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La sociedad de consumos, cultura de masas, manipulación mediática

Fuentes: Argenpress

Cualquier sociólogo, cualquier periodista español, que tenga más de cincuenta años, puede reflexionar en términos biográficos acerca de los cambios de mentalidad sobrevenidos en nuestro país, al convertirse en sociedad de consumo. Son dos los hitos principales: el desarrollismo que empieza a mitad de los años cincuenta y la década de los ochenta. En el […]

Cualquier sociólogo, cualquier periodista español, que tenga más de cincuenta años, puede reflexionar en términos biográficos acerca de los cambios de mentalidad sobrevenidos en nuestro país, al convertirse en sociedad de consumo. Son dos los hitos principales: el desarrollismo que empieza a mitad de los años cincuenta y la década de los ochenta. En el primero se produce la emergencia de las nuevas clases medias, el florón más granado del período franquista, que se introducen en la vieja escisión entre ricos y pobres de la España secular. Antes había, sí, artesanos, menestrales acomodados, empleados, modestos funcionarios, pero ni su mentalidad, ni mucho menos su número, les permitía considerarse a si mismos protagonistas y portadores de un nuevo estilo de vida. Con el desarrollo, las clases medias que emergen en España, como treinta, cuarenta años antes al otro lado de los Pirineos, hacen profesión de fe en el presente, y se enganchan a un nuevo mimetismo.

Antes, el paradigma social de la Europa sureña era, no tanto el rico como el hidalgo, una mezcla de patriota metafísico y terrateniente, ideológicamente ajeno al bienestar material y portador de un sentido de la vida largamente diseñado, y experimentado, en la cultura rural. El señorío era más valorado que la riqueza, entre otras razones, porque el tipo de riqueza que la clase media emergente tenía ante sus ojos era también una versión poco imitable, lejana, mientras que el código del señorío había sido largamente implantado en la conciencia colectiva, principalmente por la indoctrinación eclesiástica.

Las nuevas clases medias reciben de muchas maneras, a través de los turistas, de los emigrantes a Europa, por la televisión y las películas, el mensaje de fruición del presente que se hace posible, por primera vez en términos masivos, a causa de las nuevas circunstancias económicas europeas, y su impacto en España. Y es que el consumidor se hace, sobre todo, consumiendo. Decisiva fue, también, esa contundente americanización que nos sobrevino a partir de los pactos Franco-Eisenhower de 1953.

En búsqueda de lugares estratégicos para la «guerra fría» que empezó en Corea en 1950, Eisenhower fue persuadido por el almirante Sherman de que la Península Ibérica tenía las mejores condiciones para transformase en un «portaaviones del Pentágono» desde el que atacar a Rusia y , sobre todo, a su zona de influencia en el Oriente Medio. Al gobierno americano no le importó la catadura moral de Franco como no le había importado la de tantos otros dictadores, el Sha de Persia, Stroesner, Pinochet, Somoza que favorecían los intereses de las multinacionales americanas disfrazados de anticomunismo. Franco tenía probada fama de anticomunista y necesitaba la ayuda americana como contrapunto al aislamiento que los países europeos le habían sometido. Loa americanos organizaron un particular plan Marshall para España hecho de bases militares, inversiones de infraestructura que reanimaron la débil economía española de la época.

1953 fue el año de la suerte para Franco porque también consiguió en ese año la firma de un Concordato con el Vaticano, que iba a prolongar la legitimación eclesiástica de su régimen. Y fue precisamente un cardenal americano, Spellman, asistente al Congreso eucarístico de Barcelona de 1952, el que hizo uso de su influencia ante Eisenhower para ayudar al «católico Caudillo español».

Paralelamente a la ayuda americana, y con el gobierno de los tecnócratas, se produjo el plan de estabilización que, con la emigración laboral a una Europa cada vez más próspera, sentaron las bases de la modernización capitalista en nuestro país, enviando el proteccionismo y la autarquía al baúl de los recuerdos.

Tres millones de españoles salieron del campo a las ciudades y al extranjero provocando la primera gran estampida humana del nuevo orden europeo.

América nos influyó también en otro sentido, el cultural, el de las costumbres. Ya Hollywood, la fábrica de sueños, se iba adueñando de nuestras fantasías desde su primera expansión en los años treinta. Pero a Franco le venía muy bien un cine desideologizado, películas de vaqueros e indios, comedias de amor, para divertirnos sin cuestionamientos críticos como parece que va evolucionando hasta hoy, en pleno régimen democrático, la industria del entretenimiento a la americana. Como consecuencia cambiaron nuestras costumbres sentimentales y sexuales, gracias también a la píldora anticonceptiva, aceptada a regañadientes por el estamento médico y el farmacéutico y prohibida, también hasta hoy, por el eclesiástico.

La creación social de la juventud, como etapa de moratoria de responsabilidad social y laboratorio de comportamiento, los electrodomésticos, el trabajo no doméstico de la mujer arrancan de entonces.

Precisamente de América nos llegó también, aquí como a tantos otros sitios, el personaje paradigmático de la sociedad de consumos, el ejecutivo agresivo, el hombre, y también la mujer, que creen en la gratificación intrínseca del trabajo, se sienten cómodos en una sociedad competitiva, que premia el esfuerzo, y están comprometidos en un proyecto de éxito biográfico que se proyecta en los hijos.

El segundo hito está ocurriendo ahora, en la España de los tres tercios, donde las clases trabajadores se funden ideológicamente con las clases medias, con prisa por dejar atrás, en los abismos de la marginalidad y la pobreza, a los que no están incorporados a las estructuras de producción y consumo. En los últimos años, esta sociedad de consumos se ha pervertido, porque también el modelo lo ha hecho. La revolución conservadora norteamericana ha dejado de proteger la competitividad y ha permitido, con la desregulación y el predominio del factor financiero, que se acrecienten las desigualdades y se pierda la fe en el mérito. De paso, pierde también ritmo la inversión pública a la europea, el famoso Estado bienestar compensatorio, que cede el paso a la tradicional estructura de poder político, favorecedora del poder económico más descarnado.

Los consumos se desquician, en su sentido más literal, al hacerse cada vez más irrelevantes, mientras decrece la cantidad y calidad de los bienes y servicios comunes, lo público, la calidad del trabajo, del aire, etc. El vídeo suplanta la convivencia vecinal, y apenas nace la idea de la calidad de vida, ésta se identifica con satisfacciones preferentemente privadas y domésticas. Los consumidores se asocian más por razones de interés específico que por razones generales, políticas. De ahí, entre otras razones, el descenso de la participación democrática. Pero, además, los consumidores ya no reciben el ejemplo social del ejecutivo sino el del especulador que, rescatando la vieja figura del pícaro, hace su dinero en las nuevas avenidas de los negocios rápidos y abstractos, y en especial, en ese dominio tradicional de la colusión de intereses públicos y privados, que es el inmobiliario. La fuerza del modelo es tan grande, y nuestro país tan pequeño, y tan recién llegado a los primeros consumos, que el gobierno apenas tiene energía para otra cosa que servir de catalizador de los nuevos modos y la España consumista sufre el impacto paradigmático de sus nuevos notables, en la banca, en la construcción, en los contratos del poder. En apenas cuarenta años, hemos pasado de un hidalgo que se ufanaba en las carreras de servicio público, a un ejecutivo que presumía de laboriosidad y preparación, a, finalmente, un pícaro, que sabe donde están los contactos. Y en los consumos, de la idealización de la sobriedad a las satisfacciones del bienestar, para concluir en la exaltación del dinero como pasaporte social. La última etapa es la subordinación del sector productivo al financiero, la implantación de la Bolsa como casino del azar y la manipulación y la claudicación y la corrupción del Estado a la americana ante casos como Enron en el Imperio y Gescartera en la colonia.

Pero la sociedad de consumos, pese a las violencias y a las sombras del capítulo actual, ha dulcificado viejas querencias, antiguas pulsaciones de la sociedad anterior, a fuerza de subrayar las satisfacciones tangibles. Un subproducto de la cultura patriótica, también veteada por la eclesiástica, es el militarismo, endémico en nuestro país, que se va debilitando, no solamente por las circunstancias internacionales, sino también porque los consumos pacifican al guerrero, que era, culturalmente, la versión bélica del hidalgo. La identidad tribal se debilita también a impulso de los consumos culturales, porque los jóvenes consumidores comparten los sones y los logotipos de la aldea global y su identidad social se fragmenta en los varios escenarios, reales o vicarios, que frecuenta.

Pero la principal consecuencia de la sociedad de consumos es que los nuevos españoles diseñan sus proyectos biográficos en términos subjetivos, se distancian de las lealtades enterizas y, al igual que van a un supermercado repleto de opciones materiales, van eligiendo, y descartando, maneras de pensar, de sentir. La mayor duración de la vida y la extensión espacial de sus experiencias fragmenta sus referencias y, una vez más, el modelo es la negociación perpetua, el toma y daca de la racionalidad mercantil, que permea las junturas de esta nueva forma de convivir que tiene apenas un lustro de historia y que se produce en el nuevo escenario del anonimato de la ciudad contemporánea..

Electores y consumidores

En la sociedad norteamericana, paradigma de la nuestra, se está produciendo un fenómeno digno de atención. Cuanto menos se molestan los ciudadanos en ejercer sus derechos políticos, el voto va descendiendo ininterrumpidamente elección tras elección, más activamente defienden los consumidores sus derechos. Ya dijeron los primeros analistas de la sociedad de consumos, Lefevre, Goffman, que las principales relaciones públicas de ese tipo de sociedad se iban a constituir en torno al mercado, en la relación de seducción y explotación entre compradores y vendedores, cuyo epicentro simbólico es la publicidad.

Las asociaciones de consumidores norteamericanas crecen tanto en robustez geográfica como en sectores y hasta realizan coaliciones de interés con otros frentes civiles, ecologistas, feministas, para defender sus intereses. Incluso crean líderes carismáticos como el sempiterno campeón de la lucha contra la corrupción industrial, Ralph Nader.

La despolitización de la ciudadanía es un viejo tema de los politólogos del país campeón de las democracias. Entre el poco interés del Establishment por fomentar el voto popular -es muy reciente la apertura de las urnas a negros e hispanos y bastante tercermundista la forma de organizar las elecciones, la participación activa de la gente se produce cada vez más en lo que el sociólogo Herbert Gans llama lo microsocial. Para Gans lo microsocial se distingue de lo macrosocial principalmente por nuestra capacidad de influencia. Uno, mal que bien, tiene cierto control en las relaciones con su familia, en el tiempo libre, con sus proveedores, mientras que lo macrosocial está principalmente en manos de quienes tienen poder, especialmente poder económico. Gans se apoya en los colegas que, como Wright Mills, han estudiado el control que los dueños del poder económico ejercen sobre los procesos políticos formales y basa en esa situación tanto lo difícil que le es el ciudadano medio influir en los procesos democráticos como el correspondiente declinar de la participación política.

En su libro «Middle American Individualism», Gans sostiene que la fuerza de los poderes fácticos ha logrado crear esa antinomia entre lo micro y lo macrosocial y convencer a más de la mitad del pueblo norteamericano a pensar que, para bien o para mal, lo único que está a su alcance, en lo único en que puede influir efectivamente es en la suma de relaciones personales que se producen en su vida doméstica, en su actividad consumidora. Según Gans, el tan traído y llevado individualismo de la clase media no es sino una reacción frente a la impotencia, una aceptación de que las gentes comunes pueden influir muy poco en las cosas importantes que les suceden. Se es individualista, no como una virtud, como una afirmación sino como un mal menor. Ya que no puedo controlar las cosas gordas de mi vida, por lo menos me voy a concentrar en las pequeñas. De ahí se puede deducir también la progresiva condescendencia de los poderes fácticos con respecto a las libertades individuales en la vida privada. Quizás el ejemplo más importante sea el crecimiento de la autonomía de la voluntad en el inicio y cese de las relaciones conyugales. El divorcio, denostado por los poderes tradicionales, es favorecido por los actuales y las cautelas legales que se constituyen como obstáculos al divorcio, al aborto son más que nada un modo indirecto para conseguir que la fuerza de trabajo siga siendo barata y abundante. Y si no lo es con la población nativa siempre queda el recurso de reclutar a emigrantes tercermundistas o llevar las industrias intensivas en capital humano a zonas más pobres.

En este escenario, la política se ha convertido en un ejercicio de ratificación periódica de los agentes de la coalición entre poder político y económico en el que la gente corriente participa poco, todo lo más mediante ese voto cada vez más escaso. Y mientras la clase marginada se desespera ante la inacción de los gestores macrosociales respecto a los grandes temas, empleo, vivienda, salud, educación, transporte, la clase media ha conseguido notables victorias, contra las empresas eléctricas, contra los bancos, por la vía de las asociaciones de consumidores. Por eso, algunos organizadores, algunos líderes sindicales están buscando transformar las viejas fórmulas, los partidos, los sindicatos en asociaciones parecidas a las de consumidores y romper así la necrosis del tejido político. Hay varias fórmulas en marcha, incluso cara a las próximas elecciones, aunque dudo mucho de que puedan alterar a corto plazo el viejo y sólido pacto de gobierno entre burocracias públicas y privadas. No hay que olvidar que la fórmula más eficaz de influencia privada en el poder político es el «lobby» pero éste no suele proteger al consumidor sino precisamente a los grandes grupos de poder económico que hoy tienen un apéndice mediático para subrayar su poder y transformar la cultura.

Globalización y americanización de los medios de comunicación

En la última década se ha reducido el número de las empresas multimedia al tiempo que se ha agigantado su tamaño. Paralelamente, las más importantes se han convertido en empresas transnacionales. Es el fenómeno de la concentración, hecho posible por la desregulación de los mercados y el predominio del factor financiero. De las diez multinacionales multimedia más importantes, seis son americanas, con importantes intereses en televisión, radio, prensa escrita, libros, música, cine así como en los soportes audiovisuales, telefonía, cable, satélite de todos ellos.

Una de las consecuencias más importantes de la americanización del fenómeno es el predominio de la publicidad, también transnacional, que subraya la función de entretenimiento de los medios en menoscabo de la información y la educación. La prensa escrita disminuye su importancia frente a los medios audiovisuales y ello debilita y transforma la naturaleza de los debates públicos. Las elecciones y otros procesos políticos se convierten en campañas publicitarias y hasta se ha llegado a hablar de que estamos entrando en una democracia mediática, en la que la mediación entre los ciudadanos y sus representantes se realiza de acuerdo a los intereses de los dueños de los «massmedia».

El negocio de los medios de comunicación está no tanto en proporcionar información y entretenimiento a sus clientelas como en vender lectores y audiencias a los anunciantes. Eso explica la preponderancia actual del entretenimiento, el que las noticias, los comentarios, los programas tiendan a ser ligeros, amenos, incluso morbosos porque para alcanzar al mayor número de personas hay que descender al mínimo común denominador intelectual.

La influencia de la publicidad en nuestras vidas empieza cada vez, con mensajes publicitarios dirigidos a los niños en la televisión e incluso en la escuela. Una parte de la contracultura de los años sesenta fue el cambio pedagógico. «La letra con sangre entra» debía ser sustituida por el instruir deleitando. La educación basada en el sacrificio debía dar paso al aprendizaje placentero. Esta tendencia se basa en un mayor respeto por el menor, en un reconocimiento de sus derechos, incluidos el derecho a la espontaneidad, al goce de la infancia y la adolescencia. La contracultura educativa tenía otros componentes, la educación para la liberación política, para la democratización pero la parte que más caló en el curriculum occidental fue la primera.

Casi al mismo tiempo los menores comenzaron su largo aprendizaje televisivo. Primero en Estados Unidos y Japón y después en todo el mundo, empresas cinematográficas se especializaron en el entretenimiento infantil, tebeos convertido en telefilmes y remodelados para su mayor disfrute. La televisión empezó a competir con la escuela, a transformar los hábitos de aprendizaje y a quitar tiempo al trabajo de los alumnos. Aún no sabemos sus consecuencias aunque muchos expertos creen que se está generando un cambio cualitativo en la manera de aprender, de memorizar, de pensar, en razón de esa mezcla de entretenimiento e información que es el contenido habitual de los programas televisivos. La industria publicitaria ha entrado en la escuela con el proyecto Channel One. La empresa «Channel One» regala a las escuelas televisores y parabólicas a cambio de que los alumnos vean obligatoriamente un telediario de veinte minutos con tres de anuncios. Su expansión por el sistema educativo americano va en aumento y pronto llegará a Europa. Igualmene la empresa «Zap Me», regala ordenadores con acceso gratuito a Internet pero el alumno no puede librarse de los anuncios de la página de acceso. Pero el asunto afecta también a los adultos.

A veces se acusa al mundo académico de tener una actitud despreciativa hacia el entretenimiento televisivo, como si fuera algo degradante para la condición humana. Y en ese sentido se le equipara al mundo eclesiástico con su juicio negativo del placer. La generación de la guerra y de la postguerra, crecidas en la economía de la escasez, recibieron el mensaje de que el sacrificio era fundamental y que una vida de sacrificio daría paso a otra de satisfacciones… después de la muerte. En realidad tal planteamiento iba contra el carácter risueño y vitalista de la cultura sureña, como una manera de disciplinarla para el trabajo. Los sureños han tenido mala opinión del trabajo. Se le consideraba una cosa inevitable, especialmente diseñada para los que carecían de medios y no podían organizar sus vidas en torno a la más distinguida cultura del hidalgo. Hizo falta que llegaran los americanos para que entre ellos y los estrategas del Opus convencieran a la clase media emergente española de la legitimación social por el trabajo, del orgullo de la tarea bien hecha, algo antes reservado a los artesanos y a los artistas. Pero, por debajo, la cultura popular sureña ha inventado muchas maneras de hacer frente a lo inevitable y organizar la fiesta como una alternativa a la obligación. O al menos como un escape de ésta. Cuando llega la televisión la cultura popular la incorpora como algo relativamente barato y que no requiere mucho esfuerzo. La televisión ha sido, además, la solución para los días y las noches de tantos mayores incapaces de otras actividades y ha significado un gran remedio a las escaseces del mundo rural.

Pero su riesgo es infantilizar a la gente, que los adultos la utilicen, al igual que los niños, como una experiencia vicaria, sustitutiva de la propia, una serie de imágenes e historias que nos evitan pensar o, más bien, nos hacen pensar sólo en distraernos. En ese sentido tiene ese referido efecto narcotizante y se convierte en el gran obstáculo para estar educados e informados para la vida adulta, en suma, para ejercer la ciudadanía.

La televisión, progresivamente, ha contaminado a los otros medios de comunicación. La información, hasta entonces elaborada en periódicos y revistas, se popularizó en la radio y se fue convirtiendo en entretenimiento cuando la televisión empezó a hacer más comerciales sus espacios informativos. La tradicional separación entre información y publicidad se rompió a impulsos de la búsqueda del beneficio a corto plazo.

La educación, la información y el entretenimiento son tres grandes industrias contemporáneas en expansión. La primera porque la escolarización empieza desde cada vez más temprano en la vida de las personas y se prolonga cada vez por más tiempo. A ello se une esa reconversión de habilidades que todos necesitamos una o varias veces en nuestra biografía profesional. La información es la primera materia prima de la economía contemporánea. Sin información no funcionan las máquinas ni los sistemas y la información es la base de cualquier estrategia política o mercantil. El conseguir información relevante forma parte de la condición ciudadana. El entretenimiento es la actividad colectiva que más ha crecido en los últimos quince años, habiendo superado a las armas como primera cifra de exportación de la economía norteamericana. Aumenta el tiempo libre, voluntario y forzoso, en el territorio OECD y la industria del entretenimiento, en sus diversas manifestaciones, subraya hoy el índice de vida de los países y de las personas.

Las tres industrias poseen un alto grado de innovación tecnológica lo que las hace muy propias para la inversión así como contenido preferido de las apetencias de las grandes corporaciones. Sesenta y ocho de las quinientas personas más ricas del mundo tienen inversiones en estos negocios y no hay grupo financiero importante que no participe en ellos. Bastantes empresas son activas a la vez en la información y el entretenimiento y participan, directa o indirectamente, en sectores de la educación, como el negocio editorial. Las luchas al respecto entre corporaciones y países, entre Europa y Estados Unidos tienen una connotación ideológica que recuerda la vieja contienda entre la Iglesia y el Estado por el control del pensamiento.

La educación, la información y el entretenimiento están recorridos por oligopolios de diversos perfiles y son susceptibles de las más variadas manipulaciones al servicio de los intereses que las patrocinan o apetecen. La principal manipulación, y la principal convergencia, entre los tres sectores es su paulatina transformación en un sistema global de información y entretenimiento, dominado por multinacionales multimedia, estratégicamente aliadas con los epicentros del poder económico y político.

La tendencia a la comercialización, la concentración y la transnacionalidad de los medios de comunicación tiene su centro estratégico en los Estados Unidos y desde ahí se difunde por el resto del mundo, debilitando cada vez más el sector público correspondiente y, por supuesto, su fiabilidad. La historia reciente en España nos prueba su subordinación creciente al modelo americano y a la hegemonía de los productos «made in USA» como fundamento de la cultura popular.

Los medios de comunicación son cada vez más parte del entramado económico, en un mercado cada vez más global y en el que el poder financiero impone sus reglas. Ello favorece un cierto modo de democracia, la democracia mediática, término que designa esa convergencia entre educación, información y entretenimiento que favorece la transformación del ciudadano en consumidor y convierte a las elecciones políticas en una oferta publicitaria, destacando los aspectos más personas y morbosos de la actividad pública.

Este sistema global favorece a los poderes de dos maneras. La primera es la función narcotizante de la televisión. Decía Berlusconi que bastante harta llega la gente a su casa, harta del tráfico, del trabajo, de sus jefes, para que nosotros le compliquemos la vida desde la pequeña pantalla. Y años después, Emilio Azcárraga, el poderoso dueño de Televisa, afirmaba: La mayoría de los mexicanos llevan una vida muy jodida y la va a seguir llevando. Por eso, nosotros tenemos que endulzársela». El factor entretenimiento llega hasta los mismos telediarios.

«Cuanto más televisión ves, menos te enteras de lo que pasa», es el título de un libro reciente. Con los medios audiovisuales tenemos un exceso de información sobre las cosas más inverosímiles… menos las verdaderamente importantes y, además, recibir tanta información y a tanta velocidad, nos impide su digestión, ponerla en un contexto esclarecedor. Hay mucha información pero cada vez menos análisis. Pero la segunda manera de favorecer a los poderes es la censura.

La censura siempre ha existido. Todos los poderes han querido no solo controlar la realidad sino su interpretación. Todos los poderes requieren, en algún momento de su ejecutoria, que se haga silencio sobre ella, como manera de conseguir esa impunidad que necesitan con harta frecuencia. Los poderes tratan de que no se publiquen las noticias que les perjudican, según el viejo principio de que «la información sobre nosotros la controlamos nosotros». Y si no hay más remedio tratan de darles la vuelta, en ese arte del «spin», del maquillaje de la información, que es hoy una asignatura de tantos curricula periodísticos. Tal y como funciona la manipulación mediática, más de la mitad de los licenciados consiguen trabajo en gabinetes de imagen, en relaciones públicas, en suma, en el arte de la manipulación. Y en las redacciones, se ha roto la separación entre información y publicidad, corrompiéndose, siempre en beneficio de ésta, el decir la verdad sobre productos y servicios, públicos y privados.

Hoy hay tres clases de periodistas, los mandarines, «pundits» en inglés, que forman parte del poder, se reúnen, comen y se divierten con los poderosos. Son su apéndice mediático. Luego están los redactores de a pié, con contratos cada vez más precarios, y en medio, los capataces de la redacción, especialistas en lo que se puede o no se puede decir en cada caso. Como muchas empresas son multimedia, el mensaje, las consignas, se guisan en un solo lugar y se trasmiten a cada medio. Semejante manipulación dificulta el periodismo de investigación, sobre todo en la información económica. Bastantes escándalos empresariales han estallado de golpe, en perjuicio de tantos inversores y clientes, sin que antes se halla dicho nada sobre cómo se estaban fraguando.

La manipulación mediática es la última versión del «panem et circensem» y convierte e los ciudadanos en consumidores, en sujetos pasivos. La democracia mediática forma parte del nuevo enfeudamiento que prefigura Aldous Huxley en su «Mundo Feliz».

Se discute si todo este proceso de globalización mundial, y especialmente su versión mediática, es un simple efecto de la americanización progresiva de la sociedad occidental o simplemente una inevitable consecuencia del desarrollo tecnológico. Aun con matices, yo apuesto por la primera tesis porque las opciones políticas y culturales implícitas en las tecnológicas apuestan por el transporte privado, la vivienda en propiedad, el endeudamiento como modo de vida y otros desatinos de la organización de la convivencia que no ocurren de igual modo o con la misma intensidad en la tradición europea.

Su último capítulo, la reacción contra los sucesos del 11 de diciembre, ha exacerbado las tensiones globales hasta un punto peligroso para la convivencia y el equilibrio mundiales.

La guerra americana contra el terrorismo, en una situación internacional cada vez más crispada, ha vuelto a plantearnos aquellas discusiones que teníamos en los años sesenta sobre las luces y las sombras del Imperio.

El patriotismo americano se extiende hoy por el resto del mundo occidental y parece casi de obligada comunión, con su correspondiente satanización del antiamericanismo. Al fin y al cabo, dicen tantos europeos, a Estados Unidos le debemos nuestra supervivencia en la segunda guerra mundial y debemos estar a su lado en lo que ellos consideran la tercera. Estamos, como es natural, ante un caso de exacerbación de las emociones. Nunca se había televisado en directo un acto de terrorismo con tanta fuerza simbólica como el dirigido al epicentro del poder financiero y con tanto acompañamiento de muerte y sufrimiento. Los americanos se han enrollado en su bandera que usan con una asiduidad desconocida en otros escenarios y nos piden que hagamos lo mismo.

Proamericanismo y antiamericanismo tienen componentes emocionales y, por eso, ambos necesitan frialdad mental para analizarlos, algo escaso en tiempo de guerra. De esa frialdad dan muestra bastantes de los comentarios que están apareciendo en la prensa europea, incluso en la americana como para compensar la simplificación televisiva que ofrece mensajes más elementales. Más leer y reflexionar y menos ver televisión, podría ser la receta para entender lo que está pasando. Ya ocurrió en la guerra del Golfo en la que se decretó una desinformación televisiva que fue felizmente compensada por bastantes periódicos independientes.

Lo primero que hay que entender es el antiamericanismo y no asombrarse de su versión más dramática, más cruel. El Imperio americano, como los anteriores, ha desarrollado muchos enemigos, unos intelectuales, otros emocionales y algunos, mezcla de ambos, de los que proceden los operativos del terrorismo antiamericano.

El antiamericanismo intelectual nació en los años sesenta y fue una curiosa alianza de americanos y no americanos en torno a la guerra del Vietnam, por una parte y, por otra, contra los valores del capitalismo a la americana que exacerbó Ronald Reagan y ha llegado hoy a consecuencias extremas con la globalización de la desigualdad y la instauración de las fuerzas del mercado como principales actores de esta nueva civilización hipermercantilizada.

Los epítetos contra el modelo están ya escritos en todos los idiomas y desde todas las perspectivas, incluyendo la de intelectuales americanos como Noam Chomsky. Muchos pensadores europeos se duelen de que las nuevas generaciones del Viejo Continente hayan sido seducidas por esa prisa de correr por el «fast lane», el carril rápido, desde un individualismo tan descarnado que reduce las relaciones laborales a un oportunismo de codicias y ajustes de cuentas a muy corto plazo. Es un neodarwinismo vestido de colores por la manipulación mediática que divide a la gente en triunfadores y perdedores.

El antiamericanismo emocional nace entre los afectados por las guerras del Imperio, unas más políticas, como la del Vietnam y otras más mercantiles, como las practicadas en América Latina donde Washington ha apoyado a los peores dictadores, a las fuerzas más antidemocráticas con la excusa de la guerra fría pero a favor de los intereses económicos de sus multinacionales y los aliados locales de ellas.

La cantidad de horror, de terrorismo de Estado que se ha guisado en los pasillos del poder americano y en las Academias de formación de militares latinoamericanos anticomunistas está empezando a aflorar en los documentos recién desclasificados por Washington. Sin embargo, ni las Madres de Mayo ni las victimas de Pinochet, Somoza, Stroessner, el Sha de Persia y tantos otros tiranos han necesitado tal información para mantener sus reclamaciones ante una justicia que todavía no es internacional porque Estados Unidos se niega a que se ponga en marcha el Tribunal correspondiente.

Las guerras civiles centroamericanas son la principal dislocación del Nuevo Continente, fruto de esa otra versión militante del Imperio que, no hace mucho, aterrorizó Panamá, produciendo miles de muertos por su urgencia en apresar a un viejo sicario de la Cia, que se había tornado, como tantos otros, en enemigo.

La confrontación entre Palestina e Israel y, en general, de todo lo que tiene que ver con el petróleo del Oriente Medio, ha producido otros horrores que han crispado a muchos musulmanes de donde parece que surge la versión más fanática del antiterrorismo americano.

Frente a ese antiamericanismo emocional y, sobre todo frente a la mezcla de ambos, las mentes frías recetan la restauración de la política y, sobre todo, la intervención de organismos internacionales pero Estados Unidos se niega a apoyar a la ONU, como se niega al establecimiento del Tribunal Penal Internacional y prefiere una versión militar de aliados occidentales comandada por ellos mismos. Los enemigos de los Estados Unidos son los enemigos de la civilización occidental.

No es difícil entender tanto el proamericanismo como el antiamericanismo y por ello es tan necesario no caer en sus trampas. La del primero es la lealtad indiscutida, la del segundo es la agresión como solución de conflictos. Los ciudadanos del siglo XXI necesitamos una segunda Ilustración para ponernos en guardia, una vez más, contra esos dos grandes peligros de la Humanidad, el extremismo patriótico y el extremismo religioso. No en balde decía Samuel Johnson que el patriotismo es el último refugio de los villanos.