa profesión, cosa que no se podría decir de ningún otro gremio.

Por cierto, todo esto viene de lejos en la historia humana; entre las cosas que se repiten desde siempre en toda formación cultural está la guerra. Y ahí están, obviamente, los militares, desde los primeros guerreros con hachas y palos hasta la guerra de las galaxias con armamento nuclear. ¿Es nuestro destino? ¿Estamos condenados a matarnos, a ver en el «otro» diverso un enemigo que debe ser sometido a la fuerza? Hoy por hoy, lo repetimos, el oficio de la guerra es el más dinámico, el que mueve mayores recursos presentándose como imprescindible (¿qué país no cuenta con un cuerpo militar? La excepción, Suiza, hiperbólicamente confirma la regla: es el gran banco del mundo, y eso no se toca… ¡Para eso están los militares!). En esa lógica de «necesidad imprescindible» los militares pueden respirar tranquilos pues no se descubren signos de desocupación muy cercanos. Pero todo ello, justamente, nos debe llevar a abrir preguntas críticas. ¿Por qué esto es así? ¿Es ineluctable acaso? O si se quiere decirlo de otro modo: ¿vale más la defensa de la propiedad privada que la defensa de la vida?

 

La cultura del ámbito militar, su lógica, sus códigos, son incomprensibles para la vida no militar. La vida llamada normal, civil, no podría concebirse en aquellos términos. En el campo castrense -siempre, y en cualquier cultura- el objetivo es mantener un cuerpo de seres humanos dispuestos a entrar en combate pese a saber que en ello les puede ir la propia vida, y prontos a cumplir con lo que se le ordena. Esta falta total de pensamiento crítico («las órdenes no se discuten; se acatan») es el mecanismo que posibilita que pueda darse todo lo anterior; si no, sería radicalmente imposible. Es decir: una de las instituciones humanas más extendidas, desarrolladas y poderosas está asentada sobre la más absoluta irracionalidad. ¿Quién podría morir gozoso por «su bandera» si no fuera militar? ¿Quién podría sentirse orgulloso de ser una «máquina de matar» -como sucede con los comandos elites- si no se es militar? Sólo siendo del gremio castrense se puede llegar a esa posición. ¿Irracional diríamos? La lógica militar tiene mucho de eso. Los desfiles nos lo recuerdan.

¿Para qué se marcha? ¿No tiene algo de proverbialmente estúpido caminar de una manera nada natural, más bien payasesca, todos al unísono, siguiendo una voz de mando? Sin dudas sí, pero esa práctica -ejemplo extremo de la cultura militar- presentifica el espíritu que está en juego: se hace de manera ciega lo que el superior ordena, sin importar ningún tipo de consideraciones, sin cuestionamientos, todos al unísono.

Si entendemos las cosas a la luz de una visión funcional, pragmática, habremos de encontrar razón de ser a cuanta actividad se nos ocurra: hay prostitución, o narcotráfico, o tratantes de esclavos, o hay venta de órganos humanos, simplemente porque hay una demanda de todo ello. En ese sentido, cada producto o servicio responde a una necesidad, cumple una función necesaria, y los militares llenan un cometido social, así como lo hacen igualmente los torturadores o los sicarios: hay militares, hay profesionales de la guerra, hay gente que se prepara para destruir enemigos porque la especie humana necesitaría de ese recurso.

Pero ¿es ese nuestro sino?, ¿es genético? ¿Necesitamos de la muerte del otro? ¿Quién lo dijo?

Así planteado, todo parece bastante trágico, sin salida. ¿Es verdaderamente ese nuestro destino? Quizá no podamos afirmarlo ni negarlo de forma categórica, porque la guerra nos viene acompañando ya desde una buena parte de la historia y no se la ve desaparecer en lo inmediato; de lo que sí podemos estar seguros es que necesitamos inventar relaciones nuevas donde el recurso a la violencia física y la eliminación de «enemigos» -más los correspondientes profesionales encargados de implementarlas- terminen por sobrar. Si se trata de cuidar a capa y espada lo que se considera propiedad privada, el brazo armado es indispensable. Por tanto, el desafío en juego es grande, pero en definitiva, el meollo de la cuestión no está en el soldado propiamente dicho, en quien porta las armas y las sabe usar. Está en aquello que defiende. Y eso es lo que se trata de modificar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.