«Sin duda la emoción es un elemento psicológico, pero es en mayor medida un elemento cultural y social: por medio de la emoción representamos las definiciones culturales de personalidad tal como se las expresa en relaciones concretas e inmediatas, pero siempre definidas en términos culturales y sociales.» Eva Illouz, Intimidades congeladas, Katz, 2007 Lo llaman […]
«Sin duda la emoción es un elemento psicológico, pero es en mayor medida un elemento cultural y social: por medio de la emoción representamos las definiciones culturales de personalidad tal como se las expresa en relaciones concretas e inmediatas, pero siempre definidas en términos culturales y sociales.»
Eva Illouz, Intimidades congeladas, Katz, 2007
Lo llaman amor -una alegría acompañada por la idea de una causa exterior, palabras del brillante Spinoza- cuando quieren decir capitalismo. La desazón, organizada desde los confines del poder, se apodera de los cuerpos y del pensamiento de los ciudadanos. Una especie de nueva apatía existencial -ajena a aquella (francesa, negra, literaria y de cuello vuelto) que siguió a la II gran guerra- recorre los centros comerciales y los estados de ánimo de la gente: bucles melancólicos, puertas giratorias sin salida. Las emociones, es decir, la potencialidad sensitiva del ser psicológico y social, han sido destrozadas, convertidas en instancias de consumo, dejando paso a frágiles infelicidades con efectos secundarios que atraviesan los páramos de la vida cotidiana. Sobre la sucia cinta transportadora que nos conduce por caminos sin esperanza, reina la indecisión, antesala de todos los fracasos. El aumento exponencial de los psicofármacos es un hecho. Eva Illouz -tres magníficos libros publicados por Katz- lo describe con cualitativa y bella exactitud. La era de la precariedad, mundo líquido, con sus manchas de aceite en la carretera de la autoayuda, se ha adueñado, por dejación y pereza, de nosotros.
Rompieron a golpe de piqueta y subvenciones -misión del PSOE en la Transición- las estructuras sociales, sindicatos, asociaciones, grupos, partidos. Fragmentaron, con la aceleración del trabajo, la precariedad y la vida plastificada, las imprescindibles conexiones entre las personas: lo común. Nos quieren aislados, inactivos, aptos para mercado renunciando, quizá sin saberlo, a la construcción de pequeñas islas de felicidad, espacios de comprensión. Ausente lo emocional, el espacio de lo material-sensible, imposible lo político. La era de la precariedad -desde el turbocapitalismo de los noventa a nuestros días- es una rueda de molino teñida de incertidumbre y falsedad. Como veneno de sierpe, la máscara -el modelo narrativo y de interpretación del mundo líquido- se apodera de la voluntad hasta volverla tibia, melancólica, indiferente, asocial. La reconstrucción de las relaciones afectivas entre seres libres e iguales, el tejido social-emocional desaparecido bajo la jerarquía de valores (y trampas) del capitalismo, es el único antídoto contra la molicie. El amor y la generosidad, dice Spinoza, muerto en un lejano 1677, vencen todos los estados de ánimo. La conciencia de nuestras emociones es el taller de la reconstrucción política. Recuperadas, colocadas en su espacio natural de intimidad (y no más allá), la nueva identidad colectiva puede ser un firme escalón hacia la realidad, hacia eso que antes se llamaba vida. La conciencia plena de nuestras emociones (con su componente social y psicológico como recoge Eva Illouz), no la exaltación ególatra de la subjetividad, amparada incluso por algunos sectores de la izquierda alternativa, es el laboratorio de la reconstrucción política, repito, el lugar desde el cual es posible pensar todavía transformaciones revolucionarias. Taller, laboratorio: trabajo manual y trabajo intelectual. Sin venir a cuento pienso en Antonio Gramsci, tan olvidado, sentado en su celda. Tengo una vieja foto suya cerca de mi escritorio. Pelo oscuro alborotado, gafas, papeles, enfermedades: uno más de los cientos de asesinados de la izquierda. Qué pena. (A veces, cuando pienso y escribo desde el fango artrósico de los 81 años, imagino que la revolución -de nuevo- está a nuestras puertas. Será porque últimamente leo, por recomendación de mi nieta Lola, a Slavoj Zizec -interesante pese a sus muchas excentricidades de salón- y me contagio con su enérgica prosa de combate. La ilusión, pues de una ilusión se trata, dura un segundo, pero ese instante mágico de gloria no lo cambio por ninguna otra emoción). Recuerdo de nuevo la Ethica de Baruch Spinoza, «no son las armas las que vencen los ánimos, sino el amor y la generosidad.»
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