¿Puede ser o no irreversible un proceso revolucionario?, ¿cuáles serían las ideas o el grado de conciencia que harían imposible la reversión de un proceso revolucionario? Cuando los que fueron de los primeros, los veteranos, vayan desapareciendo y dando lugar a nuevas generaciones de líderes, ¿qué hacer y cómo hacerlo? Si nosotros, al fin y al cabo, hemos sido testigos de muchos errores, y ni cuenta nos dimos…
Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra.
Fidel Castro, Discurso en el Aula Magna de la Universidad de la Habana, 17 de noviembre de 2005.
Ser de vanguardia, decimos nosotros, es estar a destiempo, en un presente que no es de todos.
Ricardo Piglia, Las tres vanguardias, 1990.
Quién no se ha visto obligado, dentro o fuera de Cuba, a responder a la pregunta «¿aún existe la Revolución cubana?». Si comenzó en esta fecha o culminó en esta otra. Si la revolución es eterna o por etapas. Si hasta un tiempo histórico fue la revolución, pero después comenzó el devenir de un Estado que cercenó toda potencia revolucionaria, etcétera. A fin de cuentas, ¿quién no ha tenido que esgrimir su propio cronómetro del tiempo revolucionario? Pero apostamos aquí a modificar la perspectiva y, en vez de darle centralidad al tiempo de duración, consideramos que lo decisivo será indagar o predecir el tiempo de retorno: el retorno de la revolución.
La Revolución cubana no se mide, en efecto, por su duración cronológica, sino por su retorno como pulsión ética y acontecimiento contratemporal.
Tiempo y retorno
En esta lectura pendular las revoluciones no mueren jamás. Y si mueren, o parece que están muriendo, es que preparan su retorno. Cuando las revoluciones se alejan, tejen invisiblemente su proximidad, su nuevo advenimiento. No olvidemos por qué se hicieron revoluciones en Cuba; por qué, como nos recordaba Fernando Martínez Heredia, Cuba resolvió sus problemas más importantes por la vía de las revoluciones. Una revolución que anuncia su muerte o su agonía está en realidad creando su retorno: arma minuciosamente su necesidad histórica. Es aquella idea de Luis Saíz, que compartiría en el testamento político con su hermano Sergio, ¿Por qué luchamos?:
«No luchamos sin un porqué, o por el mero afán de aventuras o como escape de ímpetus juveniles. Tenemos conciencia plena de la razón motriz y consideramos que son motivos incontables los que nos señalan como único medio de vivir dignamente la vía revolucionaria, demostrado como está que nada se puede esperar de politiqueros ambiciosos e inescrupulosos; además, tenemos la firme creencia del cometido generacional nuestro, ya que el destino nos obliga a cumplir, cueste lo que cueste, la gran revolución que Cuba espera desde hace siglos».[1]
En la revolución se realiza lo que estaba destinado a realizarse. ¿Pero de dónde proviene ese destino? De su ausencia.
Cintio Vitier en Ese sol del mundo moral,[2] no solo construye el devenir de la eticidad cubana, sino que también nos obliga a comprender la revolución como un fenómeno que se niega a someterse a la ley de la fatalidad histórica. En el corazón de su análisis se encuentra la dinámica del retorno, entendida no como una mera repetición de eventos, sino como una pulsión ética que busca constantemente trascender lo imposible.
La historia de Cuba, tal como la presenta Vitier, está marcada por la reiteración de la frustración. Después de los grandes esfuerzos liberadores, como la Guerra de los Diez Años, la nación se encuentra una y otra vez ante un panorama de desilusión, relajamiento moral y fatalismo. Ese ciclo —visible tras el Zanjón en 1878, la intervención de 1898 y la frustración de 1933— pareció consolidar una ley ineludible: la ley del «imposible», que hacía dudar de la viabilidad de una revolución victoriosa. La propia conciencia histórica de la nación se enfrentó al escepticismo positivista, el cual, al ver la historia sometida a un determinismo aterrador, aseveraba la impotencia del pueblo.
Sin embargo, el retorno, en esa dimensión histórica, es esencialmente la confrontación con esa ley. El acto revolucionario, al reaparecer, es la memoria ética que impide aceptar la derrota como destino. La verdadera fuerza motriz de la revolución no se halla en el cálculo político, sino en una ruptura radical de orden ético. Aquí el retorno se convierte en ontología, se manifiesta como la búsqueda de la raíz humana de la nación, única capaz de desafiar el orden de posibilidades impuesto por la tiranía.
El ejemplo fundacional es la Protesta de Baraguá en 1878. Tras la rendición materializada en el Pacto del Zanjón, la rebeldía de Antonio Maceo es un acto de principios, una negación ética de la negación de la revolución. En ese momento, la derrota se transforma en una tregua y el fuego de la lucha que recomienza y se resiste a desaparecer se convierte en semilla. Baraguá es una nueva fundación de Cuba por un acto de fe revolucionaria, como si abriese una «vía respiratoria a la patria» justo cuando la historia parecía haber dictado su cierre definitivo. Ese principio es llevado a su máxima expresión por José Martí:
«Lo imposible, es posible… Los locos, somos cuerdos».
Su gran tarea no es meramente política, sino espiritual: el primer trabajo de la persona que lucha es «reconquistarse», liberarse de la trampa del resentimiento y del odio, postulados del colonizador. Es desde esos principios éticos y místicos, certificados por la historia, que puede afirmarse que «lo imposible es posible» y que «el sueño de hoy será la ley de mañana». La imposibilidad misma se constituye como el motor de los actos y de la realización. La generación del 30 sintió en carne propia el dilema del imposible tras la frustración republicana. Como continúa rememorando Cintio, Rubén Martínez Villena condensa esta desesperación con la pregunta:
«¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada grande que hacer?».
Sin embargo, en él se verifica una «fuerza concentrada, colérica, expectante», un «anhelo impreciso de árbol» y un impulso de ascender que es la pulsión misma contenida en la imposibilidad, la cual conmina a desafiarla. El imposible no conduce a la aceptación fatalista; al contrario, su misma cualidad de imposibilidad es su «fuerza desconocida, su posibilidad mayor». Ese impulso lleva a la acción radical; el poeta declara: «Yo tiro de mi alma, cual si fuese una espada». De manera similar, la búsqueda de la «luz del imposible» se observa en el plano estético e intelectual. Poetas como los de la revista Orígenes buscaron un contrapeso a la frustración histórica en la imagen poética: «Lo creo, porque es imposible». Para ellos la posibilidad infinita debía encarnar en la imagen, trascendiendo el estancamiento de la historia inmediata.
La revolución cubana se inscribe históricamente mediante un vector ético que irrumpe contra el orden preestablecido de las posibilidades. Ese vector se manifiesta en el gesto singular que prioriza el decoro y el deber por encima del cálculo o la masa. Ese gesto no implica que sea un acto de mayorías en el momento de su inscripción, pero siempre apunta a la construcción de un pueblo como conciencia crítica.
La minoría revolucionaria, al encarnar la dignidad perdida, actúa como «el tábano fiero» de la conciencia popular.
El asalto al cuartel Moncada en 1953 fue la nueva encarnación de ese gesto singular, un acto de fe heroica que rompió el círculo de lo imposible. Aquellos jóvenes se hicieron la pregunta de Martínez Villena sobre el qué hacer y dieron una respuesta histórica; declararon a Martí como autor intelectual de su acción armada, le dieron así «el fundamento moral» y la legitimidad histórica a su causa.
Con Vitier comprendemos que el triunfo de la Revolución en 1959 no fue, pues, un accidente histórico, sino la «realización concreta» de esa pulsión ética acumulada. Por primera vez, el «será» profético se convirtió en un «siendo»: se hizo posible lo que antaño se había negado. La revolución se asentó en una «eticidad nueva, concreta y práctica», que encontró en el sacrificio y en el «amor a la humanidad viviente» sus principios innegociables.
El espectro y sus anacronías
Las reformas, los arreglos, no solo alejan a las revoluciones, también las acercan por dos vías: porque las evitan, les cortan el paso y no resuelven los problemas de raíz; y porque a veces las reformas, sin proponérselo, las expulsan, y ahí se vuelve a tejer silenciosamente la necesidad de la revolución. Podríamos decir que toda revolución retorna porque nunca se marcha del todo: queda como un espectro —diría Jacques Derrida en su maravilloso ensayo Los espectros de Marx— [3] que insiste en los intersticios de lo real, reclamando su lugar. Ese espectro no es una sombra vacía, sino un resto activo del pasado cargado de tiempo-ahora, en el sentido benjaminiano: un pasado que no pasó, que permanece a la espera de su actualización. El retorno de la revolución no se manifiesta como un evento previsible en la cronología lineal, sino como una insistencia fantasmal de aquello que nunca se ha ido del todo, como un (re)aparecido (revenant). Esa irrupción espectral provoca el desajuste y la dislocación (out of joint) del tiempo, la anacronía, que es precisamente la condición bajo la cual se hace posible la justicia en el presente.
¡Ay, de quien crea que una revolución se actualiza al volverse “moderna” y sincrónica!
Sin embargo, cuando ese retorno se ve saturado por la excedencia de imaginería y símbolos desanclados o divorciados de una práctica revolucionaria consecuente, el espectro revolucionario queda cercenado de su capacidad acontecimental. Eso ocurre porque la revolución queda atrapada en la parodia o el simulacro, repitiendo las formas y la fraseología de los movimientos pasados en lugar de afirmar su contenido propio y nuevo.
El auténtico retorno de la transformación social solo podrá tener lugar si logra romper con la lógica del fetichismo y la imagen. La revolución solo podrá retornar si renuncia a creer que se funda en la adoración de la imagen de sí misma; debe dejar de ser una representación que oculta su falta de eficacia y, en cambio, debe recuperar el espíritu emancipatorio y la búsqueda frenética de justicia en un tiempo que, por definición, está fuera de quicio y está siempre por-venir. De esa manera, el espectro del comunismo puede ser gestionado como una herencia crítica para afirmar la promesa de justicia en el porvenir, sin ser poseído por la imagen dogmática del pasado.
Porque lo decisivo sigue siendo el pueblo, que sólo se vuelve fuerza histórica si es interpelado por una masa crítica, como emergencia y articulación de un nuevo «momento constitutivo». En el sentido otorgado por René Zavaleta[4] se trata de un estado excepcional de identificación, de unificación construida por un sujeto colectivo capaz de reconocer en ese espectro no una nostalgia, sino una posibilidad abierta. Y, sin embargo, aquello que impulsa esa masa crítica proviene de un fondo inconsciente —como sugiere Kusch— [5], un sustrato existencial que busca forma, que pugna por realizarse cuando las estructuras vigentes ya no pueden contenerlo.
La revolución, así entendida, no es un acto voluntarista ni un accidente, sino el acontecimiento que irrumpe cuando ese fondo histórico-vital encuentra finalmente la forma capaz de alojarlo, o se agencia de la forma precisa a patadas con las puertas de la historia.
En su retorno se juega siempre esa dialéctica: un fondo que presiona y una forma que tarde o temprano cede, que cae, se transforma o emerge en forma nueva. Y así lo que estuvo ausente reaparece como necesidad histórica. Para ello, solo la voluntad inquebrantable que pueda desarrollar una autocrítica histórica podrá «señalar el camino» a las masas que siempre «están listas».
Los obstáculos al retorno
Debemos hacer otra vez una fenomenología de la revolución para responder a su crisis y preparar su permanente advenimiento. Para ello nombraremos cuatro factores históricos que trabajan para el no-retorno, alfareros de la dominación, demiurgos de lo imposible, que funcionan como obstáculos a la pulsión revolucionaria como acto ético contratemporal.
El primer obstáculo al retorno revolucionario es el de la dominación colonial. La imposibilidad del despliegue de un Estar cubano. La imposibilidad de una realización telúrica de nuestro Ser. Aunque la dominación colonial haya desaparecido —gracias a las revoluciones— debemos cuestionar precisamente su desaparición. Las revoluciones realizan un sentido de ser y estar propio, no alienado, un sentido de libertad profundo, en cuanto rompen las cadenas invisibles que aprisionan a la autoestima de ser. El impedimento estructural que proviene de la condición colonial: ser cubana, ser cubano.
Por ello Silvio Rodríguez cantó una vez: «Vivo en un país libre cual solamente puede ser libre». ¿Por qué «solamente puede ser libre»? Precisamente por ese elemento originario de nuestro ser. De cómo nuestra existencia encontró en las guerras y en las revoluciones una vía de acceso al ser que nos fuera negado por la condición colonial. Es algo importante, porque lo podíamos haber aprendido en los libros o en acumulaciones culturales que suelen ser más lentas. Los autonomismos, por ejemplo, fueron siempre esa tensión o ese intento por ser libres por etapas, sin molestar al colonizador, reconociéndole sus «virtudes» o considerando como derechos a las migajas de turno. El autonomismo afirma que la condición de mi ser se realiza sin molestar a quien me domina. Pido permiso para ser lo que estoy destinado a ser, cuando ese destino solo es posible si lo realizo con mis propias fuerzas. Y eso es lo fundamental, porque forma parte de nuestra existencia como cubanos. Toda impotencia en la realización de nuestro ser actual es el retorno regresivo de nuestra condición colonial, que deviene como subjetividad impotente y desarmada.
Toda subjetividad agónica y frustrada que se encuentra en el callejón sin salida en el que a veces se presenta la historia, reclama ser dominada, no se libera sin pedir permiso o compasión a quienes le dominan o a potenciales Amos.
He aquí lo decisivo: cuando retorna nuestra impotencia subjetiva colonial, también sin saberlo reclamamos el retorno de la Metrópoli.
La metrópoli como figura fenoménica del ser colectivo dominado, que sostiene la dominación, pero calma la angustia de la imposibilidad de ser. Se puede trabajar para hacer partos de revoluciones, o realizar silenciosamente partos de metrópoli. No importa quién ocupe el lugar de la metrópoli si calma la angustia de nuestro ser y su existencia colonial.
Un segundo obstáculo histórico es la dominación del imperialismo estadounidense. Fue nuestra metrópoli de suplencia, nuestro síntoma segundo de la condición colonial.
Aquella idea de Emilio Roig: «Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos»,[6] era esa necesidad existencial de no confrontar la realidad de una libertad intervenida y coartada en sus fines.
El reverso del autonomismo no es el independentismo, sino el anexionismo.
La anexión es un paso adelante de la condición agónica de la subjetividad colonial, es la asunción de la impotencia de ser como destino inmodificable.
Es el intento frustrado e imposible de borrar toda diferencia con el Amo, es una modalidad de la muerte del sujeto, que reclama en sus formas más extremas el aniquilamiento de cualquier gesto que recuerde nuestra irreverencia histórica por intentar ser más allá de la condición colonial. La subjetividad anexionista puede comulgar con el deseo reaccionario de la isla invadida y destruida, porque desea destruir todo gesto que recuerde su propia rebeldía, si alguna vez la tuvo. Quiere eliminar todo aquello que aún testarudamente luche contra el curso colonial de la historia. Es la mímesis sin ambivalencia y sin tensión; es la entrega total. Desde el mayoral en la colonia hasta Marco Rubio, hemos tenidos todas las variedades posibles de esa figura abyecta. Lógicamente, su centro ordenador es el poder abyecto del imperialismo, que no renuncia a su deseo de aniquilación. Deseo que le es estructural, pues aunque un día dejáramos de ser, lo que una vez fuimos no desaparecerá. Porque el imperialismo no soporta a las revoluciones de verdad, pero sobre todo no soporta sus espectros, su potencia de retornabilidad, su alto peligro de contagio.
El tercer gran obstáculo es el sistema de relaciones capitalistas que fueron dominantes hasta 1959, que armaron a su imagen y semejanza un sistema de relaciones sociales, económicas y ético-políticas propias de una subjetividad y un régimen de deseo consustancial a la reproducción del capitalismo.
La década de los noventa se presentó para Cuba, en palabras de Fernando Martínez Heredia, como un verdadero horno,[7] una coyuntura compleja por la riqueza de movilidades y retornos, de emergencias y pérdidas, de permanencias y cambios. En ese crisol, donde la predominancia del capitalismo a nivel internacional imponía sus reglas, el espíritu del poder revolucionario se vio sometido a una prueba existencial: la de negar la rendición ante la ontología de lo imposible, que retornaba ahora con una fuerza sin par a raíz de la introducción de relaciones capitalistas no presentes en el periodo anterior. El fundamento de ese desafío para Fernando radicaba en el carácter mismo de la Revolución de 1959. Aquel evento histórico no fue un mero cambio de gobierno, sino un acontecimiento trascendental que desató a la gran masa de los dominados, que derribó «los límites de lo posible» y cambió la historia.
En medio de la crisis de los noventa, el poder revolucionario, lejos de sucumbir a la filosofía de la rendición ante el determinismo económico, decidió partir de las duras realidades para «forzarlas a dar resultados superiores a lo esperable». Tal ambición solo es concebible «mediante acciones conscientes y organizadas que movilicen las fuerzas existentes» en pos de sus ideales y su proyecto. En Fernando el imperativo ético en acto no es el despliegue espontáneo de una esencia ahistórica, es la imposición lúcida del plan hacia un nuevo régimen de deseos socialistas, que habría que impulsar en las más difíciles condiciones.
Por ello señaló que, a pesar de las carencias y los profundos defectos arrastrados, el poder político conducido por Fidel en los noventa luchó arduamente por mantener en lo esencial el pacto social que sustentaba el sistema, un pacto basado en la redistribución sistemática de la riqueza y una tendencia igualitarista. La persistencia de la identificación entre la revolución, la soberanía y la justicia social obró a favor del Estado nación. La identidad nacional cubana, profundamente arraigada, mantuvo viva su capacidad histórica de levantarse para prefigurar utopías, para darle un sentido trascendente a la vida cotidiana. Tal es la esencia del retorno del acontecimiento: la Revolución no renunciaba a su ontología de desafío, sino que reafirmaba su voluntad política frente a la fatalidad económica.
Sin embargo, en paralelo a esa resistencia épica, emergía una grave y corrosiva tensión interna: el retorno de las relaciones de tipo capitalista. La Revolución de 1959 había sido tan profunda que logró cuestionar y deslegitimar rasgos previamente dominantes, propios de la ideología capitalista, como el mercantilismo, el afán de lucro, el individualismo y el egoísmo. En la década de los noventa, esos mismos rasgos volvían a lastrar nuestro camino y trataban de abrirse paso de mil modos. Bajo nuevas circunstancias, los rasgos propios del capitalismo se comenzaron a relegitimar.
El avance de esas «nuevas» relaciones, antagónicas a un proyecto socialista, encontró un aliado funcional en el olvido de las luchas de clases. Fernando advertía que, de triunfar tal dinámica, se produciría la típica escisión del individuo entre lo cotidiano y lo cívico, entre la moral individual-familiar y la de los comportamientos económicos. El peligro radicaba en que la transición capitalista podría no ser un elemento meramente adicionado al proceso, sino que podría hegemonizarlo y revertir el signo socialista del proyecto revolucionario.
Lo que se arriesgaba, en su lectura, era la disociación entre lo cubano y el socialismo, que igualaría al país a la mayoría de las naciones, donde la identidad no guardaría relación con un proyecto socialista de justicia social.
Consideraba incluso que la amenaza más insidiosa provenía de la guerra culturaldesplegada por el capitalismo contemporáneo. Pero esa guerra no se presentaba bajo las fórmulas de la vieja contrarrevolución, sino que venía disfrazada de «progreso», «acomodo a nuevas circunstancias», o «necesidad inevitable». Buscaba neutralizar el potencial de rebeldía contenido en los avances humanos —como la conciencia ecológica o la exigencia democrática— y hacer que todos acepten que la diversidad humana solo cabe en una vida regida por el capitalismo. Para que esa homogeneización fuese eficaz en Cuba, debía desmontar los elementos fundamentales de la ruptura cubana con la dominación capitalista, borrar todas las expectativas anticapitalistas, patrióticas y comunistas que se arraigaron durante décadas.
Así, la década de los noventa se configuró como el escenario de un doble retorno: la reafirmación soberana del poder revolucionario a través de actos que desafiaban la imposibilidad, y la reemergencia de las lógicas capitalistas que, impulsadas por la crisis económica y una poderosa guerra cultural, amenazaban con hegemonizar la transición y desmantelar el proyecto socialista que había enlazado con mucha fuerza a la nación y a la justicia social.
Un cuarto y último obstáculo es el de la institucionalidad vaciada de revolución.
Nos referimos a la dominación burocrática con simbología revolucionaria desustancializada. Sin ánimo verdadero de cambiar los destinos del país, mimetizadores y posibilistas de su época, que tienen en la corrupción su modalidad abyecta. Que trabajan contra las revoluciones trasvistiéndose de ellas. Aquí la condición subjetiva colonial asume el discurso revolucionario en sus efectos demagógicos, pero no en sus consecuencias radicales. Son los denunciados por Fidel en el Aula Magna, el «nosotros sí podemos destruirla» de la Revolución. Es el signo de la traición que Pablo de la Torriente Brau puso en Batista. Signo de la traición que recorre las épocas y que puede condensarse en todos aquellos que olviden el mandato ético del pueblo que lo entregó todo, hasta lo que no tenía, por su fidelidad a la condición suprema de ser libre.
Ese factor interno nos parece el decisivo, porque la subjetividad burocrática es el verdadero organizador político en las sombras de los factores anteriores y es el responsable político del callejón sin salida al que puede haber arribado el proyecto revolucionario.
El retorno del acontecimiento revolucionario
Si entendemos la revolución como un proceso de descolonización del ser, siguiendo la intuición profunda de Fanon,[8] entonces lo que está en juego no es sólo un cambio de estructuras, sino la recuperación de un poder hacer que hubiese sido históricamente mutilado. La subjetividad colonial, cuando ya no existe la colonia formal, retorna como impotencia: es esa sensación de no poder, de no alcanzar, de no tener fuerza para decidir el propio destino.
Se filtran las viejas figuras coloniales bajo nuevas máscaras: el autonomismo como forma tímida del ser subordinado que pide permiso para existir; el anexionismo como renuncia total, como deseo de borramiento propio para confundirse con el Amo; y la burocratización como su variante más insidiosa, porque reproduce el mando colonial bajo el lenguaje de la revolución, anulando la iniciativa popular en nombre de un orden supuestamente protector.
Frente a esas variantes del ser disminuido, la revolución reaparece como el movimiento que restituye la capacidad de actuar, de decidir, de crear realidad desde abajo. Descolonizar el ser implica, entonces, desmontar esas figuras de la impotencia y reactivar la potencia histórica del sujeto colectivo: retornar al aprendizaje histórico de que sí es posible hacer la revolución.
Si pensamos la revolución desde la teoría del acontecimiento de Badiou,[9] aparece como esa irrupción que rompe el consenso de lo dado y abre una posibilidad inédita, un nuevo régimen de verdad. En Derrida vemos que el espectro viene cargado de pasado. Ese pasado es un fantasma doble, que convoca al retroceso, a la nostalgia, o es un fantasma inquieto que abre a lo nuevo.
Con Badiou la continuidad de la revolución no depende de la mera inercia histórica, sino de una ética de la fidelidad: sostener en el tiempo lo que el acontecimiento inauguró, afirmar la verdad que reveló, incluso cuando todo el entorno social conspira para devolvernos al orden previo.
La revolución contiene esa tensión entre espectro y acontecimiento como régimen de lo nuevo. La corrupción y la burocracia no son, por consiguiente, sólo formas de infidelidad, sino dispositivos concretos que buscan cancelar el acontecimiento desde adentro, clausurarlo antes de que su potencia se complete. Operan al servicio de un espectro que es negación de lo nuevo. La burocracia intenta normalizar lo excepcional, devolver el acontecimiento al terreno de lo administrable, es decir, borrarlo. La corrupción, por su parte, opera como un contrato tácito con el viejo mundo, reintroduciendo sus lógicas de individualismo, egoísmo y deshonestidad. Ambas funcionan como contrafuerzas ontológicas: mecanismos de neutralización que impiden que el acto revolucionario se realice plenamente y que el nuevo sujeto que la revolución inauguró pueda consolidarse.
Crisis de sentido y de proyecto
En las épocas de crisis de sentido, cuando el horizonte colectivo se estrecha y la vida social parece girar sin proyecto, la revolución corre el riesgo de devenir un símbolo vacío, un significante repetido, pero sin fuerza performativa. Ese vaciamiento no implica su desaparición: lo que se vuelve hueco en la superficie se dota de densidades en el subsuelo. Como advertía Benjamin, en los momentos de derrota o estancamiento el pasado emancipador se carga de un «tiempo-ahora»[10] que exige ser activado; y como sugería Derrida, aquello que parece muerto retorna como espectro, para importunar en los bordes de lo visible y reclamar la deuda con lo que pudo ser y aún no es. La ausencia de horizonte abre la puerta a las formas regresivas del ser: reaparecen las viejas subjetividades coloniales que buscan amparo en un Amo externo, las fantasías anexionistas que prometen una salida sin conflicto, o la clausura burocrática que administra la miseria moral como si fuera orden. Pero incluso en ese terreno árido, la revolución sigue operando como imaginario necesario: no como consigna vacía, sino como principio de esperanza —en el sentido de Bloch—,[11] esa fuerza anticipatoria que mantiene abierto el porvenir cuando la realidad lo ha cerrado. En la crisis la revolución no se extingue: cambia de lugar, se vuelve espectral, se esconde en la grieta de la historia a la espera de asestarle un zarpazo a la inercia y probar así que todavía es posible otro comienzo.
Hablar de «destino» en relación con la revolución sólo tiene sentido si lo entendemos no como una teleología triunfalista, sino como una necesidad histórica que emerge precisamente del bloqueo del ser. Marx ya había mostrado que la historia avanza a través de sus propias contradicciones, que los momentos de estancamiento y crisis no son interrupciones del proceso, sino las condiciones mismas de su superación. En Cuba, volviendo a Fernando Martínez Heredia, el proyecto socialista no fue una opción entre otras, sino la forma concreta que adoptó la necesidad de realización nacional frente a siglos de dependencia; su «destino» no estaba escrito, pero se volvió ineludible cuando ninguna otra vía podía resolver la fractura estructural del país. Y, como recordaría Césaire,[12] toda historia marcada por la colonialidad queda abierta, inacabada, mientras no se complete la descolonización del ser. Por eso, cada vez que esa descolonización se detiene o retrocede, la necesidad de revolución retorna.
Lo que llamamos retorno como destino no es entonces una fuerza mística, sino el nombre que le damos a la presión histórica que surge cuando un pueblo se ve impedido de ser plenamente: una teleología negativa y paradojal donde la imposibilidad misma genera el movimiento que busca superarla.
Proyección de un nuevo advenimiento revolucionario
Las fuentes históricas de la necesidad de revolución en Cuba siguen actuando bajo nuevas formas, recordándonos que la historia no avanza por simple acumulación, sino por irrupciones que nacen del bloqueo del ser. La dominación colonial dejó como herencia la impotencia del sujeto y la tendencia a formas regresivas del ser; la dominación imperial consolidó el anexionismo como figura extrema de la muerte del sujeto, como renuncia al poder hacer; las relaciones capitalistas pueden haber modificado a su favor la correlación de fuerzas en el camino de la transición socialista; la dominación burocrática puede haber clausurado la potencia revolucionaria desde dentro, al instituir gestos de una revolución mimética que administró símbolos mientras erosionaba la sustancia emancipadora. Las cuatro matrices de dominación, obstáculos del retorno revolucionario, se entrecruzan en la subjetividad contemporánea, reactivadas por la crisis económica, el agotamiento del horizonte y el desencanto cotidiano. La trampa de las reformas —que prometen cambios sin transformar las estructuras— ha reinstalado una sensación generalizada de impotencia que hace retornar, casi sin que lo notemos, las viejas sombras coloniales: pedir permiso para existir, delegar la capacidad de decidir, el refugio en figuras externas de autoridad, y el signo de la traición de nuestra memoria ética. La pregunta en el fuego de los noventa era «¿cuánto podremos acotar y delimitar el alcance y los efectos de la reintroducción de relaciones capitalistas?». Hoy la pregunta quizás sea «¿cuánto podremos hacer para que no quede el socialismo como vector de la transición recluido y expulsado de la vida concreta de las personas?»
Precisamente en las tensiones de ese retroceso histórico, como ha ocurrido siempre en la historia cubana, empieza a tejerse de nuevo el hambre de revolución. Lo que retorna no es una nostalgia, sino una presión histórica: un espectro que se instala en la vida diaria, para señalar que lo existente ya no puede sostenerse y que el fondo vital del país busca nuevamente una forma capaz de alojarlo. Tal es el umbral en que hoy se encuentra Cuba.
No basta con reformas, ni con restaurar viejas seguridades; lo que se exige es un nuevo acontecimiento político capaz de reactivar la potencia colectiva, de romper el círculo de la impotencia y de reabrir el porvenir.
De ahí que una teoría y una práctica del advenimiento revolucionario se vuelvan imprescindibles: comprender cómo retorna lo que fue interrumpido, cómo reaparecen las fuerzas que quedaron suspendidas, cómo el fondo histórico-vital presiona para convertirse otra vez en acontecimiento. Si la historia cubana es la historia de sus revoluciones, entonces el presente, lejos de ser un cierre, anuncia la preparación de un nuevo capítulo. Lo que se está gestando no es una repetición, sino un recomienzo: el momento en que la necesidad histórica, al atravesar la crisis del ser y del proyecto, vuelve a reclamar su derecho a realizarse.
Apertura al retorno revolucionario
En 1966, en El ejercicio de pensar,[13] Fernando trató de articular las complejas relaciones entre la actividad intelectual en la revolución, sus nuevas tareas y la imbricación con las funciones del partido. En su análisis el espíritu de partido no es disciplina burocrática ni obediencia ritual, tampoco es el culto heredado a símbolos vaciados de sentido: es, ante todo, la imbricación entre pensamiento crítico y transformación concreta de la vida del pueblo. Un partido sólo respira cuando articula teoría y experiencia popular, cuando piensa con el país y no sobre él. Por eso, el espíritu de partido se opone radicalmente al seguidismo y a la obediencia ciega: allí donde se exige renunciar al pensamiento para mantener la «unidad», la organización conserva la forma, pero pierde su fuerza vital. Para Fernando, el espíritu de partido tampoco se recibe como legado sentimental; no se hereda, se recrea en cada práctica viva, en cada gesto que vincula la reflexión con la acción.
De ahí, lo que consideramos su aporte más disruptivo: un partido fiel a sí mismo es un instrumento para producir insubordinaciones creativas, no para administrarlas ni neutralizarlas.
Ese espíritu implica también una ética de responsabilidad popular: hacerse cargo de las angustias reales de la gente, acompañarlas, intervenir en ellas, porque ahí —en la densidad de lo cotidiano— está la fuente de toda invención revolucionaria. Cuando el partido se aleja de esta vitalidad, la revolución se vuelve mimética, mera representación de sí misma; cuando lo recupera, la revolución se reactualiza como potencia histórica. El espíritu de partido funciona, pues, como una matriz política y subjetiva desde la cual puede prepararse el retorno de la revolución: la condición viva que hace posible que un acontecimiento vuelva a abrir el horizonte de lo que parecía clausurado.
Esta noción de partido no reside en el aparato partidario, aunque lógicamente Fernando esté pensando en los efectos de ese aparato y las dificultades que encuentra para convertirse en verdadero instrumento de la política revolucionaria. Sin embargo, produce un hallazgo que trasciende la lógica institucional y nos indica la potencialidad emancipatoria —al decir de Miguel Mazzeo— [14] que radica en pensar cuáles podrían ser las formas de organización revolucionaria que puedan sostener hoy el retorno del acontecimiento revolucionario. Se trata de poner en juego, primero, la fidelidad al proyecto como imposible. No importa su minoritaria singularidad, ni su manía de salmón a contracorriente de este tiempo, es otra vez la ética primigenia de lo imposible, aunque toda la sociedad se haya hundido en el sentido común colonial-capitalista. Luego, se trata también de construir una acumulación fecunda, que pueda, por saltos pequeños y sucesivos, reunir, convocar y encender una masa crítica que sitúe a la transición socialista en ofensiva, cosechando victorias, y no a la defensiva, conservando hatos de socialismo.
Consideramos, además, una hipótesis contrapuesta a uno de los ejes de la discusión actual que sitúa la actual crisis de proyecto y de sentido en la ausencia de Fidel o en la edad de los líderes históricos que siguen vivos.
Más decisivo que la falta de un líder carismático es la erosión del espíritu de partido: la quiebra de la imbricación entre trabajo intelectual, organización política, proyecto revolucionario y vida del pueblo. La crisis no es sólo de liderazgo, sino de la capacidad de articular nuevamente la Idea, el Proyecto y los factores materiales y espirituales de la existencia popular en una forma política viva.
Lo que falta no es una figura providencial, sino una organización capaz de reactivar esa matriz donde pensamiento crítico, creatividad popular y orientación socialista vuelvan a encontrarse. Recuperar el espíritu de partido —no como disciplina burocrática, sino como motor de insubordinaciones creadoras en favor de la dignidad del pueblo— es una de las vías más profundas para derrotar el «imposible revolucionario» de esta época y reabrir la posibilidad de un proyecto socialista que vuelva a ofrecer horizonte, sentido y porvenir.
Notas:
[1] Obras completas de los Hermanos Saiz, recopilación de Aldo Martínez Malo, edición mimeografiada, 1959.
[2] Vitier, C. (2021). Ese sol del mundo moral: para una historia de la eticidad cubana. Biblioteca Nacional de Cuba José Martí.
[3] Derrida, J. (1998). Espectros de Marx: El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional (J. M. Alarcón y C. de Peretti, Trad.). Editorial Trotta. (Obra original publicada en 1995).
[4] Zavaleta Mercado, R. (2009). «Las masas en noviembre». En L. Tapia (Comp.), La autodeterminación de las masas (pp. 207–262). Siglo del Hombre Editores; CLACSO.
[5] Kusch, R. (2007). «La seducción de la barbarie». En Obras completas. Tomo I (pp. 3–115). Fundación Ross
[6] Roig de Leuchsenring, E. (1996). Cuba no le debe su independencia a los Estados Unidos. Editora Política.
[7] Martínez Heredia, F. (1998). En el horno de los noventa. Identidad y sociedad en la Cuba actual. La Gaceta de Cuba, (5).
[8] REFERENCIA A FANON
[9] Badiou, A. (1999). El ser y el acontecimiento (Trad. R. Sánchez). Manantial.
[10] Benjamin, W. (2021). «Sobre el concepto de historia». En Tesis sobre la historia y otros fragmentos (pp. 41–77). Contrahistoria.
[11] Bloch, E. (2007). El principio esperanza. Volumen I (F. Serra, Ed.). Editorial Trotta.
[12] REFERENCIA A CESAIRE
[13] Martínez Heredia, F. (2022). «El ejercicio de pensar». En La Tizza: https://medium.com/la-tiza/el-ejercicio-de-pensar-dd46f2727b1e (Medium)
[14] Mazzeo, M. (2023). La comunidad autoorganizada: Notas para un manifiesto comunero (1a ed.). El Colectivo; Tiempo Robado Editoras.
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