El debate político entre posiciones de izquierdas y derechas se ha vuelto, con seguridad, mucho más matizado y complejo de lo que era años atrás. En parte, sobreviven posiciones de izquierda que continúan reproduciendo esquemas similares -si no idénticos- a los que eran dominantes en el período previo a la caída del socialismo real. Tiende […]
El debate político entre posiciones de izquierdas y derechas se ha vuelto, con seguridad, mucho más matizado y complejo de lo que era años atrás.
En parte, sobreviven posiciones de izquierda que continúan reproduciendo esquemas similares -si no idénticos- a los que eran dominantes en el período previo a la caída del socialismo real. Tiende a ser un planteamiento economicista -lejano, entonces, respecto de los complejos procesos de cambio social y cultural- si bien su visión de la economía resulta a menudo superficial, con escasa atención -si acaso se le da alguna- a las profundas transformaciones que trae consigo el capitalismo informacional. Además tiende a girar principalmente alrededor de las nociones tradicionales de lucha de clases como enfrentamiento bipolar entre proletariado y burguesía. Una tercera característica que usualmente presenta es su adhesión a una especie de visión redentorista y milenarista que proclama la revolución entendida como total y definitiva liberación del ser humano. Ese ideal tiende a subordinar las realidades concretas de la vida de la gente de carne y hueso en el hoy y el ahora, a un paraíso terrenal que se construirá en un futuro incierto y lejano.
Si alternativamente entendemos que izquierda es un concepto que engloba posiciones y propuestas político-ideológicas que se decantan a favor de la justicia, la igualdad, la democracia y la libertad, podría entenderse que la izquierda en su acepción tradicional es a lo sumo una variante empobrecida dentro ese abanico, justamente por su lejanía de lo que para las izquierdas debería ser el criterio fundamental de su accionar y su propuesta: el ser humano de carne y hueso, concreto y corpóreo, para el cual ha de hacerse efectivo, hoy y aquí, el derecho a vivir su vida con dignidad.
Esa izquierda se emparenta así, por vías insospechadas, con propuestas que, aparentemente, le son lejanas e incluso opuestas: el neoliberalismo o las religiones en su versión conservadora (la teología de la liberación en América Latina ha demostrado que también es posible vivir la fe sin sacrificar al ser humano concreto, haciendo de este, más bien, el criterio central en la práctica religiosa).
En el caso de la religiosidad conservadora el asunto no se limita a que exista una vida en el más allá a la cual sacrificar la vida corpórea concreta. Esa visión va siendo paulatinamente abandonada, de lo cual da buen testimonio esa llamada teología de la prosperidad, dedicada a adornar con frases bíblicas lo que tan solo es un desbordado ejercicio de lascivia y avaricia. Hoy, y cada vez más, la cuestión se expresa a través de la imposición intolerante de una moral que se funda en el odio y la exclusión respecto de todo aquello que no calza en los patrones así establecidos. Proponen entonces una sociedad terrenal cuyo criterio de perfección reside en la vigencia de esa moral intransigente. Pero ello plantea un gravísimo problema: ni la compleja y cambiante sociedad que vivimos, como tampoco las biografías personales de muchísimas personas, tienen cabida dentro de esa moral. Esta deviene entonces en instrumento que aplasta vidas concretas; una maquinaria que le niega a muchísimas personas el derecho a una vida digna. Esa religión conservadora -portadora de esta moral de la exclusión- plantea así una violenta negación del legado de amor, respeto e inclusión de las enseñanzas de Jesús. Ha operado el dudoso milagro de transmutar el cristianismo, de una doctrina de amor en una ideología de odio.
En su exaltada glorificación del capitalismo, el neoliberalismo es, de forma similar, una máquina enemistada a profundidad con la vida concreta. Creo que hay dos propuestas particularmente fértiles a la hora de entender lo que es el neoliberalismo: la de Hinkelammert que lo conceptúa como una ideología que totaliza el mercado de forma que todo -incluso la intimidad personal- se vuelve mercancía, complementada por la de Polanyi, quien lo plantea como una operación de exteriorización o desenraizamiento de la economía respecto de la sociedad. Así la relación económica se pretende autónoma y busca someter a la sociedad en su conjunto. Ambos planteamientos son básicamente coincidentes y no muy distintos de la idea -planteada por Rifkin en otro contexto- acerca del hipercapitalismo. Se trata, pues, de una ideología para la cual el ser humano desaparece tras la abstracta nebulosa del mercado. En la práctica -así acontece con los gobiernos costarricenses de los últimos 25 años- el programa neoliberal se aplica con matices más o menos significativas. Y, sin embargo, una sociedad cada vez más polarizada y violenta deja triste testimonio de que, como tendencia general, sí hemos atravesado una larga pesadilla de imposición de la abstracción mercantil sobre la gente concreta.
El problema no sería tan grave si no fuera porque a diario se comprueba lo difícil que nos resulta mirar al ser humano de carne y hueso, en su muy concreta corporeidad. Se mira si es nica o negra o mujer o indígena u homosexual o pobre o mendigo o joven o mayor. Puesta la etiqueta se procede en consecuencia. La mujer debe ser sirvienta de su marido y si trabaja fuera de casa, ha de hacerlo por menor salario y en las peores condiciones. El nica debe estar feliz de trabajar por salarios de hambre en las ocupaciones más desagradables y, en todo caso, no debería utilizar los servicios sociales del Estado porque, además, entraña peligro. A la gente joven hay que disciplinarla y, ojalá, encarcelarla, porque son una amenaza. A las personas homosexuales no basta con negarles hasta los más elementales derechos; como a la peor de las pestes, procede incluso su supresión física puesto que son enemigas de la «familia», «antinaturales», gente pervertida, promiscua y desordenada. La gente pobre, en general, no solo es desagradable; es que además es peligrosa. Y los pueblos indígenas tan solo son un estorbo para el progreso ¿Y la gente de la tercera edad? Peor que un traste viejo al que no se sabe donde esconder.
Nos urge levantarnos sobre estas miserias morales.
Fuente: http://www.argenpress.info/2010/03/la-sociedad-perfecta.html