En silencio, muy lentamente, acabamos de decirles a nuestros hijos que Eva Forest ha muerto. A sus cuatro años, sus rostros reflejan los nuestros. Julio Antonio ha preguntado: «¿y no la veremos más?, y cuando pronunciamos el difícil, acaso imposible de pronunciar: «No», César responde: ¿y no podemos hacerle una estatua? Ellos le llaman «mi […]
En silencio, muy lentamente, acabamos de decirles a nuestros hijos que Eva Forest ha muerto. A sus cuatro años, sus rostros reflejan los nuestros. Julio Antonio ha preguntado: «¿y no la veremos más?, y cuando pronunciamos el difícil, acaso imposible de pronunciar: «No», César responde: ¿y no podemos hacerle una estatua?
Ellos le llaman «mi amía Eva». Repaso en la memoria las fotos. Ella los carga en disímiles posiciones, en distintas edades. En cualquier rincón de la casa aparece un lápiz, una rana de juguete, un sacapuntas, un papelito dibujado a mano, que ella enviaba en ráfagas.
En Hondarribia, viví una semana en la casa de Eva y Alfonso. Allí un amigo recordó que uno reconoce olores en todas las casas, menos el olor de la propia. Conservo el aliento de aquella casa, los recodos de su olor. Los seres humanos tomamos a menudo la forma de las cosas: hemos aprendido en la historia de ellas un encorvamiento, un gesto de la mano, un parpadear de los ojos, una grafía al sentarnos, una manera de mirar, e irresponsables, pensamos que son nuestros, que nacimos con ellos.
La casa de Eva tiene el olor de Eva. Pero si uno la observa, la casa actual nada tiene que ver con el mapa de su nacimiento. La casa ha ido cambiando según las edades, más bien según las estaciones, de Eva. El pasillo, las flores de la fachada, el patio, el baño lleno de fotos y hojas secas, han tomado la consistencia física de sus brazos, piernas,
rodillas y orejas. El pasillo de la escalera tiene la forma de su corazón: allí donde los carteles anuncian las batallas por la libertad de Eva, carteles en castellano, en euskera, en francés, en inglés, carteles que claman por la libertad de ella, Eva presa, Eva sin saber de sus hijos, Alfonso expulsado de país en país, mientras Eva recibe en prisión las visitas de los torturadores y los poemas de Alfonso.
Al pasar por un estadio de fútbol, no recuerdo su nombre, Eva comenta emocionada que, tras salir de la cárcel, allí la recibió una multitud que deliraba en la felicidad del coraje. Su cara se enciende. En ese momento, ella es el rostro de la libertad, de los que luchan, caen, se levantan y siguen. Eva en Madrid, en Viet Nam, Eva en Cuba, en Iraq. Eva a solas consigo misma, y contra lo que dentro de uno quiere desistir. Ella es el rostro de la tristeza, del dolor de las pérdidas, pero es también la faz de una conquista: cuando se ha arrebatado al miedo la posibilidad de ser uno mismo.
En la foto Eva sale de la cárcel. Afuera le esperan Alfonso, y Evita, que da un salto con un ramo, escaso de flores, en la mano. La foto retiene a Evita en el aire, suspendida a centímetros del suelo, agitando la mano. Para mi su salto es mi sobresalto, el sobrecogimiento de ese gesto, lo que la distancia entre el suelo y el salto de Evita grita, todo lo que, habiendo callado, ahora revienta.
Eva nos hace descender por una montaña enrevesada. Hace detener el automóvil y nos lleva hacia un muro. Allí escuchamos, en silencio, el ruido del mar. Allá abajo, muy abajo, rompen las olas. Eva narra, despacio -todavía en susurros décadas después- su historia de la lucha contra Franco, la gestación de Operación Ogro, habla de amigos que
quedaron, de personas que deberían estar siempre, de la memoria como una trama de dignidad a diario conquistada.
En su casa, Eva prepara una «sopita de amor». Yo, en silencio, no pregunto, no hablo. Solo agua y cebolla es la sopa. Corteza de pan y cebolla, golpea Miguel Hernández en mis sienes. Esa sopa es el alimento de muchos días de los hijos de Eva, de Eva presa. No lo digo en voz alta, pero me juro que el sabor, la textura, el color de esa sopa no podré olvidarlo. No olvido. De esa sopa habrán de beber mis hijos si aspiran a ser libres. Mañana o dentro de treinta años, pero de seguro
nos encontraremos, más de una vez, frente a su plato. Ese día, como tantos, volveremos a hablar de Eva.
Veré cómo le explico a César que la silueta de Eva es incapaz de ser atrapada en una estatua. Ello le diré, y por supuesto, miento. No hablamos de su cuerpo. Le diré que puede dibujar su sonrisa. Una sonrisa que no cesa. Una sonrisa que lo llevará, impertérrito y tenaz, por el camino rudo de la verdad.
Pablo de la Torriente Brau escribió semblanzas extraordinarias a las que tituló Hombres de la Revolución. Eva figurará, en las múltiples reescrituras de esas crónicas, como una mujer de la revolución. Al igual que los héroes de Pablo, la risa de Eva tiene una feroz capacidad de contagio: el contagio que solo provee una revolución cuando es vivida de veras, cuando se hace sangre en la tenacidad de la solidaridad, del amor, de la amistad, de la lucha y de la crítica de la lucha que se hace nuestra. La risa de Eva contagia, redime, libera: nos hace felices.
Pienso ahora en Hiru, un proyecto editorial tan desmesurado como realista, llevado por tres mujeres y un hombre («que es casi una mujer más, cosa que decimos como un gran elogio «, decía Eva), uno de los catálogos de ideas de izquierda más intensos, abiertos, revolucionarios y lúcidos habidos en lengua española en las últimas décadas y que Eva
solventaba con dinero robado literalmente a sus almuerzos.
Pienso ahora también en Los nuevos cubanos, libro aún inédito, donde Eva entrevistó a campesinos en la provincia de Granma, buscando en ellos el testimonio de otra vida. De la vida que nacía en las personas que comenzaban a hablar en público, en las discusiones asamblearias entre guajiros curtidos por el hambre. Su interés: la sociología, o más bien,
la antropología del «hombre nuevo», del único «hombre nuevo deseable»: el que se hace, siendo él, en el otro.
Hace dos años, Eva y Alfonso volvieron a aquel lugar, allí donde había trabajado entonces Eva con otras compañeras. A su regreso de Granma, ella, riéndose sin parar, contaba cómo las «guajiras» la habían reconocido, y sobre todo, cómo mostraban a las «más nuevas» -las más jóvenes- a Alfonso, cual trofeo de guerra, y le llamaban con cariño «el
marido de las gallegas». Alfonso reía también. Pero Alfonso sigue riendo. Quien haya conocido a Eva Forest de la manera en que Alfonso Sastre la ha conocido es poseído ya para siempre por una risa inevitable.
Hace tiempo prometí a Eva una carta de amor. Lo digo sin sonrojarme. Se lo dije a escondidas de Alfonso. Él sabe comprender. Lo hago aquí, apenas recibida la noticia, escribiendo sin parar esta nota, que Lupe lee en silencio. No pretende otra cosa que ser un sostén para nosotros mismos, para recordarnos que es posible la sonrisa, tanto como el dolor, porque la vida de Eva, «hazaña sediciosa», es parte de nosotros mismos.
Eva, ten siempre, como si fuesen nuestras, porque lo son, las palabras de Alfonso: «Y un día, compañera, volveremos triunfantes al espacio habitado que jamás era nuestro».
19 de mayo de 2007