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Prostitución y redención

¿La prostitución nos hará libres?

Fuentes: Rebelión

1. En algunos de los artículos recientemente publicados en esta misma sección por Carlo Frabetti, Paul G. Masby y otros sobre el tema de la prostitución, llama la atención el hecho de que no parezca tratarse en ellos tanto de abogar por la legalización y regulación de ésta como una medida política encaminada a intentar […]

1.

En algunos de los artículos recientemente publicados en esta misma sección por Carlo Frabetti, Paul G. Masby y otros sobre el tema de la prostitución, llama la atención el hecho de que no parezca tratarse en ellos tanto de abogar por la legalización y regulación de ésta como una medida política encaminada a intentar mejorar de forma inmediata las condiciones en que se encuentran actualmente las mujeres que la ejercen (como sí es el caso de la mayor parte de los discursos a favor de la reglamentación procedentes de organizaciones feministas) cuanto de defender, en un plano abstracto, dos supuestos derechos: el derecho a vender -o a alquilar bajo la forma de la prestación de servicios sexuales- el propio cuerpo de una (persona), y el derecho a comprar en esa misma forma el cuerpo de otra. La cuestión aparece así -al plantearse de esta manera no sólo en los textos de Masby y Frabetti, sino también en algunos otros de los que les dan la réplica como el de Rafael Pla López Mitos sobre la prostitución, el de Ignacio Ramonet Sexo y mercado, o el recientemente publicado por Juan Jesús Rodríguez Fraile y yo misma con el título de ¡Putas a la vista!– como un problema quizás excesivamente especulativo e incluso un tanto metafísico.

Resulta difícil conseguir, en efecto, en tal caso, que la cosa no acabe convirtiéndose en una polémica más entre el Materialismo al que se remite Frabetti en su artículo Sexo, mercado e ideología -donde termina apelando a una realidad «brutal como la vida misma» (al hecho de que en los seres humanos -«como en los demás animales»- el comportamiento pueda verse como la resultante de: «tres pulsiones básicas, que constituyen los tres grandes vectores de la conducta: el hambre, el miedo y la libido»)- y el Idealismo al que parecía remontarse Ramonet en el suyo al hablar del cuerpo como «receptáculo de la personalidad y de la identidad» o al afirmar que: » si los hombres no considerasen como un derecho evidente la compra y explotación sexual de mujeres y menores, la prostitución y el trafico no existirían» -pudiendo dar la impresión de insinuar con ello que un simple cambio ideológico bastaría para acabar con esa realidad (como si las personas no fuésemos capaces de seguir actuando en contra de lo que pensamos y hasta de lo que sabemos con total certeza) [1] – .

Planteada así, la cuestión sólo parecería ser capaz de devolvernos, pues, una y otra vez, al círculo del eterno problema de si las personas humanas debemos entendernos antes como animales que como racionales o al revés, lo cual es tanto como preguntarse si fue antes el huevo o la gallina, porque el caso es que, como todo el mundo sabe, no hay -al menos en este mundo y si de lo que se trata es de hablar en él de algo real (es decir: de algo, y no de nada, o de todo)- forma sin materia, ni hay lo concreto sin lo universal, ni hay ninguno de los dos sin lo común, del mismo modo en que tampoco puede haber lo común sin todo lo demás. Se trataría, en tal caso, de una de esas preguntas sin respuesta o de uno de esos problemas sin solución de los que -como decía alguien- se ocupa, precisamente, la Metafísica [2] .

2.

Ciertamente los problemas que ha ido sacando a la luz el Feminismo desde los inicios de la Modernidad hasta nuestros días representan, en este sentido, uno de los terrenos más atractivos para el pensamiento filosófico actual, gracias a que en ellos afloran aún prejuicios metafísicos profundísimos -gordos, intactos, esféricos, como el ser de Parménides- que a la vez pueden contrastarse con conflictos y experiencias culturales muy vivas, con fenómenos sociales extraordinariamente tensos y actuales que se mantienen a veces en un equilibrio tan frágil como aquél del que se maravillaba el filósofo Heráclito. Hoy en día unos y otros van apareciendo como tales no sólo gracias a las reflexiones teóricas del Feminismo, sino también a las nuevas realidades surgidas como consecuencia de las conquistas obtenidas a través de las luchas políticas de reivindicación de los derechos de las mujeres [3] . Es así, en efecto, como hoy por hoy, algunos de esos prejuicios que lograban convertir en «misteriosos» y «mágicos» -por decirlo con las palabras de Virginia Woolf en Un cuarto propio– ciertos fenómenos sociales han ido saliendo a la luz, y el nombre de su causa primera o de su arché -que decían los griegos- (antes tenido por un ser mitológico al que las feministas radicales sacrificaban en holocausto durante los setenta sus sujetadores), puede hoy en día oírse en los propios labios del mismísimo Iñaki Gabilondo: el Patriarcado [4] .

Uno de los más importantes resultados de esa intensa labor teórica y práctica llevada a cabo por el Feminismo ha consistido en conseguir hacer aparecer como problemas políticos, como efectos causados por una cierta estructura de organización social presente en la práctica totalidad de las comunidades humanas empíricamente dadas -el Patriarcado o «la dominación masculina»-, pero que no por ello puede considerarse como menos contingente -como lo es por definición cualquier organización política (al contrario de lo que ocurre con los principios éticos, o con las verdades científicas que siempre han de pensarse como necesarias)-, numerosas cuestiones que antes, al verlas entera y necesariamente sumergidas en esa atmósfera, eran asumidas como pertenecientes al propio orden natural o moral de las cosas, es decir, como materias acerca de las cuales sólo podía decidir la Religión, la Tradición, el «sentido común» o la Biología y las Ciencias Naturales.

Por ejemplo hoy en día nos resulta difícil creer que todavía en la España de los años setenta hubiera que ir tratando de convencer a la gente de que el problema de los malos tratos a mujeres no era un mal social inevitable, una consecuencia necesaria de la impetuosa naturaleza viril (que la mujer debía aprender a atemperar con su dulce sumisión) o un asunto privado y doméstico que los matrimonios tenían que resolver en su casa -o, en el peor de los casos (cuando el agresor tenía muy muy mal carácter), regresando la mujer a la casa de sus padres-, que no se trataba de un problema que hubiera que resolver «con más amor» -como todavía se escucha por ahí-, sino de algo que había que abordar políticamente. Curiosamente, cuando se empezó a comprender que esto era así, la manera de abordar políticamente esa cuestión en ningún momento se concibió, además, en términos de la necesidad de fomentar la autonomía de las amas de casa a título particular: regulando su situación y convirtiéndolas en dignas profesionales del servicio doméstico con una remuneración apropiada y unos derechos laborales contractualmente reconocidos; sino, por una parte, abriendo vías de acceso para esas mujeres al ámbito público -es decir: poniendo a su alcance mecanismos políticos efectivos de denuncia de los abusos y las agresiones a las que estaban sometidas, y mecanismos políticos efectivos de integración (de superación de la situación de indigencia o de dependencia en virtud de la cual se habían visto obligadas a soportar dichos abusos mediante políticas educativas, de inserción laboral, etc.)- y, por otra parte, abriendo vías de acceso para los varones al ámbito doméstico -esto es: impulsando políticas de conciliación de la vida laboral y profesional, campañas de concienciación sobre corresponsabilidad doméstica, etc.-.

3.

Al igual que en cualquier otro terreno en el que se concentra en un momento dado la reflexión teórica con cierta intensidad, en el plano de las cuestiones sacadas a la luz por el Feminismo algunas como la de la prostitución se acaban convirtiendo en algo así como focos de problematicidad debido, por ejemplo, a que se trata de lugares en los que es posible reconocer con gran nitidez, en un momento dado, a las distintas posiciones encontradas, y hasta ponerles nombre -nombres comunes («prohibicionistas», «abolicionistas», «reglamentaristas»…) y hasta nombres propios-. Lamentablemente en la misma medida en la que esto contribuye a enfocar el asunto y a identificar y exponer con mayor claridad los argumentos que se proponen por cada parte, y los principios (materiales o ideales) que los inspiran -obligándolos a explicitarse y a justificarse-, puede llevar también a una cierta intelectualización de dichas cuestiones, a unas exposiciones demasiado abstractas y generales, o bien a todo lo contrario, a una excesiva concentración en el caso concreto y en el contraejemplo, convirtiéndose la cosa hasta tal punto en una contraposición de puntos de partida o en una cuestión «de principios» que se acabe tomando por el verdadero enemigo al adversario crítico en lugar de al propio problema que se trata de resolver. Cuando el problema se ha transformado finalmente en una cuestión de principios -científicos o morales- dado que los principios son algo -como decíamos- enteramente necesario e inflexible, si se parte de principios opuestos -como lo pueden ser, por ejemplo, los de los idealistas y los de los materialistas- sólo se puede acabar dando vueltas -a veces enormemente fructíferas para la capacidad de reflexión de los sujetos que las dan cuando se consigue que no se conviertan en círculos viciosos- alrededor de uno de esos problemas sin solución o a una de esas preguntas sin respuesta de las que hablábamos al comienzo.

Sin embargo, cuando el problema se consigue plantear no sólo como un problema teórico -si es que los hubiera sólo teóricos-, o no sólo como un problema moral o práctico, sino como un problema político, entonces quizás puede llegar a ser posible que incluso quienes sostienen posiciones radicalmente enfrentadas desde principios absolutamente opuestos consigan llegar a ponerse de acuerdo respecto de la solución mejor y más justa para el mismo, es decir, no con respecto a los fines, sino con respecto a los medios. En efecto, en la medida en que en un problema político de lo que se trata es de la contingente y provisional manera de organizarse las personas para tratar de resolver juntas un problema concreto que las afecta realmente a todas ellas -aunque no de la misma manera-, y no de la innegociable necesidad con la que a esas personas se les presenta un verdad científica o una ley moral -necesidad a la que traicionarían si dijeran otra cosa distinta de la que dicen, o mejor dicho, a la que no podrían ni siquiera traicionar para conseguir aceptar honestamente como verdadero o como bueno algo que no pueden reconocer como tal-, en esa medida, decíamos -esto es: cuando se trata, pues, de lo contingente, y no de lo necesario, de los medios, y no de los fines- es posible -por difícil que sea- llegar a un acuerdo, y hasta es posible hacerlo -aunque eso ya es «el más difícil todavía»- sin traicionar los principios que se defienden. En efecto, por misterioso e incomprensible que ello resulte -al menos para los dioses- ese acuerdo es posible -al menos para los humanos-, y no sólo allí donde principios distintos persiguen los mismos fines o defienden los mismos intereses, sino también allí donde persiguiendo fines o defendiendo intereses distintos e irreconciliables se reconoce un determinado medio -por ejemplo un cierto conjunto de medidas políticas, o una determinada ley que establezca ciertas reglas de juego más equilibradas- como el mejor también para defender los ideales del propio partido o los intereses de sus partidarios -que no tienen por qué ser siempre concebibles únicamente en términos de intereses particulares [5] -.

4.

Ahora bien, este misterio del consenso político ha recibido, no obstante, diferentes interpretaciones. Cuando los seres humanos se ponen políticamente de acuerdo las razones que les llevan a hacerlo pueden entenderse de dos modos. Según el padre del contractualismo moderno (Thomas Hobbes), son, como es sabido, los intereses particulares de autoconservación, de seguridad, de paz, etc. los que les llevan a asociarse y a renunciar a guiarse únicamente por sus principios (que Hobbes concibe en términos bastante materialistas, todo sea dicho, y casi casi como reducidos a aquello de » el hambre, el miedo y la libido») para elegir junto con otros aquellos medios (leyes civiles, medidas políticas, etc.) que creen que les permitirán servir mejor a esos fines suyos poniéndose a salvo de la mayor amenaza que pesa sobre ellos: la arbitrariedad (de los otros). Según la madre -si se nos permite este uso metafórico del rol tradicional- del contractualismo moderno (Jean-Jacques Rousseau) es, en cambio, el interés general el que lleva a los seres humanos a buscar acuerdos que les permitan unir sus fuerzas para luchar en contra de ese enemigo común: la necesidad (el estado de necesidad al que continuamente amenaza con reducirle la naturaleza). La defensa del interés particular y la defensa del interés general han llegado así a convertirse en los principios que han inspirado las luchas políticas modernas, si bien concibiéndose en unos casos la defensa de los primeros como la condición de posibilidad de cualquier defensa de los segundos (concebidos como los de la totalidad distributiva de los de todos los individuos) y en otros casos la defensa de los segundos (concebidos como totalidad colectiva) como aquello a lo que debían subordinarse los primeros.

Esta diferencia de «talante» puede observarse ya en dos textos casi contemporáneos. La Declaración de Derechos de Virginia de 1776 comienza diciendo: «Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes, y poseen ciertos derechos inherentes a su persona, de los que, cuando entran a formar parte de una sociedad, no pueden ser privados por ningún convenio; a saber: el goce de la vida y libertad y los medios de adquirir y poseer la propiedad y de buscar y conseguir la felicidad y la seguridad». Los primeros derechos recogidos en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 comienzan afirmando por su parte que: «1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que sobre la utilidad común. 2. El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión. 3. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo ni individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella, …». Puede que, al final, sea lo mismo una cosa que otra, pero… como que no es igual.

Esa diferencia de talante o de énfasis hace que pueda decirse que mientras que unas posiciones políticas pretenden defender a la sociedad defendiendo los derechos particulares de los individuos que la componen, o defender a los individuos particulares poniendo límites a la presión que sobre ellos pueden llegar a ejercer las necesidades sociales, otras pretendan defender al individuo defendiendo los derechos sociales reconocidos en la comunidad política a la que pertenece, o defender a la sociedad poniendo límites a la arbitrariedad de los individuos. Como esto va siendo ya un lío bastante serio, lo mejor es decirles a los unos que se sienten en la parte de arriba de la asamblea (en la montaña) y a los otros que se sienten abajo (en la gironda), o mejor -para que la cosa no parezca tan jerárquica- que se sienten los unos a la derecha -por ejemplo esos que dicen que hay que defender a toda costa los derechos de los individuos- y los otros a la izquierda -los que dicen que no, que antes hay que defender los de la sociedad-. Así pues, una vez todos sentaditos en un lado o en otro, se levantan las manos y se votan las cosas, pero ¡cuidado!, no todos los que se sientan a la derecha deben levantar necesariamente la mano derecha, ni tampoco los de la izquierda tienen que levantar siempre la mano izquierda (por que entonces bastaría con sentarse y contar los culos, no las manos). Cada uno debe votar de acuerdo con lo que le dicten sus principios, si, pero también ayudado su -digamos- «sentimiento de la diferencia entre la mano izquierda y la derecha». Es decir, la política se parece más que a la M-30 -donde sólo se puede ir por carril izquierdo o por el derecho a toda la velocidad que se pueda- a la yenca: «izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, un, dos, tres». Sin embargo, eso no quiere decir que no haya, a pesar de todo, una clarísima diferencia entre la izquierda y la derecha -incluso cuando podemos decir que un partido de izquierdas hace una política de derechas o viceversa (?)-. Puede que se dar dos pasos hacia la derecha para poder después dar tres hacia la izquierda, pero cuando se está yendo a la derecha se sabe con claridad, por más que luego se intenten contar las cosas de aquella manera. Ir a la derecha es anteponer -por las razones que sea (a veces puede que muy legítimas o muy justificables)- los derechos particulares del individuo al interés general. Ir a la izquierda es anteponer el interés general -a veces por unos medios muy equivocados y por unas razones muy perversas- al particular. Quizás por eso resulta a veces tan difícil saber qué mano hay que levantar, y la única manera de aclararse es no levantar siempre la misma, por principio, sino examinar bien cada caso concreto, cada realidad que se trata de juzgar políticamente tal y como efectivamente se nos presenta, y no como podría, debería o querríamos que fuese. No hay más remedio que hacerlo así.

5.

Pues bien, el caso es que si queremos plantear el problema de la prostitución en términos políticos hemos de empezar por tener en cuenta que un problema político es siempre -como decíamos- un problema concreto que afecta realmente a las vidas de algunas personas, esto es: que no las afecta a todas -ni tampoco a ninguna-, o bien que no las afecta a todas de la misma manera o en la misma medida, y por eso es tan importante tomar siempre como punto de partida a la hora de abordarlo a cuántas personas afecta, a cuáles, en qué relación se encuentran aquellas personas a las que afecta de distinta forma y de qué modo las afecta en cada caso. Cuando se trata de un problema político hay que responder a todas estas preguntas, en efecto, de una manera muy distinta a como se hace al intentar resolver un problema meramente teórico cuyo enunciado puede empezar perfectamente diciendo: «dada una línea recta de longitud infinita y un punto si extensión…. etc.» [6] .

En el caso de la prostitución hemos de empezar reconociendo que la practica totalidad de aquellas personas cuyas vidas se ven más directamente afectadas por el asunto son del sexo femenino [7] , y la práctica totalidad de ellas son personas que han sido vendidas por sus familias y/o traficadas, y que son explotadas sexualmente durante toda o la mayor parte de sus vidas [8] . Vamos, lo que se dice «las párias de la tierra» [9] . También en un país desarrollado como España son mujeres la práctica totalidad de las personas que ejercen esta actividad, y también aquí la práctica totalidad de ellas han sido traficadas -es decir, se encuentran en España en situación irregular y han sido traídas hasta aquí por organizaciones mafiosas exclusivamente para ejercer la prostitución- y están siendo, hoy por hoy, explotadas sexualmente -esto es: trabajan sin recibir siquiera un salario al margen de su manutención y sólo para satisfacer las elevadas deudas contraídas con los traficantes que las han traído hasta nuestro país [10] -. Esta es ahora mismo la situación real de la práctica totalidad de esas personas tal y como nos la presentan no sólo las instituciones públicas y las autoridades -por ejemplo en el informe recientemente publicado por la Guardia Civil sobre la situación de las mujeres prostituídas que se encuentran en España-, o las organizaciones abolicionistas en todo el mundo, sino también las propias organizaciones que defienden la reglamentación o al menos las que lo pretenden hacer desde posiciones feministas.

No es imposible, ciertamente, que haya mujeres prostituidas -como aquellas con las que ha hablado Fernando León- que afirmen no encontrarse actualmente en ninguna de esas situaciones -y así se recoge también en esos informes- o incluso que haya mujeres prostituídas que afirmen estar muy contentas con su profesión o hasta que haya hombres que se prostituyan, pero, desde luego, nadie podría negar, en serio, que, hoy por hoy, éstas (y/o éstos) no sólo no constituyen la práctica totalidad de las personas que se dedican a esa actividad, sino que tampoco son la parte cualitativamente más desfavorecida de ese colectivo. No obstante podría ser que no siendo ni la parte más numerosa, ni la parte más desfavorecida, esas personas estuviesen defendiendo, al reivindicar su derecho a prostituirse, un derecho fundamental de la persona, una libertad básica como aquellas que se recogen -en términos absolutos- en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU, de manera que el respeto a tal derecho no pudiera verse como un problema político, sino como una innegociable cuestión de principios -como lo es cualquier asunto en el que esté implicado el respeto a los derechos fundamentales de las personas con los que nunca puede trapichearse políticamente ni siquiera para servir mejor al bien común sacrificando los derechos básicos de un solo ciudadano, que son «sagraos»-.

6.

En efecto, en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, mientras que algunos derechos aparecen formulados en términos absolutos -como ocurre, en efecto, con el derecho de todos los seres humanos a nacer libres e iguales (art.1), o con el derecho de todos ellos a no ser discriminados por razón de raza, color, sexo, idioma… (art.2), su derecho a la vida (art. 3), el derecho a no ser esclavizados (art. 4), torturados (art. 5), ni privados de la personalidad jurídica (art. 6) o de los medios para hacerla efectiva (art. 7 y 8)-, hay otros que se formulan de otro modo: en términos relativos, como por ejemplo el derecho a no «ser arbitrariamente detenido» (art. 9), el derecho de todo ser humano a no ser «arbitrariamente privado de su nacionalidad» (art.15) o a no ser «privado arbitrariamente de su propiedad» -el subrayado es nuestro-. Se entiende, pues, que por legítimos y fundamentales que pudieran llegar a ser estos últimos derechos, puede existir una causa que haga necesaria su suspensión temporal o indefinida, si bien esa causa no puede ser la simple arbitrariedad, sino sólo una -digamos- causa primera o anterior con respecto a ellos, algo que (por ser causa) no puede ser tanto un derecho cuanto un deber, a saber: precisamente el «deber de comportarnos fraternalmente los unos con los otros» al que nos encadena el artículo 1 de esta misma declaración: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros» [11] .

Alguien podría sostener que el derecho a prostituirse en tanto que manifestación de la «libertad» o de la «autonomía» de la persona, por ejemplo, está dentro del rango de los derechos y libertades fundamentales del ser humano recogidos en esos primeros artículos que no se pueden negociar ni suspender por minoritarios y privilegiados que sean aquellos que los pretenden hacer valer, o que debería estarlo como manifestación de la libertad sexual (concebida en términos neo-libertarios) o de la libertad de empresa (concebida en términos neo-liberales). Esto nos permitiría establecer un interesantísimo debate metafísico acerca de la cuestión [12] , debate en el que enseguida saldrían a relucir la dualidad alma/cuerpo, o la naturaleza de la persona humana y del origen de su dignidad, el origen del pacto social (sea según el padre o según la madre que lo parió -por seguir con nuestra metáfora-), etc., y ese debate no sólo ya se ha iniciado en otro lugar sino que, sin duda, continuará dando vueltas durante mucho tiempo alrededor de estas cuestiones (si el tiempo lo permite).

Sin embargo, lo que se sostiene más bien desde el reglamentarismo -al menos desde el feminista- no es, obviamente, que el derecho a prostituirse sea un derecho humano fundamental sino que ese derecho debe defenderse -siquiera en los países desarrollados- como una vía legítima de acceso a la riqueza (como un derecho análogo, pues, a la libertad de empresa o al derecho a vender o alquilar una propiedad o a otros civiles entendidos en tanto que derechos relativos), y que su reglamentación permitiría, hoy por hoy, poner ingresos directamente en las manos de las mujeres -y, además, inmediatamente en manos de las más desfavorecidas- sustrayéndolas así, por una parte, mediante la regulación, de aquellas condiciones de tráfico y explotación en las que se encuentran actualmente de forma mayoritaria, y permitiéndoles, por otro lado, obtener unos recursos gracias a los cuales puedan llegar a decidir por sí mismas si quieren seguir ejerciendo esa actividad o bien dedicarse a otra cosa. Esto significa que el reglamentarismo feminista -sea del signo que sea- no plantea realmente la cuestión como una cuestión «de principios», sino, más bien, como un asunto de conveniencia o de estrategia política, como un problema político al que se propone dar una solución -provisional y contingente como todas las que se elaboran en ese ámbito- que mejore efectivamente la situación en la que se encuentran las personas afectadas por esa situación.

7.

Una vez puestos en situación de examinar el problema en términos políticos podríamos, entonces, empezar a discutir seriamente, en primer lugar, si las políticas reglamentaristas son capaces de ayudar realmente en esos términos a las personas que ejercen la prostitución, es decir, si son -dejando por el momento de lado el debate filosófico relativo a la posibilidad de regular una práctica como esa sin poner en serios aprietos a la defensa eficaz de los Derechos Humanos- realmente capaces de ayudar a la inmensa mayoría (que es, además -como decíamos- también, no lo olvidemos, la parte cualitativamente más desfavorecida)- de las personas que ejercen la prostitución a mejorar su situación, o bien si sólo servirían para beneficiar a una pequeña parte -y, además, la más favorecida- a costa no ya de mantener sino de empeorar la situación del resto -como ocurre a menudo con otros derechos como los de propiedad o libre empresa que, aunque se les reconozca el título de derechos, han de suspenderse a veces para llevar a cabo una expropiación aunque con ello se perjudiquen intereses legítimos de una parte de la sociedad a quien se considera no obstante, menor o menos desfavorecida que el resto o que el total-.

Pues bien, la reglamentación de la prostitución no es una medida capaz de ayudar a mejorar la situación de la inmensa mayoría de las personas que la ejercen, por más que sí lo pueda efectivamente hacer con respecto a una pequeña minoría -y más bien en el caso de aquellas (pero sobre todo aquellos) que se dedican a esta actividad en calidad de «empresarios de servicios (sexuales)», es decir, que lo que ejercen es el proxenetismo [13] -. Existen, en efecto, algunos países como Alemania, Holanda y Australia en los que -sea por convicciones materialistas o idealistas- se ha llevado a cabo hace más o menos tiempo (en Australia desde 1984) tal regularización, y no sólo los movimientos de oposición a la misma, sino las propias autoridades de esos países responsables de haber puesto en marcha tales medidas reconocen que ello no ha contribuido a mejorar en lo más mínimo la situación de la práctica totalidad de las mujeres prostituídas en dichos países -los informes están ahí y pueden consultarse cuando se quiera- y que esas personas siguen llevando a cabo esas prácticas exactamente en las mismas condiciones después de la legalización, ya sea porque sean esas mismas condiciones las que se han legalizado [14] , o ya sea porque lo siguen haciendo ilegalmente para evitar los controles -sobre todo fiscales- que conlleva la legalización [15] .

En relación con las personas que ejercen la prostitución fuera de esos países, en el resto del mundo, su situación no sólo no ha mejorado gracias a aquellas medidas, sino que puede decirse que ha empeorado, dado que el número de mujeres traficadas desde otros países hasta aquellos en los que esas prácticas se han legalizado para trabajar en negocios de prostitución -legales o ilegales- ha aumentado espectacularmente durante el tiempo en el que llevan dichas medidas en vigor (en mucha mayor medida de lo que lo ha hecho en otro países en donde no se han adoptado esas medidas reguladoras). Algo parecido ocurrió en España cuando la reforma del Código Penal introdujo la distinción entre prostitución «forzada» y «voluntaria» abriendo las puertas al establecimiento en nuestro país -que fue un auténtico desembarco entre ese año y el 2003 en que volvió a reformarse para eliminar la distinción- de grandes organizaciones dedicadas al proxenetismo -legal entonces siempre que las mujeres prostituídas prestasen sus servicios «voluntariamente» (aunque sin especificar cómo habría de garantizarse esa «voluntariedad»)- produciéndose un aumento espectacular del tráfico (que sí seguía siendo ilegal) y de las situaciones de explotación (que también continuaban, obviamente, siendo ilegales), hasta tal punto que los mismos partidos que habían puesto en marcha la medida llevaron a cabo su discreta retirada.

No hace falta -insistimos en ello- acudir a los textos, a los informes y a los documentos publicados por los movimientos políticos opuestos a la reglamentación, basta con consultar los emitidos por las propias autoridades locales de aquellos países o de nuestro país; y si bien algunas de esas autoridades -tratando de ser fieles a su ideales o intereses materiales)- siguen creyendo en la justicia y hasta en la eficacia de sus medidas, también George Bush confesaba hace poco públicamente su firme convicción de que Dios le había elegido para pacificar a bombazos el Oriente Medio y para redimir a la humanidad, y no obstante -sin entrar a discutir el idealismo o el materialismo de nadie- los documentos emitidos por las propias autoridades norteamericanas encargadas de aplicar esas medidas políticas bastan ya para cuestionar la eficacia de los métodos que está usando para conseguirlo.

8.

Ahora bien, aunque la reglamentación no beneficie a la inmensa mayoría de las personas que la ejercen podría ser que, beneficiando a una minoría de ellas pudiese acabar beneficiando al todo, a la totalidad colectiva constituida por la mayoría desfavorecida y la minoría favorecida por la medida, al perjudicar a aquella en mucha menor medida de lo que beneficia a esta. En nombre del -así llamado- «bien común» -en donde se incluye tanto a las mayorías como a las minorías en, como decíamos, una totalidad colectiva (no distributiva)- pueden llevarse a cabo tanto establecimientos como prohibiciones de monopolios, privatizaciones o expropiaciones y nacionalizaciones (con o sin indemnización), leyes que regulen y reconozcan el derecho de huelga o imposiciones de servicios mínimos, etc. cosas, todas ellas, que siempre perjudican a uno (que a veces son la mayoría) para favorecer a otros (que a veces son sólo una minoría) pero que pretenden, con ello, favorecer más a todos (aunque no en la misma medida a cada uno). Lo único que no se puede hacer -o no, al menos, dentro del marco presidido por los Derechos Humanos- es justificar los asesinatos, torturas, violaciones o explotaciones sistemáticas y organizadas de cualesquiera individuos -sean generalizadas o selectivas- por razones de interés general.

Suponiendo pues que se intentase defender el derecho a prostituirse libremente como una manera de acceder a la riqueza por parte de algunas mujeres desfavorecidas -como hace el reglamentarismo feminista- habría que preguntarse, por tanto, también, si ello, por más que pudiera llegar a favorecer a una parte de la sociedad (algunas mujeres prostituidas en los países desarrollados) de cara a reducir sus desigualdades respecto de otra (el colectivo de los varones actualmente más enriquecido), no perjudicaría a la sociedad en su conjunto -incluyéndolas también (al menos a largo plazo) a ellas mismas- e incluso, en mayor medida de lo que perjudica directamente a las partes ya de por sí más desfavorecidas de dicho colectivo (como veíamos antes que ocurría), es decir: si no se parecería eso mucho -dadas las condiciones de absoluta precariedad, indefensión y desigualdad inherentes a una práctica como la de la prostitución y que ninguna regulación podría evitar [16] – a defender cosas tales como el derecho a vender la fuerza de trabajo por el mismo coste que la propia supervivencia, o el derecho a trabajar en un andamio sin medidas de seguridad -ya fuera por gusto o por obtener un salario superior-, medidas que servirían, sin duda, para mejorar las expectativas de empleo no sólo de minorías como las de los funambulistas o los frailes capuchinos, sino también como las de los inmigrantes subsaharianos más acostumbrados a sobrevivir con lo imprescindible y a jugarse la vida saltando vallas de alambre de seis metros sin red.

Por muy indiscutibles que pudieran llegar a parecernos tales derechos en términos ideales, o por más eficaces que los pudiésemos considerar en términos abstractos, o convenientes políticamente que nos pudieran resultar en un momento dado para favorecer los intereses materiales de esas minorías empobrecidas, a nadie se le escapa que de ese modo lo que se estaría haciendo sería regular y legalizar unas condiciones bajo las cuales todos y todas las que constituimos el conjunto de la sociedad estaríamos en muy poco tiempo teniendo -para conseguir un trabajo- que ir aprendiendo a practicar la escalada libre, el funambulismo, el ayuno, la abstinencia y la penitencia. Evidentemente se pueden dictar y defender leyes como esas, del mismo modo en que se puede pedir a los ciudadanos que dejen de preocuparse porque alguien se haya comido su queso y se pongan a buscar otro a quien quitárselo, pero eso no es lo que tradicionalmente se trata de hacer en una sociedad democrática con alguna preocupación social, donde lo que se busca es conseguir que haya la mayor cantidad de queso posible para todos (por poco que sea) y de perseguir a quien se lleve el queso de otro para obligarle a devolvérselo, expropiándoselo -incluso sin indemnización, si es necesario- por mucho derecho que él tenga a conservarlo cuando de lo que se trata es de garantizar los intereses del conjunto de la sociedad -no sólo de la mayoría, sino del todo colectivo formado por la mayoría y la minoría-.

Por volver al ejemplo de los malos tratos. No deja de ser curioso el hecho de que ninguna agrupación feminista pensara nunca seriamente, en aquellos heroicos años setenta, en resolver esa situación corrigiendo la desigualdad en la que se basaba a dándoles a las amas de casa en tanto que amas de casa unos derechos equiparables a los de los cabezas de familia en tanto que cabezas de familia, y mucho menos en hacerlo a través de, por ejemplo, una estricta regulación del asunto en términos contractuales y laborales mediante el cual obtuviesen un poder económico comparable y de tal manera que, si bien los unos seguirían siendo los cabezas de familia y las otras las amas de casa, ellas podrían, con su justa y digna remuneración de amas de casa, irse, si eran maltratadas o si les daba la gana, a vivir solas o con otro señor o con otra señora o con quien quisieran, pero manteniendo sus ingresos merced al contrato de servicio doméstico firmado con el primer señor, e incluso pudiendo así ellas a su vez contratar a ese otro señor o señora con quien se habían ido a vivir de amo o ama de casa, convirtiéndose ellas en cabeza de esa otra familia, o incluso pudiendo ellas sub-contratar a su vez, a unos sub-amos o a unas sub-amas de casa para que trabajasen en la primera de sus casas, y de tal manera que habiendo su pareja hecho lo mismo con respecto a su propio empleo en su segunda casa, los dos pudieran dedicarse a vivir de sus ingresos como hábiles y exitosos empresarios del sector servicios.

Nadie dice que tal forma de organización social no sea políticamente posible[17] o que sea una manera de acabar -en alguna medida, más o menos precaria- con la dependencia económica de las amas de casa -o de algunas de ellas-, pero desde luego sí se puede dudar de que eso sea lo mejor y lo más justo: lo más conveniente para el «bien común» (se lo entienda como se lo entienda -colectiva o distributivamente-), y que no sea preferible -aunque sea más difícil y aunque su efectividad haya que situarla a más largo plazo- tratar de conseguir que los hombres participen en lo privado (y no sólo lo posean o «lo encabecen» en tanto que cabezas de familia) y las mujeres en lo público (y no sólo lo sostengan y lo… «amen», en tanto que amas de casa).

9.

Así pues, por más que pueda haber distintas maneras -más sociales o más liberales- de entender el bien común, y por más que unas u otras puedas estar inspiradas por principios irreductiblemente opuestos, e imaginárselo con figuras tan distintas como aquellas que trazan la regla y el compás, en lo que cualquiera estará de acuerdo es en que intentar ver reconocido un derecho (que no sea un derecho humano fundamental absoluto), o intentar defender un interés, en contra de los derechos y/o de los intereses presentes o futuros del todo de la sociedad (colectiva o distributivamente tomado), si bien es algo políticamente posible en un sistema democrático (por más que alguien lo pueda considerar como moralmente censurable), no es -ni para los socialistas, ni para los liberales- defender una posición política, sino intentar defender un privilegio. Eso es algo en lo que estarán de acuerdo incluso aquellos que -siguiendo los principios de la doctrina neo-liberal- siguen creyendo, a pesar de todo, que la defensa de los privilegios es el motor de la dinamicidad social, o los que piensan -de acuerdo con los principios del neo-libertarismo- que la defensa de tales privilegios -que allí se denominan «hechos diferenciales», o «identidades» (según el talante materialista o idealista)- es el último baluarte de la libertad personal.

Hoy por hoy, pretender garantizar el derecho de algunas mujeres a prostituirse libremente en España, en Cataluña o en el País Vasco, promulgando una ley que admita y regule el ejercicio de esta práctica, sería ir directamente en contra de los derechos y de los intereses de la práctica totalidad de las mujeres que se encuentran en las situación de ejercerla (y de las que aún no lo están) no sólo en el mundo, sino también en España, Cataluña, el País Vasco o Getafe -como lo demuestra la situación en la que se encuentran efectivamente, hoy en día, la mayoría (más desfavorecida) de las mujeres que la practican en aquellos países en los que ya se han adoptado medidas de este tipo-, y por lo tanto, eso no es, ni más ni menos, que intentar defender un privilegio, por extraño y discutible que pueda ser ese privilegio (como lo es, sin duda, el derecho a trabajar más horas de las estipuladas en la jornada laboral sin cobrarlas -como piden a veces los trabajadores para salvar sus puestos de trabajo- a cobrar un salario inferior al salario mínimo, o el «derecho a la propia explotación» del que se habla, literalmente, en algunos textos reglamentaristas holandeses). Los trabajadores y trabajadoras de las fábricas españolas pueden malvender los derechos históricamente obtenidos por las luchas obreras «como si fueran suyos» aun a costa de ir con ello en contra de los intereses de todos los y las parias de la tierra (presentes, pasados y futuros), convirtiéndolos, entonces, en privilegios, y vivir así de las rentas mientras duren para «competir» en mejores condiciones con las trabajadoras y los trabajadores polacos. Las mujeres españolas pueden aceptar que se malvendan los frutos de las luchas políticas feministas para tener mejores expectativas de empleo o para poder ayudar a que subsistan, al menos, aunque sea en las condiciones más precarias imaginables, sus compañeras más desfavorecidas que ellas, pero deben saber que eso es ir hacia atrás y no hacia adelante en la lucha por los derechos de las mujeres y de los trabajadores y trabajadoras, dar un paso hacia atrás, o hacia la derecha, en las luchas sociales para obtener una posición mejor en el mercado para poder atacar quizás con más fuerza, pero con menos moral, con menos derecho.

10.

En efecto, la legalización y regulación de la prostitución no parece que pretenda nada más que poner los medios que permitan a las personas que la ejercen aprovecharse fácticamente de su posición -aunque sea una posición subordinada y explotada en relación con otras posiciones (pero de «privilegio» con respecto a las de los verdaderos parias)- sacando algún beneficio económico o laboral con el que obtener el poder (económico) suficiente para equilibrar dicha situación y llegar a invertirla -como en el caso de las amas de casa y los cabezas de familia-. Ahora bien, si esto fuese así, entonces el caso es lo que realmente se haría así sería poner todo el peso de la responsabilidad de llevar a cabo esa inversión de la situación justamente del lado de los más perjudicados por ella (hacer -en contra de todos los principios de la justicia social y !hasta de la virtud cristiana¡- caer el peso de la redención sobre el individuo desfavorecido, en lugar de sobre aquellos que tienen más recursos o sobre el conjunto de la sociedad y sobre las medidas que «graciosamente» puede ésta permitirse para ayudar a los más desfavorecidos a salir de su situación). Esa manera tan «insolidaria» de entender la cuestión es, en efecto, lo que ha venido caracterizando toda la vida más bien al conservadurismo y al liberalismo -y hoy al neoliberalismo- que a las tendencias políticas de tipo social y revolucionario o, siquiera, reformista.

Podríamos, para terminar, recordar una historia que guarda, con la situación actual en la que se encuentra el asunto de la abolición de la prostitución, una analogía no tan accidental como pudiera parecer. En los comienzos de la Revolución, el primer paso dado hacia la reforma social efectiva fue dado, contra todo pronóstico, por aquella parte de la Asamblea Constituyente que correspondía al antiguo Segundo Estado (la nobleza) que votó finalmente, tras largos e intensos debates, a favor de la renuncia a unas propiedades que -aún creyendo firmemente que ningún Estado estaba legitimado para exigirles ni siquiera en términos absolutos y abstractos (ya que, según las palabras del duque de Aiguillon en una de aquellas sesiones: «toda propiedad es sagrada» y ese derecho parecía estar por encima del propio derecho a la vida de la práctica totalidad de las francesas y franceses)- se mostraron dispuestos a compartir dada la situación real en la que veían inmersos y la radical e insostenible injusticia de la misma [18] . Fueron los propios nobles, pues, quienes al final de aquella histórica sesión del cuatro de agosto de 1789, a las dos de la madrugada, votaron a favor de la «abolición» de aquella estructura que no sólo formal sino también materialmente estaba limitando las libertades de un cuerpo político del que ellos no eran ya sino una parte más: votaron a favor de la abolición del Feudalismo. En el artículo 1 del decreto de 15 de marzo de 1790 pudo declararse así solemnemente que quedaban «abolidas todas las distinciones honoríficas, toda superioridad y poder resultante del régimen feudal», y también «la fidelidad, el vasallaje y cualquier otro servicio personal al que los vasallos, censatarios y arrendatarios, han estado sometidos hasta ahora» -incluyendo, por ejemplo, el derecho de leva, el derecho a cobrar impuestos, o el derecho de pernada, que todavía estaba vigente en Francia ¡en 1789!-.

Sin embargo, tras la votación de agosto y los decretos de 5-11 del mismo mes con los que se «abolieron» -literalmente- los derechos feudales, vino el decepcionante decreto de 15 de marzo de 1790 que fijaba las condiciones de «redención» de los campesinos, es decir, los elevadísimos precios que estos deberían pagar a los antiguos Señores para comprar las tierras que tradicionalmente habían pertenecido a aquellos y que no podrían llegar a adquirir en ningún caso hasta después de haber seguido trabajando durante más de veinte, treinta años o cuarenta años (en el mejor de los casos) en, exactamente, las mismas condiciones en las que lo venían haciendo hasta entonces, pagando los mismo diezmos, ahora convertidos en algo así, como letras de un préstamo hipotecario vitalicio [19] -con la única (aunque importante) diferencia de que ni siquiera serían dueños de la tierra, propiamente dichos (libres para alquilarla o venderla a quien quisieran) hasta el final del proceso-. Fue así como los Señores del antiguo Segundo Estado intentaron poner la pelota de la justicia social enteramente en el tejado de los campesinos franceses, consiguiendo también de paso dividir a éstos entre aquellos que veían más cercana su redención por encontrarse en una situación más privilegiada de cara a poder pagar por ella, y los que se dieron cuenta con claridad de que jamás en sus vidas conseguirían llegar así a redimirse. ¿No es algo parecido lo que ocurre hoy entre aquellas y aquellos que estando de acuerdo en abolir el régimen patriarcal discuten acerca de quién ha de pagar la factura de la redención?

Sin embargo, no deja de ser curioso también, el hecho, de que ni siquiera a los miembros más reaccionarios de la nobleza o a los sectores más radicales del feminismo sans-culotte (por cierto ¿no eran las mujeres en aquellos tiempos en que todas llevaban faldas las sans-culottes por definición?), se les ocurriera en aquel momento arbitrar un mecanismo análogo para «redimir» -según la expresión literal del texto- los «derechos personales», derechos mediante los cuales los Señores podían disponer libremente de las personas, es decir de los cuerpos (ya que estos derechos estaban formulados en términos muy materialistas) de sus siervos y siervas, y en los que estaban comprendidos -como decíamos- derechos tales como el de imponer la obligación a éstos de presentarse ante el Señor para realizar cualquier trabajo o tarea que éste considerase oportuna (¡incluida la prestación del DERECHO DE PERNADA vigente hasta 1789!)-.

Según los decretos del 89: «La Asamblea Nacional destruye totalmente el régimen feudal; decreta que los derechos y deberes tanto feudales como censuales, los que se refieren a la mano muerta real o personal, y a la servidumbre personal, quedan abolidos sin indemnización» -el subrayado es nuestro-. Derechos históricamente incluidos en los -digamos- «Estatutos señoriales», como el derecho a impartir justicia, a cobrar peaje o impuestos, o mantener un coto de caza, fueron, junto con los derechos a exigir prestaciones personales, «abolidos sin indemnización», y a nadie se le ocurrió en aquel momento -quizás por un exceso de idealismo- que hubiese sido una buena medida para mejorar la situación de las ciudadanas francesas el regularizar el derecho de pernada, imponiendo a los Señores el pago de un canon por hacer uso del mismo hasta que las mujeres pudieran ir así «redimiendo» sus propios cuerpos y, en veinte o treinta años, pudiesen llegar a disponer de ellos a su gusto, llegasen, efectivamente, a ser de su propiedad, habiéndose invertido, al fin, la injusta situación a la que se vieran sometidas por culpa del régimen feudo-patriarcal.

Bien, pues es la conveniencia de una medida semejante lo que hoy en día se debate, al menos en el Feminismo (tanto desde el reglamentarista como desde el abolicionista), y el caso es que aunque una medida así pudiese llegar (en treinta, cincuenta o cien años) a invertir la situación de algunas mujeres con respecto a algunos hombres -lo cual es, como decíamos, más que dudoso- todavía podríamos seguirnos preguntando si esa sería la mejor manera (y la más justa) de hacerlo, y si no estaría mucho más cercana a la manera de pensar del duque de Aiguillon, qué a los principios defendidos por el gran Condorcet, o la gran Olympia de Gouges, redactora de aquella Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, a la que pertenecen estas aladas palabras: «Mujer, despierta; el rebato de la razón se hace oír en todo el universo; reconoce tus derechos… El hombre esclavo ha redoblado sus fuerzas y ha necesitado apelar a las tuyas para romper sus cadenas. Pero una vez en libertad, ha sido injusto con su compañera. ¡Oh, mujeres! ¿Mujeres! ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas?». Olympe de Gouges -dramaturga y publicista muy activa (que luchó también a favor de la abolición de la esclavitud en las colonias)- fue guillotinada en 1793 por sus críticas al gobierno del «incorruptible» Robespierre. El mismo año de su muerte fueron prohibidos los clubes y sociedades populares de mujeres.

En efecto, el proyecto de decreto que sancionaba la igualdad de los sexos nunca llegó a ser sancionado y ni siquiera presentado ante la Asamblea Nacional. Sus primeras líneas decían: «La Asamblea Nacional, queriendo corregir el más grande y universal de los abusos y reparar los daños de una injusticia de seis mil años, ha decretado y decreta lo siguiente: 1. Todos los privilegios del sexo masculino son entera e irrevocablemente abolidos en toda Francia». Ese es sin duda un paso que aún queda por dar -«un paso más» como diría aquel- a favor de la Revolución, y ese sí es, sin duda alguna, un paso hacia adelante.

 

Notas:

 



[1] Ciertamente esas tendencias idealistas resultarían más claras aún en el artículo de Rodríguez Fraile y mío donde se acaba invocando a una cierta noción de libertad ideal que recuerda mucho a la que aparece formulada en el mismísimo «imperativo categórico» kantiano -ese modelo formal como la ley misma en el que se han inspirado, sin embargo, gran parte de los movimientos políticos modernos de raíces ilustradas que han pretendido situar esa concepción de la legitimidad y la legalidad como fundamento de todo el edificio de la Ética y el Derecho-. Dado que ideas como esas fueron expuestas por el filósofo prusiano en obras que tienen títulos tales como Crítica de la Razón pura, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, o Crítica de la Razón práctica -si bien, en este último caso, como confiesa su autor en el prólogo, hubiera resultado redundante el titularla Crítica de la Razón pura práctica– no cabe duda de que, al menos en algún sentido, siempre sería admisible la acusación de «puritanismo» y hasta de «fundamentalismo» que a menudo se vierte sobre este tipo de planteamientos, e igualmente -puesto que el propio término «Idealismo» remite, últimamente, a la noción de «idea», e incluso de «ideal»- tampoco puede negarse que -al menos en cierto sentido- siempre podrá considerarse a todo esto como una determinada «ideología». Ahora bien, esto tampoco parece ir mucho más allá de lo que se iría acusando al Materialismo de materialista, al Positivismo de positivista y al Biologicismo de biologicista, o diciendo que cuando se pretende legitimar algo acudiendo únicamente al sentido común (como parece pretender Masby al recurrir como última instancia de apelación a aquello que nos puedan parecer o no en un determinado momento «motivos sensatos» para justificar algo) no se hace sino emitir un juicio a partir de un prejuicio o, mejor dicho: explicitar un prejuicio, que si no puede contrastarse con ninguna objetividad (formal o material) no puede dar lugar más que a una mera opinión, encerrándonos así en un Relativismo enteramente relativista (lo cual tampoco es decir mucho, pero sí lo suficiente como para darse cuenta de que tampoco se trata de algo que parezca ser capaz de llevarnos muy lejos).

[2] Esto no quiere decir, no obstante, que puedan considerarse como completamente estériles ese tipo de polémicas. Es precisamente dentro de círculos como ésos -siempre que no se conviertan en «círculos viciosos» (es decir, siempre que cada una de las partes intente, digamos «de buena fe» o de una manera consecuente, defender en ellos su posición)- en donde todos esos planteamientos enfrentados que surgen tan pronto como dos personas se ponen a discutir acerca de cualquier cosa, pueden encontrar precisamente aquello que les une, a saber: su carácter «crítico», el hecho de ser distintas maneras de poderse ejercer la crítica, constituyéndose así cada uno de ellos en un eficaz crítico para el otro al recordarse mutuamente que -precisamente- no hay materia sin forma y viceversa, ni hay tampoco lo común sin lo universal, ni lo particular sin todo lo contrario, etc., etc.

[3] Nadie puede decir ya hoy, en efecto, en serio, que una mujer no es capaz de escribir un libro o de plantar un árbol igual que un hombre -sino sólo de tener un hijo-, porque los libros escritos por mujeres y los árboles plantados por ellas son hoy día una realidad que nadie puede negar (si es que no lo hubieran sido ya desde siempre)-. Las mujeres y el Feminismo no se han limitado a pensar el mundo sino que lo han transformado y lo están transformado, escribiendo libros y plantando árboles, árboles y libros cuya mera existencia supone ya un desafío para un pensamiento -por ejemplo político- constituido históricamente sobre el presupuesto de la negación de su posibilidad, un desafío parecido al que en su momento pudo suponer para -pongamos- la Mecánica, la constatación experimental de que todos los cuerpos caían con la misma aceleración en el vacío, es decir tan pronto como se retiraba -fuese en el pensamiento (como Galileo) o en la realidad (como Hooke con la bomba de vacío)- el medium que lo impedía: el aire que respiramos.

[4] Obviamente no basta con haberle puesto un nombre al perro para acabar con la rabia. No es suficiente con darle una forma conceptual, ideal o teórica a un principio tal que nos permita pensar y comprender -y hasta predecir- ciertos fenómenos, para acabar con su efectividad, pero así al menos se comienzan a sentar las bases de un posible tratamiento científico o de un posible tratamiento político de aquellos problemas tras de los cuales se lo atisba como causa remota. Ciertamente tampoco cuando Isaac Newton formuló las nociones abstractas de «masa», «fuerza», «aceleración», etc. y llegó a enunciar (sintetizando para ello distintas nociones aristotélicas, escolásticas, racionalistas y hasta alquímicas presentes en la Física de su época) ese ideal abstracto que hoy conocemos como la «ley de la gravitación universal», resolvió con ello todos los problemas de la Mecánica o de la Ingeniería del momento, pero sí sentó las bases de un tratamiento (técnico en este caso) de dichos problemas cuyos resultados tenemos hoy a la vista. Lo mismo podría decirse de Marx y de las nociones de «fuerza de trabajo», «plusvalía» o «Capital», y de ese constructo ideológico que se conoce como «ley del valor».

[5] Este no es sino uno más de esos sagrados misterios de la política que a los no creyentes -o al menos a los no practicantes- más les cuesta entender: que se pueda hacer política por ejemplo en un país como el nuestro honradamente, consiguiendo algún resultado y sin traicionar a los propios principios. Éste y otros misterios semejantes como el de la naturaleza una y trina del poder -sancionada por Montesquieu-, el sagrado misterio de la encarnación de la soberanía nacional mediante el sacramento de la eucaristía electoral, o el de la inmaculada concepción de la Constitución, se le atragantan a cualquier metafísico tan pronto como se lía con ellos a darles vueltas, y sin embargo hasta él se descubre una y otra vez recurriendo a ellos tan pronto como se ve en la necesidad de encontrar una salida -política por ejemplo- a una irreductible cuestión de principios, a una radical aporía. Es algo parecido a lo que les pasa a los físicos cuando, con toda su cara dura, asientan sobre el dogma de la imposibilidad del vacío o de la conservación de la materia todo un edificio sistemático dentro del cual se empiezan a fabricar todo tipo de aplicaciones técnicas más o menos exitosas, hasta que viene algún filósofo (por ejemplo uno «de la naturaleza» como Galileo o como Newton) y empieza a poner pegas y a volvernos a todos locos con la cuestión hasta que la propia Inquisición tiene que acabar tomando cartas en el asunto. Hoy son los newtonianos, mañana los marxistas, y pasado les tocará a las feministas. En cualquier caso ha de ser gracias a esa misteriosa doble naturaleza -humana y divina- de la política como se explique el asunto, gracias a la esencial ignorancia -humana, demasiado humana- de los ciudadanos respecto de los fines últimos y las consecuencias remotas de sus acciones y sus decisiones, y a su capacidad para tirar -gracias a ella- piedras contra su tejado o para criar -queriendo o sin querer- cuervos capaces de sacarles los ojos dentro de sus regímenes totalitarios o de sus Estados del bienestar. La política (sobre todo en la democracia) consigue hacer así extraños compañeros de cama, y logra que, aunque sea por razones enteramente opuestas, el gobierno y la oposición, los empresarios y los trabajadores, los papas y las feministas, lleguen -gracias a su ignorancia- a la vez a favor o en contra de una cierta medida política, y creyendo ambos, incluso, servir honestamente con ello a sus propios fines. Pero junto con este perfil tan humano y cuasi-prehumano de la política -esa parte en la que los políticos se dedican a trapichear y a «vender a los trabajadores», a «romper España», o a «dar al César lo que es del César» para conseguir no se sabe qué mezquinas aprobaciones de los presupuestos o no se sabe cuántos liberados sindicales- está también la otra cara cuasi-divina suya, la que aparece en esos sermones de la montaña y esos mítines que consiguen convencer de verdad y hacer que los otros se hagan de los nuestros y hasta que nosotros mismos nos hagamos de los otros porque nos damos cuenta de que en realidad siempre hemos compartido sus principios aunque siempre hubiésemos creído lo contrario (cosa que tampoco es imposible como todo el mundo sabe). Por eso es tan difícil -por más que se nos atragante eso de que «el logos se haga carne»- no acabar creyendo, aunque sea un poquito en la política –credo qua absurdum-.

[6] Se parece más, en cambio, al modo en que se suele abordar, por ejemplo, un problema técnico, en donde no tendría sentido proponerse el construir realmente un mecanismo con una cadena de transmisión de longitud infinita y una serie de engranajes carentes de extensión (para evitar así el rozamiento). En este caso habría que empezar por atender, en efecto, a cosas tales como de cuánta energía puede realmente disponerse, con cuales materiales se puede contar, qué relaciones hay que establecer entre unas piezas y otras al articularlas para que se transmitan el movimiento o entre unos y otros materiales para que la estructura se sostenga, y si es posible que el cuerpo aguante, ya se ha comprobado que es así, o necesariamente se va a descoyuntar. Ciertamente, en el caso de la política se trata de las vidas de las personas humanas y eso, evidentemente, lo cambia todo.

[7] Razón por la cual les es, quizás, más difícil a las mujeres -como recientemente se sugería en el artículo titulado Nuestra libertad sexual publicado en esta sección- olvidarse del carácter propiamente político de la cuestión o, dicho de otra manera, olvidarse de la libertad de quién está más en juego en el asunto de la prostitución -que desde luego no parece que sea la del prostituidor o cliente-.

[8] Proporcionando con ello unos beneficios superiores a los presupuestos nacionales de muchos países a las mafias internacionales que se dedican a estos negocios -como a menudo se olvida cuando se trata esta cuestión en términos puramente teóricos y abstractos, y como recordaba recientemente Patricia Lastra en su artículo Ni putas, ni princesas-.

[9] El término «parias» remite, en efecto, a nombre del tributo feudal que los vasallos pagaban al Señor.

[10] Esto podría parecer quizás un tanto exagerado, pero la realidad es que -tal y como muestran todos los informes relativos a la situación de las prostitutas en nuestro país- dado que las mujeres traficadas, si llegan a pagar esas deudas y se les permite hacerlo, intentan conseguir inmediatamente otro tipo de trabajos, resulta imprescindible mantenerlas el mayor tiempo posible en esa situación o bien reponer la oferta con mujeres que se encuentren en esas circunstancias.

[11] Nótese, de paso, que comportarse «fraternalmente» no significa comportarse «paternalistamente» -ni mucho menos «patriarcalmente»-, ni tampoco «maternalmente», sino sólo comportarse de la manera más igualitaria posible -como los hermanos, entre los que sólo media las diferencias de (mayoría o minoría de) edad-, es decir, comportarse de tal manera que esté siempre dispuesta cualquier persona a anteponer el «bien común» o el «interés general» -el bien del conjunto social considerado como una totalidad colectiva, como constituido por todas las partes en conflicto y no sólo por aquella parte a la que se pertenece y cuyos intereses se defienden (puede que, incluso, legítimamente) frente a los de la otra parte- a los «intereses particulares». Estos intereses particulares (por legítimos que fuesen) nunca podrían defenderse legítimamente frente a los del todo, frente a los intereses universalmente afirmados en la Declaración.

[12] Pensemos, por ejemplo, en cómo podría afectar un derecho como el de vender o alquilar el propio cuerpo para prácticas sexuales o de tipo sado-masoquista a otros derechos fundamentales como lo son el derecho humano a no estar «sometido a esclavitud ni a servidumbre» y la prohibición de «la esclavitud y la trata de esclavos en todas sus formas» que aparece en el art. 4 -cuestión que nos obligaría a tener que distinguir (como ya se ha hecho en algunos países reglamentaristas entre «explotación forzosa» y «voluntaria»-, o bien el derecho a «no ser sometidos a «torturas ni a penas o tratos cueles, inhumanos o degradantes» (piénsese en lo difícil que sería llevar un caso de acoso sexual o de agresión en el caso de las mujeres prostituídas).

[13] Recientemente la profesora Sheila Jeffreys recordaba en una conferencia el caso de Chailaí Richardson, que apareció en la sección «Mi Diario» del periódico Sunday Age dedicado a presentar a eminentes ciudadanos de Melbourne -donde la semana anterior había aparecido un prestigioso sombrerero femenino- y cuyo éxito no se deriva tanto de su trabajo como prostituta sino por regentar junto con su marido un burdel, en esa ciudad, en el que trabajan actualmente más de 100 mujeres, y por ser la vicepresidenta de la Asociación Tailandesa.

[14] Por ejemplo, al legalizarse la prostitución en Australia han surgido una enorme multitud de locales que no se considera necesario que cumplan los requisitos impuestos a los burdeles legales porque están especializados en prácticas sado-masoquistas y no tienen lugar en ellos -o no se puede demostrar que tengan lugar en ellos- encuentros sexuales propiamente dichos; de manera que las mujeres que son atadas, golpeadas, y a las que se les introducen distintos objetos en el cuerpo allí (previo pago del importe de todo ello), no son consideradas prostitutas sino que pertenecen al gremio del showbussines -son «artistas» como se decía antes de las showgirls-.

[15] Según la profesora Sheila Jeffreys de la Universidad de Melbourne, Australia, actualmente operan, solo en Victoria, unos 400 burdeles de los cuales al menos 300 son ilegales según las propias autoridades policiales, encontrándose estos últimos, además, en unas condiciones que hacen mucho más difícil su detección gracias a su convivencia con los legales.

[16] En efecto los manuales de «salud y seguridad en el trabajo» publicados en Australia relativos a la prostitución se ven obligados a recomendar cosas tales como que las mujeres que la ejercen tengan siempre a mano el botón de llamada de emergencia que por ley ha de haber en la habitación del club por si se produce una situación violenta, o que -si se encuentran fuera del club- localicen siempre las salidas y tengan a la vista un objeto pesado con el que hacer frente al posible agresor, o bien que se entrenen para conseguir poner al hombre con el que mantienen relaciones el preservativo sin que se dé cuenta (para que no reaccione violentamente), o que reclamen una tarifa mayor por prestar servicios sexuales que incluyan la penetración anal defendiendo del tamaño del miembro del prostituidor, y cosas semejantes que suenan todas ellas tan a precario como si alguien recomendase a un o a una albañil que llevase sus propias redes para poner debajo del andamio o que insistiese cariñosamente en que el patrón tuviese en cuenta el peso de los sacos de cemento a la hora de pagarle proporcionalmente la hora.

[17] E incluso que se parezca a eso a lo que se tiende actualmente si se identifica a esas amas de casa sub-contratadas con las empleadas y empleados de hogar inmigrantes y a esas sub-empresarias y sub-empresarios de servicios con las mujeres y hombres que trabajan en las empresas de limpieza o en las guarderías, por ejemplo, y que no tienen más remedio que contratar, a su vez, a alguien que les cuide a los niños o les friegue las escaleras del portal.

[18] Este es un buen ejemplo de esa capacidad «misteriosa» de la política para hacer compañeros de cama, porque el caso es que tanto los nobles como los burgueses más cercanos a las clases populares (lo que luego serían la Gironda y la Montaña -respectivamente-) votaron lo mismo; ya fuese porque todos opinaban que aquel era su deber o porque vieron -unos y otros- que esa era la única estrategia política que les permitiría salvar en parte sus intereses dado lo feas que se habían puesto las cosas ya a la altura de 1789, que para el caso es lo mismo.

[19] ¿A quién le suena esto?