La historia no responde a intereses morales sino económicos. Los griegos no fueron a Troya a limpiar su honor, mancillado por el rapto de la bella Helena, ni las cruzadas se dieron para que los cristianos pudieran adorar a Jesús con tranquilidad en el Santo Sepulcro, ocupado por las huestes musulmanas, ni las luchas entre […]
La historia no responde a intereses morales sino económicos. Los griegos no fueron a Troya a limpiar su honor, mancillado por el rapto de la bella Helena, ni las cruzadas se dieron para que los cristianos pudieran adorar a Jesús con tranquilidad en el Santo Sepulcro, ocupado por las huestes musulmanas, ni las luchas entre Güelfos y Gibelinos sucedieron porque el papa era bueno y el emperador malo, ni los aliados hicieron la guerra a las potencias del Eje para librar al mundo de las crueles dictaduras que lo agobiaban, ni Occidente le declaró la Guerra Fría a la URSS porque Stalin era un dictador, que pretendía ocupar Europa, ni el comunismo cayó porque las masas del bloque socialista ansiaban la libertad conculcada por los comunistas. Todo ello se dio por razones económicas.
Las revoluciones sociales se semejan al nacimiento de un ave. Aparentemente, el huevo lo sigue siendo hasta que en determinado instante el pico del pollo lo rompe y se convierte en un ente distinto del huevo que fuera. Así mismo, en las sociedades se dan paulatinamente cambios insignificantes hasta que, de repente y casi de manera imperceptible, se generan las condiciones que hacen factible el cambio social, no necesariamente hacía el lado humano, bueno, deseable y positivo sino en una dirección que depende en ocasiones de la voluntad de quienes lideran el proceso.
Los grandes estadistas son como Prometeo (que prevé) y son capaces de tomar los correctivos que movilizan a la sociedad por un camino, que podría ser llamado no sangriento. Bismarck en Alemania, Cabur en Italia, Pedro el Grande en Rusia, Roosevelt en los Estados Unidos, Luis XIV en Francia, por mencionar a unos cuantos, sin ser perfectos en lo moral ni superdotados como Newton, Mozart o Tesla, supieron orientar a sus países, en su debido momento, en la dirección que lo hicieron; no así Luis XV, Nicolás II o el Kaiser Guillermo II, que parecieron pensar «después de nosotros el diluvio». En esto fueron como Epimeteo (que no prevé) y actuaron como pobres de espíritu, sin que lo fueran.
Por eso, la oposición venezolana estará perdida mientras suponga que Chávez es un tonto, error garrafal, pues ningún tonto llega tan lejos. El coronel Chávez, mientras cuente con los cuantiosos ingresos del petróleo, los invierta en el progreso de las capas sociales menos favorecidas y en el desarrollo industrial, académico y social del país, podrá hacer bailar en la punta de un alfiler al mismísimo demonio y gobernará Venezuela pésele a quien le pese.
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