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Puerto Rico

La soberanía del pueblo

Fuentes: Claridad

Si existe un hecho al que no se le puede dar la espalda en estos tiempos es al cambio radical por el que atraviesa la idea de la soberanía. Menos aún en Puerto Rico, donde la soberanía decimonónica centrada en la constitución del estado-nación nos eludió. Una socioeconomía colonial mayormente enmarcada en la subsistencia de […]

Si existe un hecho al que no se le puede dar la espalda en estos tiempos es al cambio radical por el que atraviesa la idea de la soberanía. Menos aún en Puerto Rico, donde la soberanía decimonónica centrada en la constitución del estado-nación nos eludió. Una socioeconomía colonial mayormente enmarcada en la subsistencia de la inmensa mayoría, parió una burguesía criolla débil y un pueblo trabajador alienado en la producción precaria de sus medios de vida. De ahí que, a diferencia de lo acontecido en la mayor parte del resto de Nuestra América en ese momento, no se produjo la coagulación de fuerzas necesarias para el adelanto de un proyecto independentista.

Si bien hubo sus heroicas y significativas gestas independentistas, desde la yaucana República de Boricua proclamada por una rebelión de esclavos a comienzos del siglo XIX hasta la República de Lares de 1868, encabezada desde el exilio por el caborrojeño Ramón Emeterio Betances, lo cierto es que la burguesía criolla nunca tuvo la fuerza ni el interés para articular un proyecto propio de estado-nación. De ahí que se conformó con ser una clase social intermediaria de los intereses de la metrópoli de turno, cuyo proyecto político nos reducía a mero apéndice dependiente.

Por su parte, el «pueblo», ese protagonista indispensable que había despertado al calor de las luchas revolucionarias en Europa y América (Norte y Sur), en Puerto Rico fue sometido bajo un paradigma de subsistencia que lo alienaba de los procesos bajo los cuales se disputaban las cuestiones de poder. De ahí su ausencia de los procesos políticos y de ahí la debilidad de nuestros reclamos tanto frente a España como a Estados Unidos.

Ya en la primera parte del siglo XX, aunque surgen varios proyectos pro independencia, el más importante siendo el del Partido Nacionalista encabezado por Pedro Albizu Campos, el proyecto de país propugnado parecía ignorar la importancia que las libertades económicas y sociales, así como el progreso material, tenían en el imaginario del pueblo de carne y hueso. Se enfatiza casi exclusivamente en la soberanía jurídico-política de la nación como el eslabón débil de la cadena de dominación colonial-capitalista. Incluso, se cayó a veces en cierta adulación temeraria del pasado español frente al presente yanqui, en total ignorancia de la memoria histórica. Complicó el hecho de que las dos fuerzas políticas que más impacto tuvo en esa «patria-pueblo» nuestro, el Partido Socialista y el Partido Popular Democrático, pasaron a inscribir sus aspiraciones dentro del régimen colonial, el primero como anexionista y el segundo como autonomista. La soberanía fue demonizada por ambos como interés exclusivo de unas clases e intereses sociales aún anclados en el pasado y sin pertinencia hacia el futuro.

Lamentablemente, el independentismo no ha logrado comprender las particularidades que este desarrollo histórico particular de nuestra formación social puertorriqueña le ha impuesto al fenómeno político y a las consideraciones estratégicas de éste. Tanto las excelentes investigaciones sobre el desarrollo histórico de nuestra clase obrera del reconocido sociólogo puertorriqueño Ángel Quintero Rivera y los ensayos críticos de ese insigne intelectual dominico-boricua José Luis González sobre la relación entre la estructura de clases y la cultura nacional en el contexto histórico puertorriqueño, por citar sólo dos ejemplos, han sido en general ignoradas en sus implicaciones prácticas.

Se prefiere seguir pregonando un derecho del pueblo puertorriqueño a la autodeterminación e independencia, en su calidad de sujeto jurídico, es decir, formal y abstracto. De ahí que sería de esperarse que una vez se ha conseguido el reconocimiento formal de ese derecho para nuestro pueblo por el Comité Especial de Descolonización de la ONU, el paso a su concreción depende de que ese mismo pueblo, ya como sujeto político real, se decida a hacerlo realidad. De lo contrario estamos soñando con pajaritos preñados si no entendemos que cualquier avance futuro en los reconocimientos internacionales a nuestros reclamos está determinado por los avances nacionales que protagonice el pueblo de Puerto Rico.

Es por ello que insisto en que si hay algo que aprender a partir de los cambios paradigmáticos por los que atraviesa la cuestión del poder soberano a través del mundo, tal y como lo hemos presenciado en la América nuestra y más recientemente en el Medio Oriente, la descolonización es en el fondo una cuestión de democratización radical de la sociedad pues sólo a partir del pueblo es que se puede potenciar.

Hay que superar la reducción que siempre se ha hecho del poder soberano a su dimensión jurídica, enmarcado en el modelo decimonónico de la soberanía del estado-nación, bajo el cual el pueblo es el gran ausente. Bajo esa visión, al pueblo sólo se le reconoce formalmente, para legitimar unas relaciones sociales y de poder en que la soberanía es de facto apropiada por las elites económicas y políticas para su beneficio particular y exclusivo. A partir de ello la soberanía, así como la democracia, es representada por dichas élites cuando de lo que se trata es que sean encarnadas directamente en el pueblo.

En los últimos años se ha pretendido adelantar, como si fuese nueva, la idea de la soberanía a partir del examen de una serie de países cuyos éxitos económicos-sociales ha resultado un acto contable de puro ilusionismo macroeconómico. Inscrita bajo el modelo neoliberal abrazado por sus elites económicas y políticas, dichas «soberanías exitosas» han terminado por dejar un mal sabor en la boca de sus pueblos, a quienes las elites neoliberales gobernantes, han dejado en la bancarrota. Son los casos, por ejemplo, de Irlanda e Islandia.

En el caso de Islandia, su pueblo se volcó a la calles para desbancar la intención criminal de su elite gobernante de rescatar sus intereses económicos privativos sobre las espaldas de la sociedad toda. Las protestas ciudadanas obligaron al gobierno a someter a referendo la consideración de las medidas draconianas con las que se pretendía atender la crisis. Nueve de cada diez finalmente las rechazan. El gobierno dimite. Se le exigió responsabilidad a los políticos y burócratas por la crisis. Se emitieron órdenes de detención contra banqueros. De paso, el pueblo soberano obligó a la elección de una asamblea constituyente para la redacción de una nueva constitución. Los trabajos de la Asamblea se centrarán en las recomendaciones consensuadas en distintas asambleas que habrán de celebrarse por todo el país. ¡Allí sí que hay una soberanía exitosa de la que vale la pena hablar!

Decía Betances que ser libres es empezar a serlo. La soberanía se materializa con nuestras acciones individuales y colectivas para decidir sobre nuestro presente y futuro. Por ejemplo, las reuniones que se celebran a través del país para la constitución de un Frente Amplio son actos soberanos. La huelga de los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico es una acción soberana. La campaña del proyecto ecologista y de autogestión económica «Casa Pueblo» contra la mal llamada «vía verde» es un acto soberano. La lucha del pueblo que terminó por sacar a la Marina de Guerra de Estados Unidos de la isla-municipio de Vieques, constituyó un acto de afirmación soberana con una impresionante fuerza normativa y política.

Por soberanía hay que entender la autodeterminación individual y colectiva, como la gobernanza real y directa del pueblo. Y como tal, se refiere a procesos tanto económicos como políticos, más allá de los jurídicos. Soberanos tenemos que ser cada uno y cada una para decidir, no sólo como ciudadanos sino que también como personas de carne hueso, a partir de nuestras circunstancias particulares como trabajadores y trabajadoras, como profesores/maestros y estudiantes, como hombres y mujeres, como blancos y negros, en toda su rica pluralidad constitutiva. Se trata de hablar de la soberanía del pueblo, como realidad que se afirma a partir de cada uno y una de nosotros y nosotras.

El poder está en la lucha. Se construye, no se toma. En ese sentido, es protesta, resistencia pero sobre todo propuesta y construcción de lo alternativo, refundación de lo existente a partir de las experiencias de lo común. Insisto en que la soberanía es un acto de libre determinación y no una cesión por una autoridad superior en Washington, como se concibe bajo la desacreditada versión liberal-capitalista de ésta. Tiene que materializarse no sólo en torno a lo jurídico-político sino que, sobre todo, en lo económico-social. Y por lo económico-social me refiero a la necesaria soberanía que, por ejemplo, tienen que ejercer los trabajadores sobre los procesos de producción y distribución social de las riquezas en nuestro país. Sin esa soberanía de facto en los centros de trabajo, en las instituciones educativas o en las comunidades, en todos los ámbitos de nuestra vida colectiva, no existe hoy una verdadera soberanía.

El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, colaborador permanente y miembro de la Junta de Directores del semanario puertorriqueño Claridad .

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.