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La Surda, Arrate y la renuncia de los «nuevos viejos»

Fuentes: Rebelión

Cuando en los 90’s los primeros miembros de la surda empezamos un trabajo de acción y reflexión, todo olía un poco a pólvora. Resonaban en nuestro oídos las protestas de los 80’s y se construía mística con compañeros que venían de las luchas de Nicaragua y el Salvador. Nos hacíamos fuertes sintiéndonos los legítimos continuadores […]

Cuando en los 90’s los primeros miembros de la surda empezamos un trabajo de acción y reflexión, todo olía un poco a pólvora. Resonaban en nuestro oídos las protestas de los 80’s y se construía mística con compañeros que venían de las luchas de Nicaragua y el Salvador. Nos hacíamos fuertes sintiéndonos los legítimos continuadores de una lucha por la liberación del hombre en las Américas.

Se derrumbaban los muros y los nica perdían las elecciones en las tierras de Sandino, pero para nosotros nada estaba perdido.

Teníamos nuestra propia derrota en Chile y en aquellos tiempos los Arrate, los Lagos, los Almeydas eran los traidores. En ellos se nos mostraba la cara más fea de la política. Esa que nos ponían en el frente que todo se vende y se compra por un puesto en el gobierno. Aquellos a los que nos les importaba que no hubiera justicia para los caídos, ni vida digna para el pobre. A ellos solo importaba leer las condiciones objetivas de la política y ver como sacar buen provecho de ella.

Eramos jóvenes sin compromisos. Nos sentíamos con la soberbia de quién se sabe con la razón de que sólo con la lucha se podría salir adelante.

Pero más allá de ser la Surda una puerta que le permitió a muchos compañeros seguir desarrollando un accionar político y social, fue sobretodo una escuela en donde para muchos resonaron ideas políticas que, aún hoy por lo menos para mi, tienen plena vigencia.

Reconstruir el movimiento social, profundizar la autonomía y avanzar en la unidad del pueblo. Tres elementos estructurales en los que cualquier organización política debería trabajar, si es que realmente quiere que avanzar el la construcción de un Chile justo y realmente democrático.

Mucha gente, mucha buena gente se sumó al esfuerzo de construir esta organización de nuevo tipo. Esta que si avanzaría. Que no se vendería. Además, para asegurar todo eso estábamos quienes ocupábamos los distintos cargos de dirección. Más de alguna vez a mi , o a otros compañeros, nos tocó aplicar la línea. Aquella frontera que separaba aquellos que estaban realmente convencidos no podían cruzar ciertos límites que la propia organización había trazado. En eso se jugaba la supervivencia del esfuerzo en su conjunto.

Pero eran otros años. El tiempo pasó. Y si bien de la vieja Surda solo quedaron rumores y cachuines varios, lo más complejo es que las ideas políticas que constituyeron el núcleo central del esfuerzo de un amplio grupo de hombres y mujeres se hayan diluido al punto en que casi desaparecen.

Hoy, la política se hace con manifiestos llenos de «importantes intelectuales» (que con orgullo lucen sus títulos) y con su soberbia borran de un plumón las viejas ideas de juventud.

Será que ese tiempo de la inocencia pasó, y que la brutalidad de la vida cotidiana, que nos impone el sistema, nos obliga a asumir que no somos lo que creímos ser. Y ahí viene la renuncia. Acompañada de una serie de explicaciones condimentadas con un realismo político que me suena a discurso barato y vacío.

Con 20 años menos pareciera que llegamos al mismo punto al que llegaron muchos compañeros a finales de los 80. Leo los manifiestos de antiguos compañeros de la Surda y se mezcla en mi la rabia y la tristeza. Se trata de la renuncia nuevamente.

No hay magia discursiva que pueda esconder lo que esto es realmente. Es una renuncia a un camino y una opción por seguir con la clase política de siempre.

Una de las voces que con mayor fuerza sonaba dentro de la Surda decía pre claramente «tenemos que dejar de cometer los mismo errores de la izquierda del siglo XX». La realidad nos pone a veces un espejo en el que cuesta verse la cara.

Hoy, la derrota, para mi, tiene nombre de ex compañeros que me tratan de convencer de que Arrate hoy es la solución para el pueblo chileno. Yo no me lo creo. No porque no crea en la capacidad del hombre de arrepentirse, sino porque no se puede disfrazar de una postura oportunista como una opción política histórica. No hay nada en la trayectoria de Arrate que pueda siquiera convencer de que su opción va más allá de ser una carta para negociar los votos avidamente ganados en el juego electoral. Y una simple suma de nombres no acumula legitimidad suficiente para cambiar esta realidad.