El pasado 10 de febrero tuve el honor de participar, en Madrid, en un homenaje a «los cinco», los patriotas cubanos ilegalmente detenidos y encarcelados por el Gobierno estadounidense. Doble honor, por el acto en sí y por la calidad de las personas con las que compartí la mesa: Gloria Berrocal, que actuó de moderadora […]
El pasado 10 de febrero tuve el honor de participar, en Madrid, en un homenaje a «los cinco», los patriotas cubanos ilegalmente detenidos y encarcelados por el Gobierno estadounidense. Doble honor, por el acto en sí y por la calidad de las personas con las que compartí la mesa: Gloria Berrocal, que actuó de moderadora (pero que no se moderó a sí misma, lo cual, en su caso, es de agradecer); el abogado Raúl Martínez, que hizo una certera exposición jurídica de la causa instruida contra «los cinco» y evidenció de forma irrefutable su índole fraudulenta; el excelente pintor Paco Bernal, a quien el síndrome de Down no ha impedido alcanzar las más altas cotas de la expresión artística; y Rosa Bernal, hermana del anterior, cuya ponencia determinó mi subsiguiente intervención, así como las reflexiones recogidas en este artículo. Yo pensaba hablar del secuestro gubernamental (pues de eso se trata) de «los cinco» como acto de terrorismo de Estado y de tortura (valga la redundancia, pues la tortura siempre es terrorismo de Estado), y del paralelismo entre estos presos políticos cubanos y los más de seiscientos presos políticos anticonstitucionalmente alejados de sus familiares en el Estado español, así como del correspondiente paralelismo entre el hipócrita discurso «antiterrorista» del imperialismo estadounidense y el del subimperialismo español, que intentan justificar el mismo tipo de atropellos con argumentos igualmente falaces. Concretamente, pensaba hablar del paralelismo entre el concepto de «conspiración» manejado por el Gobierno estadounidense y el no menos grotesco concepto de «entorno» esgrimido por los gobernantes españoles y sus juristas de pacotilla. Pero la ponencia de Rosa Bernal me impuso una reflexión sobre la excepcionalidad y el heroísmo que sentí la necesidad de compartir con los presentes. Entre otras cosas dignas de mención, comentó Rosa que la primera vez que su hermano fue seleccionado para participar en un importante certamen artístico, su familia reaccionó con gran sorpresa y alborozo; pero que al ir consolidándose el éxito profesional de Paco, empezaron a considerarlo algo normal: no era ningún milagro, ninguna lotería, sino el resultado del tenaz esfuerzo de un artista de talento, que, aunque hubiera partido de una situación desventajosa, estaba cosechando los frutos de su perseverancia y su coraje. Esta «normalización de lo extraordinario» de la que hablaba Rosa me llevó de vuelta al asunto que nos había reunido allí, el homenaje a los cinco héroes cubanos, y de pronto comprendí por qué la palabra «héroe» no suena igual en Cuba que en Europa. Para quienes estamos de lleno inmersos en la tradición grecolatina, el héroe es, por definición, un ser excepcional, incluso sobrehumano (no hay que olvidar que, originariamente, el término se reservaba a los hijos de dios y mujer, o de diosa y hombre). Si a este substrato mítico le añadimos el efecto corruptor de una cultura de la competencia y la depredación, es comprensible que al oír la palabra «héroe» pensemos en un musculoso guerrero ebrio de testosterona, como Aquiles o el Cid. Pero en una cultura de la solidaridad el paradigma del héroe no es -no puede ser– el conquistador, sino el defensor: no es el que invade otras tierras, sino el que defiende la suya, la de los suyos. Y este heroísmo de la resistencia, el único digno de emulación y elogio, es admirable, pero no «excepcional», no allí donde la solidaridad revolucionaria prevalece sobre la competencia; si fuera una excepción, una inusitada acrobacia moral, no sería significativo ni relevante, como, por desgracia, no lo es en las desdichadas seudodemocracias occidentales. Entre nosotros, este heroísmo no acrobático, no excepcional, carece de dimensión social: solo se manifiesta en los pequeños reductos en los que la solidaridad logra sobrevivir, como la familia o los círculos de amigos (y entonces, aunque nos admire, no nos sorprende: a nadie le extraña que una madre se sacrifique o incluso arriesgue la vida por su hijo, y los ejemplos de abnegación entre familiares o allegados son relativamente frecuentes). Esa es la clave y la trascendencia del heroísmo de «los cinco», que pudieron eludir la cárcel inculpando a su Gobierno y no lo hicieron. Y no lo hicieron porque su Gobierno es su pueblo y su pueblo es su familia. Y eso, en Cuba, es algo más que una hermosa frase, como hemos podido comprobar una y otra vez quienes tenemos el privilegio de frecuentar la isla: la solidaridad no está en las consignas ni en los discursos, sino en la calle. Por eso miles, millones de cubanos habrían hecho lo mismo que «los cinco», igual que millones de madres se sacrificarían por sus hijos. Mejor dicho, millones de cubanos han hecho ya lo mismo que «los cinco», pues el bloqueo al que Estados Unidos somete a Cuba desde hace más de cuarenta años también es una cárcel, y durante el llamado «período especial» llegó a ser una celda de castigo, en la que el hambre y las privaciones se pudieron superar porque se afrontaron, más que colectivamente, fraternalmente. La fraternidad que nace con la revolución y la alimenta a la vez que se alimenta de ella, socializa el heroísmo, «heroíza» la sociedad. Antonio, Fernando, Gerardo, Ramón y René no solo son ejemplares en el sentido adjetival del término, sino también en el sustantivo: no solo nos ofrecen un ejemplo a seguir, sino que además son cinco magníficos «ejemplares» de una nueva raza de hombres y mujeres que solo puede desarrollarse en el seno del socialismo. El mismo proceso, la misma dialéctica, la misma cohesión social, la misma fraternidad, en una palabra, explica la inquebrantable resistencia del pueblo vasco frente a la represión, la cárcel y la tortura. Volverán («los cinco» a Cuba y los presos políticos vascos a Euskal Herria). Venceremos.