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La revolución no es pasiva, es subversiva

Fuentes: Argenpress

Según los esclarecedores análisis realizados por Antonio Gramsci, el poder nunca está fijo en la sociedad, sino constituido por relaciones de fuerza entre las clases sociales que la integran. Los revolucionarios jamás deberían, en consecuencia, ser pasivos, sino rebeldes. Deben tomar la iniciativa para modificar las relaciones existentes de poder y de fuerza. Esto se […]

Según los esclarecedores análisis realizados por Antonio Gramsci, el poder nunca está fijo en la sociedad, sino constituido por relaciones de fuerza entre las clases sociales que la integran. Los revolucionarios jamás deberían, en consecuencia, ser pasivos, sino rebeldes. Deben tomar la iniciativa para modificar las relaciones existentes de poder y de fuerza.

Esto se expresaría, en un primer momento, durante la etapa de insurgencia y de resistencia contra el orden capitalista establecido, siendo necesario acentuarlo una vez que se tome el poder, sea cual sea la vía utilizada: las armas o el voto. Sin embargo, muchos revolucionarios desatienden esta tarea vital e insoslayable, obedeciendo inconscientemente a los patrones de conducta inducidos por la cultura dominante que les hacen ver que bastan las buenas intenciones para transformar el mundo, cayendo así en el terreno fácil del asistencialismo oficial, titubeando -en algunos casos- respecto a la pertinencia o no de abrirle espacios de participación y de protagonismo a los sectores populares en la construcción efectiva del socialismo.

Esta situación ha sido una constante en la historia revolucionaria de nuestros pueblos, muchas veces traicionada y desviada por la falta de claridad ideológica de sus dirigentes, gran parte de los cuales se engolosina con el poder, volviendo las cosas a su punto de partida, sin transformar nada, sólo la nomenclatura. Al respecto, en muchos casos se ha desvirtuado el socialismo como alternativa revolucionaria al capitalismo, dándose la incongruencia de querer convivir con él, en lugar de trascenderlo, suprimiéndolo. Es decir, no hay la insurgencia anticapitalista por excelencia que debiera promoverse a todos los niveles posibles, sino adaptación al sistema capitalista, lo cual pervierte, desacelera y acaba finalmente con toda pretensión revolucionaria de envergadura, cuestión que debiera obligar a todo revolucionario auténtico a contribuir positivamente con el desarrollo de las condiciones subjetivas y objetivas que harán posible la revolución, impulsando un mayor nivel de organización y de conciencia revolucionaria entre las masas como actores sociales, a fin de acoplarlas a las condiciones objetivas del momento en lo que respecta al desarrollo y la crisis económica capitalista. En todo ello debe existir un proceso de formación de una voluntad colectiva que tenga sus asideros en la fundación de un nuevo Estado y de nuevas vías y estructuras sociales y nacionales, aunque se viva cierta incertidumbre -subsanable, por supuesto- respecto al futuro.

La revolución -lejos de ser un hecho previsible de la evolución humana- es algo que rompe con el orden y la estabilidad de los fenómenos. Representa, por lo tanto, un cambio que ha de ser radical, de manera que se extienda un abanico de reales oportunidades de acción para cada individuo, sin que lo contenga ningún comportamiento preestablecido de antemano, rompiendo con la lógica imperante de la indiferencia de las masas. Esto mismo vale en relación al capitalismo cuando se establece el pretendido carácter absoluto de las leyes del mercado y se relega todo lo humano o social a un segundo plano, prescindible según la óptica de la economía, pero que se fragmenta y se diluye si las masas emprenden conscientemente su organización, tanto política como reivindicativa, recuperando en una sola lucha todas las luchas populares del pasado. Con ello en mente, no será difícil plantearse un camino revolucionario de constantes cuestionamientos al orden establecido, lo cual servirá para trascender el marco secular de la sociedad capitalista.

Los cambios, por tanto, deben expresarse tanto individual como colectivamente, en lo económico, lo social, lo cultural, lo espiritual y, más aún, en lo político. No puede aceptarse fragmentación alguna, ya que toda lucha fragmentaria termina fracasando y no favorece esa visión de conjunto que debe manejar todo revolucionario en su empeño por hacer la revolución.