Existe una relación directa, ampliamente estudiada (Derek Epp, Enrico Borghetto, etc.) entre el aumento las desigualdades sociales y la disminución del debate social sobre el aumento las desigualdades sociales. Esta distracción se logra, principalmente, desviando la atención a temas menos importantes pero mucho más apasionantes, casi ancestrales, razón por la cual, cada vez que aumenta […]
Existe una relación directa, ampliamente estudiada (Derek Epp, Enrico Borghetto, etc.) entre el aumento las desigualdades sociales y la disminución del debate social sobre el aumento las desigualdades sociales.
Esta distracción se logra, principalmente, desviando la atención a temas menos importantes pero mucho más apasionantes, casi ancestrales, razón por la cual, cada vez que aumenta la inequidad social, también aumentan las apasionadas discusiones sobre la inmigración, la invasión de otras razas y otras culturas, el patriotismo, la bandera, el himno nacional (un futbolista es silbado por arrodillarse en protesta, un político pone la mano en el corazón, y todas esas masturbaciones colectivas), la fe contra la razón, el crimen callejero en lugar del crimen legal, la inseguridad y la necesidad de un poder concentrado que ponga orden (que en realidad significa «confirmación del status quo»), como un padre justo pone orden entre sus niños desobedientes, aunque para ello haya que ceder aún más poder, más recursos y más riqueza.
No importa que el incremento de todos esos problemas también tenga su raíz en las mismas desigualdades sociales, astronómicas a esta altura, en la misma cultura que crea (de forma creciente, neurótica e ilimitada) necesidades que son imposibles de satisfacer por la amplia mayoría de cualquier sociedad y del planeta mismo. Desde un punto de vista psicológico, estas diferencias relativas, sin importar los ingresos absolutos de los individuos en una sociedad determinada, disparan los índices de ansiedad, de alcoholismo, de depresión, de adicciones, de suicidio, como también lo muestran diversos estudios referidos a los países ricos.
Esta distracción es una consecuencia de un proceso lógico: quienes aumentan cada día su poder económico, político y social, controlan una parte crítica la narrativa social que se escribe no sólo en los grandes medios de comunicación que les son funcionales, sino por una clase política que es, a un tiempo, causa y consecuencia de esas narrativas.
Por esto, no es casualidad que las micro minorías que concentran una macro proporción de los recursos del mundo no sean consideradas beneficiarias del sistema que los produce y protege, sino benefactoras del resto (son ellos, los ricos inversores, quienes crean trabajo, quienes inventaron el cero, los algoritmos, la penicilina, la computación, los derechos humanos, nuestra modernidad, todo nuestro progreso, y otros absurdos tan comunes en nuestra civilización adicta a la pornografía política y religiosa).
No es casualidad que, al mismo tiempo que aumentan los desequilibrios sociales, aumentan las ideologías que los sustentan, como el fascismo y otras variaciones de la extrema derecha.
Claro que toda esa lógica es insostenible y siempre llega un momento de quiebre que, al final, termina por golpear a todos, los de arriba y los de abajo, los de derecha y los de izquierda, en diferente grado, según el momento histórico.
Claro que el nuestro es un problema aún mayor. No se trata de que la Humanidad esté preparando su próxima gran crisis. Se trata de saber cómo sobreviviremos como especie en las próximas generaciones.
Claro que los ancianos más egoístas del planeta, generalmente aquellos que se encuentran en el poder político de la mayoría de los países más poderosos del mundo, tienen poco que perder y, a juzgar por sus acciones, poco les importa más allá de la breve borrachera de sus millonarias y miserables existencias.
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