La separación del Estado de los sectores populares es un hecho que se evidencia y se repite, independientemente de su designación, a escala planetaria. Entre ambos elementos existe una tirantez constante que, de incrementarse, podría producir una crisis de ingobernabilidad y desembocar en un golpe de Estado o en algo de mayor impacto como lo sería una rebelión popular generalizada. Esto obliga a repensar lo que es y debería ser el Estado liberal burgués a la luz de los diversos eventos suscitados desde finales del siglo pasado hasta el presente en demanda de mayores niveles de participación democrática, lo que ha llevado a hablar, en la mayoría de los casos, de una democracia participativa y protagónica en la cual se manifieste a plenitud y de manera primordial el espíritu emancipatorio de los pueblos. Esta nueva visión y/o concepción de la democracia contrasta, ciertamente, con el modelo de sociedad vigente, siendo éste un sistema generador de desigualdades de toda especie, derivado y legitimador de la lógica capitalista predominante.
Así, se observa que las características, la esencia, el control y la direccionalidad del Estado tradicional -diseñados desde hace siglos en función de la ideología, los privilegios y los intereses de las minorías dominantes- resultan completamente incompatibles con las aspiraciones de emancipación integral que animan las luchas populares. Una cuestión que, de alguna u otra forma, repercute en la vigencia de lo que habitualmente identificamos como el ineficiente funcionamiento burocrático del Estado -del cual es víctima sempiterna la generalidad de los ciudadanos-, a lo que se suma la corrupción existente en sus diferentes niveles y modalidades (desde aquella que se busca justificar de acuerdo a la necesidad material de quienes se corrompen hasta la que es legitimada producto de una tradición de siglos que se estima ineludible y, por tanto, se acepta como algo normal o corriente), lo que tendrá siempre sus consecuencias en la actitud que asuman estos mismos ciudadanos en lo que respecta a la percepción de sí mismos, de sus semejantes y del país en que residen.
Por ello, quienes controlan el poder del Estado buscan estimular y reforzar el establecimiento de un poder político caracterizado por un ejercicio arbitrario y personalista que poco o nada tiene que ver con el interés y los derechos colectivos; haciéndole ver a las personas que no hay otras alternativas con qué sustituirlo. Evidentemente, su objetivo es generar un comportamiento pasivo común entre sus subordinados, similar al de abejas y hormigas laboriosas, dedicados exclusivamente a satisfacer los gustos, los placeres y las emociones egoístas de quienes se hallan en el vértice de la pirámide social, para lo cual requieren que existan relaciones sociales, educativas y laborales donde predominen actitudes mezquinas, competitivas, represoras y autoritarias; lo que hará más sencillo que éstos se adapten al rol que se les asigna.
La soberanía popular, por tanto, es un serio obstáculo para que persista la corrupción y la ineficiencia del Estado tradicional. En un primer lugar, porque sus acciones se opondrían a la toma de decisiones unilaterales del cuerpo de burócratas y gobernantes, lo que afectaría seriamente su poder y existencia. Luego esto tendrá efectos también en el área económica al impulsar la autogestión de los sectores populares, lo que les hará menos dependientes de la demagogia de políticos, burócratas y gobernantes que requieren sus votos y aprobación para mantenerse en el poder. Por consiguiente, al confrontar la corrupción e ineficiencia del Estado, la soberanía popular debe apuntar simultáneamente a objetivos políticos y económicos, sin obviar la necesidad de manifestarse al cien por ciento en la transformación estructural del tipo de sociedad existente, ya que la sobrevivencia de cualquiera de los elementos que componen el Estado implicaría la deformación y la cooptación de dicha soberanía, desviándose y desvaneciéndose las opciones de crear y de consolidar una nueva concepción social, económica y política centrada en el beneficio -no solo material sino también cultural y espiritual- de todos los ciudadanos, indistintamente de su sexo y de sus credos particulares.