Aparentemente asqueados de esta metafísica llamada «yo», hemos comenzado a prescindir de su unidad verbal en nuestras narrativas, proscribiéndole y suplantándole por un prejuicio. Fijando en la prohibición un criterio estéril y reaccionario. Reduciéndonos a protestar por el lenguaje contra toda una existencia de tradición metafísica sin posibilidad de erradicar su prestigio en forma definitiva. […]
Aparentemente asqueados de esta metafísica llamada «yo», hemos comenzado a prescindir de su unidad verbal en nuestras narrativas, proscribiéndole y suplantándole por un prejuicio. Fijando en la prohibición un criterio estéril y reaccionario. Reduciéndonos a protestar por el lenguaje contra toda una existencia de tradición metafísica sin posibilidad de erradicar su prestigio en forma definitiva. La nuestra pareciera erigirse como una solución metafísica a un problema metafísicamente concebido (a veces pienso que no leímos bien a Nietzsche). Paradójicamente, frente a esta inédita versión seglar de la antigua trinidad cristiana (etnocentrismo, antropocentrismo y egocentrismo) no hemos hecho sino declarar empecinadamente nuevas y variadas identidades, o aclamar con júbilo lo identitario. De hecho, todo el drama de nuestro siglo consiste en continuar creyendo en la pregunta por el ser: una pregunta cuya importancia residiría en su articulación política por y para la política y una pregunta capaz de estimular en contraste toda clase de delirios contra eso mismo. Verbigracia, los delirios del fascismo occidental: comenzando con Europa, pasando por USA y terminando con Israel.
Ésta, que quizás representa a nuestra mayor vergüenza epocal, la hemos leído en Cioran, en Sabato, en Camus y en todos los grandes escritores del siglo pasado. Una vergüenza accesoria resultado de una interpretación idealista de la realidad: el yo, la etnia y el hombre no son realidades ontológicas más allá de toda realidad; el yo, la etnia y el hombre son ocurrencias dialécticas entre muchas otras en un universo inabarcable. Fuera de nuestras narrativas no poseen mayor estatuto del que poseería la extinción de una estrella. Sin embargo, en nuestra reacción a esta hilaridad -tan virulenta como su constitución- volvemos a expresar nuestro prejuicio metafísico y lo hacemos adhiriéndonos a uno nuevo. ¡Ay de aquel que no sea capaz de articular en plural!
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