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Apuntes para entender la derrota

La transformación abortada: la experiencia de la Unidad Popular y el ‘poder popular’

Fuentes: Rebelión

«Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo luchamos contra la alienación» Ernesto Guevara de la Serna Antes de iniciar con el análisis histórico del periodo de la Unidad Popular, es necesaria una breve introducción teórica, para comprender a cabalidad lo que es el ‘Poder’ y lo que llamamos ‘Poder Popular’, para de esta manera […]

«Luchamos contra la miseria, pero al mismo tiempo luchamos contra la alienación»
Ernesto Guevara de la Serna

Antes de iniciar con el análisis histórico del periodo de la Unidad Popular, es necesaria una breve introducción teórica, para comprender a cabalidad lo que es el ‘Poder’ y lo que llamamos ‘Poder Popular’, para de esta manera adentrarnos en este periodo histórico tan controvertido, comprender sus consecuencias y sacar algunas conclusiones prácticas para nuestro quehacer político.

Bajo el supuesto liberal burgués, en el que somos todos iguales y capaces de decidir por nosotros mismo, el ‘Poder’ se entiende como el que se crea en el consenso entre personas libres e iguales, dentro de un Estado que se eleva objetivamente sobre la sociedad. El sueño dorado de los liberales progresistas. El hecho, que se desprende de un análisis científico de la sociedad, o sea basado en la realidad material y temporal, desmiente absolutamente este supuesto. Dentro de una sociedad de clases, como la actual, es imposible hablar de igualdad y de conciencias libres, ni muchos menos de un Estado objetivo lejano de la manipulación de la clase dominante. Todo intelectual liberal que se base en este supuesto para desarrollar sus teorías, juega en el aire y sus textos parecen más literatura fantasiosa que análisis serios de la realidad. Haciendo un análisis marxista de la concepción de ‘Poder’, en nuestra realidad histórica, decimos que este no se origina en el consenso, por el contrario, se origina a partir de la contradicción. Antonio Gramsci, recogiendo y continuando las reflexiones de Lenin, nos dice: «el poder no es una cosa sino que son relaciones (…) pero no de cualquier tipo. El poder está conformado por relaciones de fuerza entre las clases sociales»[1]. Entendemos el poder como una ‘relación’ y no una ‘cosa’, pero no cualquier relación, se trata de una relación dialéctica, o sea de contraposición. Al ser el poder una relación entre fuerzas, lo entendemos como un concepto unitario, hay un solo ‘Poder’, que se compone por fuerzas que están en contraposición constante, estas Fuerzas no pueden conciliarse sino que por el contrario chocan en la lucha por la hegemonía de este. Por esto la dualidad de poderes se entiende en el sentido de estas fuerzas internas a la relación de poder.

Lo hegemónico, construido por la clase dominante, tiene siempre dos fases, que se interrelacionan entre ellas para consolidar el poder establecido, la vía represiva clásica, es decir, la violencia hecha carne y fuego; y la vía del consenso creado en la subjetividad popular, mediante el cual se introduce en ella la manera de ver y vivir el mundo de la clase dominante. Bajo esta segunda premisa o vía, se constituyó la relación del Estado que nace en 1925 y el movimiento popular, bajo una lógica de introducción en los esquemas institucionales y legales definidos por el primero. En cambio, ‘lo popular’ es lo que se construye ante lo hegemónico, o sea (en esta sociedad), ante el Estado y el poder de la clase que lo maneja. Lo Popular hace relación a la Fuerza en el Poder de la clase oprimida, más allá de la poca ingerencia que tenga, más allá de lo reprimida que este o de lo autónoma que parezca, siempre estará mientras exista Poder en esta sociedad de clases. Debemos entender que el ‘Poder Popular’, en sentido estricto, no es un ‘Poder’ por sí mismo, sino que una ‘Fuerza’. Sin perjuicio de lo anterior, esta Fuerza es Poder solo en cuanto se relaciona (en términos de dominación) con otra Fuerza, la Fuerza de la otra clase. Vistos los procesos desde esta óptica, tenemos que la sociedad chilena vivió una crisis orgánica, donde lo nuevo que aún estaba por nacer pugnó con lo viejo que aún no se terminaba de morir, intentando resolver la tensión entre la dependencia de las lógicas del Estado de 1925 y un movimiento popular que se demostraba cada vez más rupturista de la hegemonía burguesa ¿Existía alguna vía que permitiera la conciliación de ambos? O por el contrario ¿Existía un tercer actor que se había mantenido en silencio, pero que a la larga terminaría por aplacar tanto a uno como a otro? La experiencia de la Unidad Popular no fue otra cosa que el intento dramático por lograr esa conciliación. Desde la victoria de Allende en 1970, y su consiguiente ratificación por el Congreso pleno, la «vía chilena al socialismo» actúo en dos direcciones divergentes, la primera y más clásica, estrategia de negociación parlamentaria, en miras a alcanzar cierto consenso para producir los cambios que se decían necesarios en beneficio de los sectores populares; y la segunda, que consistía en intentar apoyarse en el movimiento popular que se decía representar.

La primera dirección fue representada consecuentemente por lo que Julio Pinto llama la «izquierda gradualista»[2], la cual bajo el supuesto de la existencia en Chile de una «burguesía nacional y autóctona», buscaría con sus representantes políticos, es decir, con el sector «progresista» de la Democracia Cristiana, un amplio acuerdo que permitiera hacer avanzar el proceso. Sin embargo dicha postura carecía del siguiente análisis expresado por Gaudichaud: «Esta búsqueda de una burguesía autónoma resultó rápidamente ilusoria, puesto que una de las características de las formaciones sociales latinoamericanas es precisamente la directa interdependencia de los intereses de las clases dominantes con los capitales extranjeros»[3] Otro error que oculta la posición institucional de la izquierda tradicional es creer que en el sistema de partidos estarían representadas las clases sociales, como una forma de proyección de las contradicciones de la sociedad en el parlamento. ¿Efectivamente era así? ¿La lucha de clases se daría en el Congreso? O por el contrario ¿Tendería a darse cada vez más en la calle? La experiencia de esos años, de masivos combate callejeros entre las fuerzas del gobierno y la oposición demuestra lo asertivo de lo segundo[4].

La segunda dirección, también representada por la izquierda «gradualista» y tradicional sería el apoyo del movimiento popular al gobierno. A este había que mantenerlo bajo los moldes institucionales del Estado de 1925. Salir de ellos sería romper el supuesto «equilibrio democrático». Estábamos, se decía, construyendo un nuevo modelo histórico de transición hacia otra forma de producción, «pacífico» y «legal» En el cual era el movimiento quién presionaba (a la oposición) y apoyaba (al gobierno), pero es el gobierno el que finalmente decidía. Dicho «novedoso» modelo, no era más que la repetición de un populismo largamente larvado por la clase política civil, aunque esta vez radicalizado, tanto por el discurso, como por la acción del movimiento popular al cual intentó responder. Es en esa segunda dirección, es donde se producen las fisuras más fuertes del proyecto populista. Si como ya había demostrado Tom Davis en la década de 1950 que el Estado de 1925 resultaba inviable para fomentar la acumulación de capital[5]. Ahora la inviabilidad se demostraba a nivel de movimiento popular, el populismo carecía de los medios para controlar su volcánica erupción por sobre el Estado. Surge el llamado ‘poder popular’, pobladores logran el autogobierno a nivel local, obreros se toman fábricas y las hacen andar esta vez sin patrones, campesinos llevan a cabo tomas de terreno y exigen el control comunitarios de estos. ¿Era este poder popular canalizable por las vías institucionales del Estado? Ciertamente que no, al contrario cuestionaba al Estado Nacional-Populista en sus cimientos. La soberanía regresaba a su verdadero dueño, el pueblo. Se gestaba así, aunque de modo germinal el futuro de un nuevo Estado. Las clases oprimidas se preparaban para romper cadenas, y comenzaban a construir un mundo de acuerdo con sus parámetros, sobrepasando la hegemonía burguesa, y construyendo una hegemonía auténticamente popular. El Poder estaba siendo hegemonizado por la Fuerza Popular, sobrepasando las lógicas del «Gobierno Popular». La historicidad que el pueblo venía forjando desde hace más de veinte años, y que por no decirlo, provenía también del movimiento popular de inicios del siglo XX, tuvo sus frutos. Los cordones industriales, conjunto de fábricas y empresas tomadas por sus trabajadores, según espacio territorial, quebraban el viejo sindical-parlamentarismo funcional al modelo e imponía una visión abiertamente creadora del cambio social. Las poblaciones controladas y autogobernadas por sus propios pobladores, con su propia justicia popular, sus frentes de trabajo, cultura, salud, etc., con el apoyo brindado por los estudiantes en la construcción urbana del mundo popular, a través de sus conocimiento en diversas áreas del saber (arquitectura, ingeniera, derecho, salud, pedagogía, etc.)[6].

Los comandos comunales que vinculaba en la acción concreta a los pobladores, los obreros de un cordón, y los campesinos organizados de una comuna en específica, en miras de su control. Sobre el ‘poder popular’, se repitieron las dos viejas posturas históricas. O era un órgano de apoyo al «gobierno popular» (postura populista de dependencia) o bien, este tomaba un carácter contrahegemónico ante la clase que seguía manipulando el Estado[7]. Si bien lo primero ocurrió en particular para contrarrestar las ofensivas de la oposición (paro de los transportistas por ejemplo), no eclipsó lo segundo, tanto así que el mismo presidente Allende al enterarse de la celebración de la Asamblea del Pueblo en Concepción y su propuesta de sustituir al parlamento burgués, opinaría: «En otras experiencias históricas ha surgido un ‘doble poder’ contra el poder institucional reaccionario, sin base social y sumido en la impotencia. Pensar algo semejante en Chile en estos momentos es absurdo, si no crasa ignorancia o irresponsabilidad. Porque aquí hay un solo gobierno, el que presido, y que no es sólo el legítimamente constituido sino que, por su definición y contenido de clase, es un gobierno al servicio de los trabajadores… No toleraré que nada ni nadie atente contra la plenitud del legítimo Gobierno del país… El Gobierno de la Unidad Popular es el resultado del esfuerzo de los trabajadores, de su unidad y organización. Pero también de la fortaleza del régimen institucional vigente… Por eso, es mi deber defender sin fatiga el régimen institucional democrático»[8].

Vistas así las cosas, la institucionalidad (que ya se caía a pedazos) era más importante que el propio potencial creador del pueblo, expresado en el poder popular. El viejo discurso populista se utilizaba una vez más pero esta vez con una legitimación «revolucionaria». Era por lo tanto más importante la lucha contra la miseria, por la distribución económica igualitaria desde arriba, que la lucha contra la alienación y por la liberación de los sujetos desde los sujetos mismos[9]. En los años en cuestión, existió una corriente política que buscó expresar las posiciones de un poder popular con vocación de hegemonía, era la autodenominada izquierda revolucionaria. La cual se caracterizaba además por desconfiar de la institucionalidad estatal y por la certidumbre de lo inevitable que se tornaba la violencia en el proceso. Esta izquierda, hija política de Clotario Blest y constituida fundamentalmente por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), el Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), la Izquierda Cristiana (IC), y sectores del Partido Socialista (PS)[10], y que a raíz de sus propios desgarros internos, tales como la inclinación hacia el vanguardismo excesivo, el sectarismo y dogmatismo heredados de su antecesora y rival, la izquierda tradicional, careció de madurez y capacidad suficiente para virar el proceso hacia otro rumbo que no fuera la amarga derrota, ya no sólo del «reformismo», ni del populismo, sino que también de la propia izquierda revolucionaria y del movimiento popular[11].

¿Cómo explicar el crudo final? ¿De dónde viene la asonada golpista que perpetuó el terror por 17 años? ¿Basta mencionar la dura polarización de esos años? ¿Basta buscar explicaciones en el modelo político y sus fisuras? ¿En particular, hay alguna respuesta plausible en la simple contradicción entre parlamentarismo y presidencialismo, como lo creen algunos?[12] Claramente que no. Una explicación de perspectiva histórica debe considerar al nacional-populismo, el cual entró en una crisis terminal, al ser incapaz de controlar al movimiento popular y de ofrecer un patrón de acumulación para Chile. Un Estado que no fue en el literal sentido de la palabra un instrumento de control represivo de clase, pues intentó integrar bajo sus parámetros al mundo popular, y alejó de él al empresariado productivo nacional, el cual no tuvo otra opción más que moverse en las sombras. El aborto del proyecto no podía ser realizado sino por su propia madre, la lógica librecambista y de dependencia, que se mantuvo en silencio como pilar fundamental del desarrollo nacional. La madre saldría a la luz, asesinaría al hijo y de paso al proyecto popular que decía combatir contra él. Los militares fueron pues, parteros violentos de esta historia, del nuevo hijo que nacía, esta vez a imagen y semejanza de su progenitora, la contrarrevolución neoliberal, que de la mano del terror militar se impondrá a sangre y fuego hasta nuestros días. ¿Qué enseñanza debe sacar la izquierda de este proceso, para una mejor aplicación de nuestras políticas? Aunque grupos progresistas se hagan de la maquinaria del Estado Burgués, el ‘Poder Popular’ debe mantenerse independiente de esa influencia, ocupando los espacios que se abran, pero jamás subordinándose a la fuerza hegemónica, poniendo en manifiesto su contradicción básica y lógica tanto con esta fuerza dominante en el poder, como con los progresistas institucionales que se hacen (o intentan hacerse) de la maquina de un Estado que, por más que intenten lo contrario, siempre servirá a los intereses burgueses, ya que fue hecho y reafirmado (1833, 1925 y 1973) para este propósito.

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[1] Néstor Kohan. «Antonio Gramsci». Ocean Sur. 2006. Pág. 9-10s
[2] Pinto, J. «Hacer la Revolución en Chile», en Cuando hicimos historia. La experiencia de la Unidad Popular (Pinto, J. editor), (Santiago 2005, LOM) p. 15
[3] Gaudichaud, F.  Poder popular y cordones industriales (Santiago, 2004. LOM) p. 19
[4] Salazar, G. Op. Cit., pp. 263-277
[5] Salazar, G. & Pinto, J. Op. Cit., p. 63
[6] Particular interés al respecto tiene el Campamento Nueva Habana. Ver en Garcés, M. «Construyendo las poblaciones: El movimiento de pobladores durante la Unidad Popular», en Cuando hicimos historia. La experiencia de la Unidad Popular (Pinto, J. editor), (Santiago 2005, LOM), pp. 73-77
[7] Gaudichaud, F.  Poder popular y cordones industriales (Santiago, 2004. LOM), p. 28
[8] Citado en Salazar, G. & Pinto, J. Op. Cit., p.166
[9] Para profundizar al respecto se recomienda Salazar, G.  «Transformación del sujeto social revolucionario: desbandes y emergencias», en Actuel Marx N° 1 (Santiago, 2003. Universidad ARCIS)
[10] Sobre la relación de Clotario Blest y la izquierda revolucionaria, en particular en el proceso de fundación del MIR ver en Leiva, S. & Neghme, F. «La política del MIR durante la Unidad Popular y su influencia sobre los obreros y pobladores de Santiago» en http://www.archivochile.com/tesis/02_tms/02tms0015.pdf pp. 11-23    
[11] Compartimos en este sentido la opinión de Mario Garcés en Miguel Enríquez y el proyecto revolucionario en Chile, editores varios (Santiago 2004, LOM), p .13
[12] Al respecto ver Salazar, G. «Construcción de Estado en Chile: la historia reversa de la legitimidad», en Proposiciones N° 24 (Santiago, 1993. Ediciones SUR), pp. 98-99

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