La observación tiene sus particularidades. Quien observa acepta o transforma el punto exterior. Es posible que desde la observación no se pueda mover nada que no forme parte del universo personal, mínimo, individual. Sin embargo, quizá sólo luego de ese descubrimiento, el observador descubra que todo aquello que ocultaba en los sótanos de su existencia […]
La observación tiene sus particularidades. Quien observa acepta o transforma el punto exterior. Es posible que desde la observación no se pueda mover nada que no forme parte del universo personal, mínimo, individual. Sin embargo, quizá sólo luego de ese descubrimiento, el observador descubra que todo aquello que ocultaba en los sótanos de su existencia era una pequeña representación del mundo colectivo.
Peter Handke, en su libro El peso del mundo, invita a «Soportar la contemplación, dilatar el juicio hasta que se produzca la pesadez de un sentimiento de vivir». El acto contemplativo, como mirada que apunta e interpreta, es un ejercicio de reafirmación de la vida. Lo otro (la resignación que no sospecha que está resignada), lo que impone la instantaneidad de nuestro siempre fugaz presente, es la mirada pasiva, extraviada sin posibilidad de interrogación alguna. Todas las respuestas las ha otorgado la realidad absolutista que acorrala la curiosidad y la inventiva. Vida y muerte son dos estados; esto es nada después de la nada. Se trata de un punto interiormente ciego, negado a la fuga y al encuentro. A eso, al desgaste de la vista, nos ha llevado la saturación del ruido informativo. Demasiado es nada y cada vez es menos. Un mercado de estupideces golpea el entendimiento. Y, si no abres la puerta, serás un firme candidato a la discriminación (la de la complejidad del pensamiento). Donde antes hubo interpretación ahora hay entretenimiento; de la observación pasamos a la mirada esquiva, vacía. Si me descuido, más pronto que tarde alguien hará un show de mi reflexión.
Tal vez, tras largos años de bombardeo mediático, el arte se encuentre ante uno de sus mayores retos. Conmover al espectador dormido para que algún día vuelva a ser observador. Necesitamos poemas que contaminen; novelas que implosionen; pinturas que despierten y dramatizaciones que develen las máscaras del mundo. Entonces, el observador, cuando llegue a casa, podrá sentir que hoy algo le ha movido la rutina.
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