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La seguridad de los cobardes

Fuentes: Rebelión

En un sistema donde todo se vende y se compra, el poder (que no es abstracto, son los ocupantes del Estado, son los medios masivos de comunicación, son las transnacionales y el imperialismo) ha decido regalarnos algo. Y se ha vuelto muy generoso. Sospechosamente generoso: nos regala miedo. Para donde se mire el miedo está […]

En un sistema donde todo se vende y se compra, el poder (que no es abstracto, son los ocupantes del Estado, son los medios masivos de comunicación, son las transnacionales y el imperialismo) ha decido regalarnos algo. Y se ha vuelto muy generoso. Sospechosamente generoso: nos regala miedo.

Para donde se mire el miedo está ahí. Miedo al terrorismo, miedo a las drogas (no al narcotráfico que ellos manejan), miedo a mi vecino, miedo a la inseguridad, miedo a un virus, ¡miedo a un mosquito! Sí, ese fantástico cuento de Fernando Sorrentino titulado En espera de una definición, que comenzaba afirmando categóricamente «Yo estoy dominado por un mosquito», hoy es real para grandes sectores de la sociedad argentina (aunque bien sabemos que no es un fenómeno local), pero real no de manera figurativa, como fue la intención del autor al comparar a los dictadores latinoamericanos con mosquitos, no, nada de eso, hoy la gente le teme al insecto en sí, y en base a eso se venden productos, caen ministros, y muchos enloquecen llenando hospitales ante cada picadura del minúsculo bichito (que ya los niños y niñas llaman dengue). Absurdo. Vivimos la era del miedo. Los poderosos saben que cuanto más miedo, más sumisión. Entonces machacan con esto, llevándolo a grados irracionales. Un mosquito, por favor.

Pero esto no es nuevo, Hobbes escribe el Leviatán pensando en esta relación directa que existe entre miedo y poder. Esa idea de entregar libertades a cambio de seguridad, sumisión a cambio de protección, es la misma idea sobre la que se sigue produciendo y reproduciendo el poder. El politólogo alemán Carl Schmitt, al preguntarse sobre las razones por las que una persona obedece, respondía sin amagues: por protección. Y luego agregaba: quien no tiene poder para proteger a alguien tampoco tiene el derecho de exigirle obediencia.

Hoy el poder es un gran asegurador, o al menos como tal parece presentarse. Así funciona desde el champú que te venden (que te «asegura un pelo fuerte y brillante») hasta las políticas de seguridad más violatorias de las libertades individuales (y colectivas) que pueda uno llegar a imaginarse. Volviendo a los cuentos que ya no lo son, habría que repasar esos libros de Huxley y de Orwell (Un mundo feliz y 1984, respectivamente) donde configuran mundos totalmente vigilados, verdaderas pesadillas futuristas. Y si de citas se trata, nada más justo que Los Redonditos de Ricota para advertir que el futuro llegó hace rato.

Lo que preocupa e impresiona, es que esta vieja fórmula que Hobbes describió en el siglo XVI, tenga tanta, pero tanta actualidad. Y cada vez más. El poder ha logrado crear mecanismos para sostenerse recurriendo más al consenso que a la fuerza (aunque cuando tiene que usarla la usa, ¡y como!). Pero hoy la gente quiere, pide a gritos una vida segura, asegurada. No pide ser feliz, no pide vivir en paz, no grita por libertad. No, nada de eso. Pide seguridad. Un buen banco es un banco seguro, no uno que permita una mejor redistribución del dinero (obviamente, ¿a quién puede ocurrírsele semejante tontera?). Un buen gobierno es uno que llene de policías y cámaras hasta el baño de cada hogar, no uno que genere políticas de educación, trabajo, en fin, de dignidad. ¡Hasta el sexo debe ser seguro en lugar de placentero! Definitivamente hay algo que no anda bien en nosotros.

Quizás sea momento de cambiar los parámetros a través de los cuales observamos al mundo. Dejar el miedo de lado. No temer a todo durante un tiempo. Tomar las medidas mínimas de seguridad para poder sobrevivir (como por ejemplo mirar a los lados antes de cruzar una calle para no terminar bajo las ruedas de una cuatro por cuatro) pero nada más. Y buscar otros valores que estructuren nuestras vidas, nuestras formas de estar en el mundo: libertad, alegría, amor, solidaridad.

Es un ejercicio difícil cuando todos los medios y gobiernos y propagandas y demás, nos machacan día y noche con la seguridad como valor absoluto, dios moderno (y quizás antiguo, ¿o en qué se asienta el poder del Dios occidental sino en el temor a Dios?). Ya vimos a donde nos lleva eso, a vivir cada vez más locos, más desconfiados, más miedosos. Es que el miedo es así, cualquiera que haya sufrido alguna vez un ataque de miedo sabe que es un espiral ascendente del que parece imposible salir, y donde cualquier mínima cosa cotidiana, un ruido, un silencio, una luz, un movimiento, dispara niveles más altos aún de terror. Vivimos aterrorizados, tensos, nerviosos. Vivimos mal.

Ante ese panorama ¿Qué perdemos con probar? Con relajarnos, hablar con el vecino (ese que durante tanto tiempo el poder me dijo que era mi enemigo, y me lo creí), conocer al otro, al distinto a mí. Qué perdemos en cambiar el tiempo apurado y desconfiado, por un mate amigo y sonriente. Qué sucede si salimos a caminar tranquilos, sin estar pensando en el arrebato que rara vez llega. Qué ocurre si somos francos con el compañero de trabajo, y dejamos de creerlo un trepador aplasta cabezas. Qué perdemos con exigir educación, trabajo y dignidad en lugar de policía. Y sí, perdemos algo enorme, algo fundamental en la vida de estos tiempos, perdemos el miedo. Por ende perdemos sumisión y ganamos libertad, y quién dice si no ganaremos alegría, humanidad, ternura.

Por lo pronto el miedo se sigue regalando a montones, pero recordemos siempre que no todo lo que está en oferta es bueno, incluso el sentido común llevaría a pensar que si está en oferta es por algo. La libertad cuesta cara, tiene un precio bien alto. El miedo es una ganga, una ganga al alcance de cualquiera, pero volviendo al sentido común, todos sabemos que al final «lo barato sale caro», tan caro como nuestra propia vida. Ahí están los más de tres mil casos de gatillo fácil a manos de la policía «democrática» como un ejemplo posible. Romper nuestras cárceles de miedo es hoy una tarea posible, necesaria y urgente, al menos para los que nos negamos a integrar ese rebaño de corderos cobardes -con perdón de las ovejas que nunca le temieron a los mosquitos.

 

Sergio Job es integrante del Colectivo de Investigación «El Llano en llamas» y militante del Movimiento Lucha y Dignidad en el Encuentro de Organizaciones de Córdoba.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.