En colaboración con este portal, la Escola Popular Galega acaba de editar Todas as guerras, una seleccion de artículos de Santiago Alba Rico. Es la primera obra traducida a nuestro idioma del pensador madrileño, que colabora asiduamente con medios comnitarios de todo el planeta. Aprovechando la salida de este libro conversamos largamente con el autor. […]
En colaboración con este portal, la Escola Popular Galega acaba de editar Todas as guerras, una seleccion de artículos de Santiago Alba Rico. Es la primera obra traducida a nuestro idioma del pensador madrileño, que colabora asiduamente con medios comnitarios de todo el planeta. Aprovechando la salida de este libro conversamos largamente con el autor. Retomamos así el hilo de la tertulia que, ya en 2005, mantuvimos con él y que fue publicada íntegramente en este portal y extractada en el periódico Novas da Galiza. Los efectos de la crisis, las dificultades de los proyectos emancipatorios o el sentido de la causa nacional fueron algunos temas que contrastamos con Santiago Alba Rico.
De la última conversación que manteníamos han pasado ya cinco años (O Pino, marzo de 2005). De aquella charla salían dos conclusiones relacionadas: nos decías que vivíamos ya instalados en cierta forma de ‘nihilismo y barbarie’ en el capitalismo avanzado; y al mismo tiempo, que en este nuestro mundo occidental, ‘no dejan de pasar cosas (en formato noticia), y al mismo tiempo ‘nunca pasa nada’, ya que nuestra realidad parece inamovible. ¿Qué ha sucedido en este último lustro? ¿Piensas que se siguen deteriorando las condiciones materiales y espirituales y que la izquierda ahonda su desintegración? ¿O que, por el contrario, se apuntan algunos aspectos esperanzadores?
Abordemos el asunto a partir de un indicio; si quieres, de una metáfora. La casa Coca-cola ha abierto en el Estado español el primer «Instituto de la Felicidad» del mundo, dedicado a registrar las vibraciones sísmicas de la felicidad de los españoles y a orientarles a partir de los consejos de sus «expertos» en felicidad. Vale la pena explorar su página web, donde encontramos bien ordenadas y clasificadas las variables que, según Coca-cola, intervienen en la mayor o menor dicha de los seres humanos. Es ya significativo que sea la casa Coca-cola, responsable de toda clase de crímenes en los lugares donde fabrica su merífica fórmula, mascarón de proa del imperialismo estadounidense, la que se arrogue la gestión y representación de la «felicidad mundial» (se bebe Coca-cola en más países que miembros tiene la ONU), pero es aún más elocuente el hecho de que, según el informe elaborado por el Instituto, España es el país más feliz de Europa, con casi un 90% de felices convictos y confesos. Es extraño, si no extraordinario, que el país más afectado por la crisis, con más de 4 millones de parados, con los índices de trabajo precario más altos de la UE, bajo un permanente retroceso de derechos sociales y laborales conquistados muy recientemente, la mayor parte de la población se declare contenta y satisfecha. ¿Hay que creer estos datos? ¿Los encuestados mienten? Yo sacaría dos conclusiones. La primera es que, en el marco referencial delimitado por la casa Coca-cola (el de la vida privada identificada con la familia y los placeres individuales del consumo) los resultados son bastante fidedignos. Pero al mismo tiempo, diría que ese marco referencial (el del hedonismo de masas que abreva ininterrumpidamente en el mercado) ejerce una enorme presión psicosocial sobre los encuestados: es vergonzoso, si no culpable, sentirse descontento o insatisfecho y nadie se atrevería a declararlo en voz alta. Nuestra obligación es ser felices y no serlo indica ya una falla, una falta, una especie de pecado original. En las sociedades capitalistas avanzadas, hay una relación de directa proporcionalidad entre la criminalización creciente de la política y la criminalización creciente de la infelicidad. La infelicidad es ya molesta, importuna, provocativa, subversiva. Hemos prohibido la infelicidad como hemos prohibido la disidencia en el espacio público. Y me parece una peligrosa situación social, muy amenazadora en el futuro inmediato, la de una población que 1. se cree con derecho individual a la felicidad, 2. está socialmente obligada a ser feliz y 3. es objetivamente despojada de las condiciones que le permitirían serlo. No hace falta mucha imaginación para adivinar las consecuencias políticas de esta combinación.
¿Motivos o indicios de esperanza? Si no los hay, habrá que construirlos. Sigo pensando que la izquierda -si nombramos así al malestar individual acompañado de conciencia social- está infrarrepresentada y semisumergida y que es necesario trabajar para reunir todos esos rescoldos aislados en respuestas articuladas a partir, por el momento, de una acumulación pasiva de vínculos sociales y conciencia política. Con un cierto retraso inevitable respecto del mamut enemigo que engorda muy deprisa por delante de nosotros, algo hemos avanzado en este sentido. La respuesta inesperada a la huelga general en España (anunciada de antemano como un fracaso por los propios sindicatos colaboracionistas que la convocaron a regañadientes) es ya un dato a tener en cuenta. La crisis, como escribía en un texto, es también un kairos , una oportunidad que no debe aprovechar sólo la derecha. Las protestas de Francia indican que, a la medida de los diferentes recorridos y temperamentos históricos, los países europeos empiezan a tomar conciencia de lo que se les viene encima.
Este verano asistimos a la expulsión de gitanos en Francia, sin que se motivara por ello demasiado revuelo social; los atropellos legales contra independentismos e izquierdas aumentan año a año. ¿Piensas que aún tendremos que mentalizarnos para un empeoramiento de la situación?
Con toda certeza. Toda crisis es al mismo tiempo un nuevo proceso de acumulación (de «lucha de clases» consciente por parte de los gestores del capitalismo) y todo proceso de acumulación se refleja en un triple frente: despojamiento, legislación y represión. Estamos ya en ese punto en el que los gobiernos pueden actuar -digámoslo con Aznar- «sin complejos», sin concesiones a la hipocresía políticamente correcta que, sin embargo, aún servía de muro de contención institucional hasta hace pocos años. Este triple movimiento -despojamiento, legislación, represión- nos afecta a todos, pero más claramente, o antes que a los demás, a los inmigrantes y a los activistas políticos. Las nuevas leyes contra la inmigración de los últimos años favorecen una solución «populista» a la crisis, alimentando un racismo social contra todos aquellos grupos de población que de pronto se perciben como marginales, redundantes, remanentes o inasimilables. En el terreno propiamente político (y por referirnos al independentismo) basta ver la respuesta del gobierno español a la voluntad de normalización política de la izquierda abertzale en el País Vasco. Más allá o más acá de las detenciones indiscriminadas, el proyecto de reforma de la ley de partidos, pactado por PSOE y PP y que ha pasado casi desapercibido, cierra definitivamente el acceso a las instituciones, con medidas abiertamente totalitarias, incompatibles con los estándares democráticos más modestos, a cualquier fuerza que cuestione el marco de la constitución.
Militas, por decirlo de alguna manera, en un marxismo ilustrado, o en una forma de izquierda progresista que caracteriza el tronco central del pensamiento crítico europeo. Sin embargo, incorporas a tus análisis elementos de otras tradiciones filosóficas, especialmente la crítica a la tecnología (o por lo menos a la invasión tecnológica). Es conciliable ese cierto pesimismo antropológico con la praxis histórica del marxismo y del movimiento obrero?
Marx insistió en recordar que era la naturaleza y no el trabajo la fuente de toda riqueza y advirtió contra la destrucción de la tierra que acompañaba a la explotación capitalista, pero estaba convencido -como no podía ser de otro modo en su época- de las vitualidades emancipatorias del desarrollo de las fuerzas productivas. Una visión plana y cándida de esa ilusión, unida a la creencia no-marxista en la superación dialéctica, automática, inmanente, del capitalismo dominó toda la tradición comunista y social-demócrata durante cien años. Fue Walter Benjamin el primero, al menos en la izquierda, en alertar contra esta superstición del «progreso tecnológico» como motor de un progreso también social que se alcanzaría dejándose sencillamente llevar, «nadando a favor de la corriente». En una conocido nota a sus tesis sobre la historia, Benjamin escribió esa frase que compara el capitalismo con una «locomotora fuera de control» y que hoy es referente para todos los que pensamos en los límites físicos del planeta y en los límites antropológicos de la humanidad: «Tal vez las revoluciones sean el momento en que la humanidad, que viaja en ese tren, alcanza la palanca de emergencia». Esa visión realista del capitalismo como antropológica, social y ecológicamente insostenible fue recogida por el último Sacristán, quien no dejó de recordar que «las fuerzas productivas son al mismo tiempo destructivas». Esa misma idea, desarrollada desde fuera del marxismo y en terrenos distintos por Polanyi y Georgescu-Roegen, es hoy irrenunciable para toda crítica sensata del capitalismo y, como demuestran en España Naredo o Fernández Durán, debe ser incluida, junto a la obra de Marx, en el bagaje teórico y militante de todos los esfuerzos colectivos en favor de otro mundo posible. Hay que recordar, en todo caso, que la critica ecológica y social del capitalismo (y de su tecnología ancilar) no responde a cambios estructurales en el capitalismo sino, al contrario, a la dinámica de su estructura misma, tal y como fue descrita por Marx hace 150 años: a su necesidad íntima de «reproducción ampliada» y de «revolución permanente de su base técnica». Digamos que lo que ha ocurrido es que esa «revolución permanente» ha acabado por dejar atrás al ser humano, entendido como el conjunto de condiciones económicas, sociales, culturales, que permitían su supervivencia material (y desde luego una vida digna de ese nombre). Eso que llamas «pesimismo antropológico» lo llamaría yo, con Anders, «conservadurismo ontológico» y es tan necesario como los otros dos aspectos que he indicado siempre como asociados a la emancipación humana: el «reformismo institucional» y la «revolución económica».
Dedicamos una parte muy importante de nuestras horas militantes a la comunicación por internet. ¿Es lo necesario, no nos queda otra porque desapareció el espacio público, o hay que comenzar a educarse en cierta autocontención?
Hemos sido empujados ahí, no cabe duda, pero hemos cometido el error, al mismo tiempo, de concebir internet como una respuesta, una salida, una alternativa al «empujón». He dicho muchas veces que, cuando aún no hemos generalizado el paradigma letrado, la conciencia comienza a ser configurada por un nuevo paradigma que he llamado «pantállico» y que en realidad introduce a nivel de la percepción muchos más elementos «insconscientes» que la escritura (poderosísima fuente de conciencia «mecánica»). Internet es, al mismo tiempo, una técnica, una herramienta, un territorio y un órgano. Pero digamos que la dimensión «organo» domina sobre la dimensión «herramienta» o «técnica»: está más dentro que fuera de nosotros y, por lo tanto, es más difícil de manejar. Permite menos distancias y su misma facilidad se convierte en una tiranía: funciona solo, en nuestro interior (como un riñón o un hígado), y permite tecnológicamente prestaciones que son incompatibles con un cerebro finito y que, por su propia inmanencia orgánica, se convierten en obligatorias: la simultaneidad, el tiempo real, la velocidad total, la infinitud de las relaciones. Por todo esto, impone vínculos débiles y superficiales, muy frustrantes y estresantes, al margen de los compromisos políticos, y tiempos sincrónicos fugitivos, incompatibles con la sucesión del análisis y la escritura. Por lo demás, si es también un territorio -que ha multiplicado exponencialmente el espacio humano disponible y los lugares de encuentro- el número de fuerzas existentes en este nuevo continente, y la relación entre ellas, es el mismo que existe fuera, de manera que internet no es un territorio libre sino otro territorio que hay que liberar. Dicho esto, hay que añadir que en todo caso tenemos que combatir también desde ese territorio y utilizar todas las grietas y todos los conductos que nos proporciona. Internet no garantiza ninguna victoria pero hoy es impensable luchar sin la red. Pero es imposible luchar sin la red. Pero no garantiza ninguna victoria; ni siquiera ninguna ventaja comparativa.
En los últimos tiempos, parecen generalizarse en la base social izquierdista (en Galiza por lo menos), comportamientos o actitudes que pertenecen a la realidad que tanto criticamos: consumismo, tecnodependencia, hipermovilidad, exhibición de pulsiones íntimas, incapacidad para solidificar lealtades y proyectos de largo plazo…en el extremo contrario, también aparecen críticas moralistas que recuerdan al ascetismo de algunos militantes de hace un siglo. ¿Piensas que esta crítica moralista conduce a algún sitio o que, por el contrario, nos debemos conformar a convivir lo mejor posible con una realidad por ahora inamovible?
Las causas del estado social «líquido» -por citar a Baugmann- no son morales sino estructurales y la respuesta no puede ser por tanto moral. Lo que sí ocurre es que si uno toma conciencia de ese estado «líquido», enseguida y como consecuencia -y no como clave de transformación- tratará de solidificar su conducta a la medida de la realidad negada por el capitalismo, realidad que no sólo es la única compatible con la supervivencia material y cultural de la humanidad sino que es estéticamente superior. No es el consumo responsable, por ejemplo, el que va a salvar el mundo, pero es incoherente aceptar que el mundo está en peligro y no asumir inmediatamente el principio del consumo responsable. Porque el consumo irresponsable, además de irresponsable, es infantil, fantasioso, solipsista, insociable, primitivo, plutodependiente, frustrante, maleducado, cutre y poco elegante. Hay por lo tanto razones de peso, sociales y estéticas, para no dejarse llevar por la corriente. El ascetismo como principio individual es de derechas; pero la conciencia de que toda solución político-económica pasa inevitablemente por un cierto «ascetismo» social -eliminación del transporte privado, reducción en general de los desplazamientos o renuncia, por ejemplo, a alimentos no producidos cerca de los lugares de consumo- va acompañada asimismo de un enriquecimiento chestertoniano de la vida. Chesterton era lo contrario de un asceta, pero sí consideraba que ocurrían muchas más cosas en los lugares pequeños que en los grandes y que el cosmopolitismo era la peor y más pobre forma de provincianismo. La reapropiación de los límites del cuerpo y de los entornos es una necesidad ética, si se quiere, pero es lo contrario de una renuncia puritana, como quiere hacernos creer el mercado. La «crítica moralista» es una forma de «privatización» ilusoria de las soluciones que se corresponde con la privatización real de la riqueza -que es el verdadero problema. Pero nacionalizar, socializar, colectivizar la riqueza significa, por eso mismo, reducir de tamaño las existencias, volver a los cuerpos, detener los flujos, solidificar las relaciones, redimensionar los espacios. Todo eso sólo puede hacerlo una revolución económica colectiva.
Eres de los pocos pensadores izquierdistas que te has detenido -aunque sea de pasada- e uno de los grandes fenómenos de nuestros movimientos: el escisionismo y la permanente conflictividad interna (estoy pensando en el artículo sobre las tropecientas candidaturas en las elecciones europeas). ¿Como convivir con este mal endémico, que se produce a pesar de que todo el mundo lo critica y lo condena? ¿Es superable o es estructural?
Mira, no siento nostalgia de patria ni de territorio ni de costumbres o tradiciones, pero sí de militancia en una organización política fuerte. Y sin embargo ni milito ni he militado nunca en ningún partido. Al mismo tiempo vivo fuera de España, de manera que puedo contemplar esas divisiones intestinas desde una posición de cómodo desasosiego -si se me permite la paradoja. Tengo amigos -más aún, camaradas- en todo el arco político de la izquierda: IU, IA, Corriente Roja, PCPE, etc. Como a la mayor parte de los que aspiran a un cambio político -como a los propios militantes- esas divisiones nos irritan, nos deprimen, nos desalientan profundamente. Y si parecen estructurales es porque se retroaolimentan en una espiral viciosa: reflejan y agravan -acusan y causan- la derrota histórica de la izquierda en Europa. Esas divisiones tienen que ver con las dificultades de la izquierda para introducir ningún efecto real en el mundo; son directamente proporcionales a la impotencia generalizada dominante. Lo he dicho otras veces: allí donde no hay ningún poder, todo son relaciones de poder; allí donde no se puede poner a prueba la razón, todos quieren tener razón. O hay Historia o hay Psicología; y si Marx no puede morder la materia, Freud se apodera de las almas. En otro tiempo pensé que había que integrar esos partidos, buscar puntos de encuentro y alianzas políticas, pero hoy tengo la impresión, al contrario, de que es sobre todo la búsqueda de unidad a todo trance, en esta situación de debilidad, la que provoca más divisiones y asperezas. Quizás bastaría con alcanzar un compromiso de no agresión recíproca (y de colaboración puntual) y dejar que cada una de esas organizaciones acumule fuerzas por su cuenta, confiando en que la realidad -y no la voluntad- les acabará imponiendo la unidad.
El contexto de los últimos años, la decadencia de los movimientos de masas, la inoperancia partidaria y sindical…ha llevado a la proliferación de ciertos proyectos izquierdistas que, en términos generales, apuestan por la ‘fuga’ más que por el combate directo, con la habilitación de ciertos espacios sociales ‘vivibles’. A este respecto, me parece que en una entrevista llamabas a no confundir las ‘condiciones’ de la lucha con las ‘soluciones’ de la lucha. ¿Podrías desarrollar esta tesis?
Yo no confundiría la tesis del «decrecimiento», perfectamente coherente con el análisis del capitalismo como «locomotora sin control», ni los trabajos teóricos del grupo Krisis sobre el «valor» (interesantes, aunque limitados a mis ojos) con los proyectos comunitarios inspirados en la idea muy negrista de «fuga» y orientados a la constitución de nichos «habitables» desde un punto de vista humano. Es respecto de éstos últimos que he dicho en alguna ocasión que el peligro estriba en confundir las «condiciones» de toda emancipación (la redimensión de los cuerpos y los espacios) con las «soluciones», las cuales pasan por la transformación radical de las relaciones de producción (y, por tanto, con la expropiación o, mejor, la «devolución» de los bienes colectivos, hoy en manos privadas). Puede que en un momento de retroceso o debilidad como el que estamos viviendo sea necesario, desde un punto de vista táctico, evitar la confrontación. Pero la emancipación no puede consistir en evitar la confrontación por principio confiando en que esos «nichos habitables» se reproducirán por metástasis, se ampliarán y ensancharán, como una mancha de aceite, hasta apoderarse de todo el tejido social y revertir el sistema, al modo de un calcetín, sin tocar nunca ninguno de sus centros de poder. Huir de la confrontación, ¿no es precisamente lo que desean los gestores del capitalismo? Este tipo de experiencias, ¿no son funcionales -y hasta lubricantes- para el sistema en su conjunto? No se trata de buscar o no la confrontación; se trata de que -en este nuevo proceso de acumulación del que hablaba más arriba, con su triple frente expoliativo, legislativo y represivo- la única manera de evitar la confrontación es no ser molesto. La «fuga» sólo es posible si se renuncie precisamente a introducir cualquier efecto en la realidad. El capitalismo permite y hasta induce toda clase de «fugas»: lo que no permite de ningún modo es el retorno .
Vives en la periferia y por lo tanto convives, supongo, con ciertas formas de sociabilidad que antes eran propias de Galiza o España: la austeridad, la comunicación cara a cara, el uso mesurado del lenguaje, el contacto con la naturaleza…¿en que medida continúan estas realidades vivas en el ‘tercer mundo’? ¿Percibes alguna reserva de ese tipo en Europa desde la que se puedan articular resistencias?
Más que en la periferia, vivo -diría yo- en «la provincia» y aquí, si la vida es más humana, sobre todo para los extranjeros sensatos, está ya troquelada por el mismo modelo mental, que es desgraciadamente universal. El centro de gravedad de las ciudades del Tercer Mundo -otra cosa es el campo- es el Centro Comercial, donde ricos y pobres niegan la lucha de clases en una comunión mental en el espacio . Lo que une es la mirada -el hecho de que todos miran con el mismo deseo las mismas mercancías- y poco importa si sólo los ricos pueden comprarlas.
Para acabar: la edición de una selección de tus artículos en gallego da continuidad a una cierta colaboración con la lucha de nuestro país, y acrecienta la lista de naciones no reconocidas con las que te has mostrado solidario. Hoy, cuando la reivindicación nacional en ciertos países europeos incluye la participación de burguesías, partitocracias y proyectos reaccionarios (Cataluña, Escocia, Flandes, incluso País Vasco), ¿podemos considerar esta causa de los pueblos como un motor emancipatorio real?
Empezaré por expresarte mi satisfacción por esta edición de algunos de mis textos en galego. Y enseguida aclararé que no ahora sino siempre han sido las burguesías -liberales o reaccionarias- las que se han apoderado de todos los proyectos de emancipación nacional. Eso no quiere decir nada acerca de los nacionalismos porque esas burguesías se han apoderado, desde 1897, de todos los proyectos y todos los conceptos (del republicanismo al Estado de Derecho). Mi posición no ha cambiado en los últimos cinco años. Creo que todavía hoy, por mucho que se hable de su desaparición en el marco globalizado, todas las relaciones políticas pasan por el nacionalismo. Hay nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles y el cosmopolitismo es sólo la ilusión elástica de los nacionalismos fuertes, cuyos beneficiarios pueden permitirse ir de vacaciones y volver a casa. Hay, sí, nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles. La evidencia es que no se alcanza la «españolidad» a través de la democracia sino que -al revés- se obtiene un cierto grado de democracia a través de la «españolidad». Pero los límites de esa democracia están impuestos por la «españolidad» misma. La «españolidad», por ejemplo, no es tan democrática como para españolizar a todos los inmigrantes ni para desespañolizar, si así lo quisieran, a los vascos, los catalanes o los galegos. Aún más: si se trata de impedir la españolización de los inmigrantes estamos dispuestos a aceptar leyes racistas y campos de concentración inhumanos y si se trata de impedir la desespañolización de los vascos estamos dispuestos a silenciar o aplaudir la ilegalización de partidos, la tortura y la criminalización política. El capitalismo -no lo olvidemos- es un modelo de relación con el territorio o, mejor dicho, de apropiación territorial, a la que es contradictoriamente funcional la forma Nación-Estado. Bajo su hegemonía, tanto la sumisión como la liberación adoptan necesariamente un formato nacionalista. El nacionalismo, es verdad, masacró a millones de proletarios europeos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, atizó el lebensraum nazi y el expansionismo fascista y alimentó y sigue alimentando todos los imperialismos: desde el colonialismo europeo decimonónico hasta el neocolonialismo de Hulliburton o Repsol. Pero fue el nacionalismo también el que hizo la revolución francesa, liberó al Tercer Mundo -al menos nominalmente- tras la Segunda Guerra Mundial y expulsó a los EEUU de Cuba. Como decía en un artículo de hace dos años sobre el tema: «¿Nacionalismos? Unos no y otros sí : depende del enemigo, los métodos y los objetivos. El reconocimiento de que la lógica de las clases y la lógica de los territorios se cruzan en el marco de la globalización capitalista debe llevar a un ejercicio de casuística responsable y lúcido. Hasta que sea la democracia (la pura ciudadanía) la que garantice de modo igualitario el acceso a los territorios -eso es el socialismo-, estamos obligados a ceder o a resistir desde territorios histórica y simbólicamente definidos. No hay más que nacionalismo y nacionalismos: nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles; nacionalismos agresivos y nacionalismos defensivos; nacionalismos expansionistas y nacionalismos internacionalistas. A veces, es verdad, no es fácil encontrar la línea o no perderla; pero, como en el caso de la justicia, es fundamental empezar por reconocer su existencia».