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La verdadera naturaleza del llamado ‘terrorismo’

Fuentes: Rebelión

«[…] la mejor prueba de que la gente es culpable es la falta de pruebas. Porque si no hay pruebas es que las han disimulado; y si las han disimulado es que son culpables».(J. Rancière, 1977)Existe convencimiento generalizado en el sentido que una guerra sólo puede llevarse a cabo en virtud del empleo de métodos […]

«[…] la mejor prueba de que la gente es culpable es la falta de pruebas. Porque si no hay pruebas es que las han disimulado; y si las han disimulado es que son culpables».

(J. Rancière, 1977)

Existe convencimiento generalizado en el sentido que una guerra sólo puede llevarse a cabo en virtud del empleo de métodos convencionales. Entre otros, que ha de librarse entre ejércitos profesionales, no se ha de dirigir en contra de la población civil, ha de respetarse la vida de los prisioneros, se ha de ajustar su tratamiento a los convenios internacionales, en fin. Nada más distante de la realidad. Porque la guerra es una confrontación entre grupos humanos diferentes: se desencadena cuando las formas normales de resolución de las controversias están, aparentemente, agotadas. La solución del conflicto no pasa, entonces, por convenir entre personas, sino por imponer la voluntad de unos sobre la de otros. Sostener, por tanto, que una guerra ha de someterse a principios éticos es ignorar su verdadera naturaleza; y suponer que pueda librársela con apego a una buena educación de los beligerantes, obtenida durante su paso por los institutos armados, es hacer gala de una ingenuidad sin límites e invitar a otros a imitar esa torpe conducta. La guerra ‘educada’ no es más que un ‘wishfull thinking’ o, lo que es igual, tomar los deseos por realidades. Por regla general, los principios morales, la buena educación o la caballerosidad pueden, en determinadas circunstancias, llevar al incauto a su más completa derrota. La historia nos enseña ―y nos sigue enseñando― que las formas de realizar la guerra, a contrario de lo que se cree, no sólo son amorales, sino extremadamente variadas entre sí y fuertemente complementarias. Los métodos e institutos que han servido, en el pasado para librarlas, siguen plenamente vigentes en la sociedad actual. No se entienden superados por los nuevos ni se excluyen unos a otros. Se complementan mutuamente. Son acumulativos. Y repetitivos. Lo que ayer sirvió para algo, se reproduce hoy. Y, por lo mismo, sorprende. El pacto de no agresión entre los cancilleres de Alemania y Unión Soviética (Von Ribbentrop y Molotov), poco antes de desencadenarse la Segunda Guerra Mundial, no hizo sino reproducir aquel que firmara, dos mil años antes de Cristo, el rey hitita Khetazar con el faraón Ramsés II. Y las matanzas de judíos en los campos de concentración nazis, las de palestinos a manos de judíos en los campos de refugiados, la masacre de bosnios musulmanes en Srebrenica, no son sino la reproducción de los grandes exterminios de seres humanos realizadas por Senaquerib, Asaradón, el aplastamiento de Sagunto por las tropas de Aníbal o la destrucción de Numancia por los romanos; las historias del Guérnica o Dresden de ayer, son las historias del Sarajevo de hoy, de Belgrado, Panamá, Kabul, Bagdad, en fin.

Las guerras de unificación nacional siempre se hicieron bajo el signo de la limpieza étnica a la manera como sucedió con la organización de los modernos estados. No de otra manera lo hicieron los franceses en Canadá, los ingleses en Norteamérica, Kemal Atatürk con los armenios, etc. Los métodos empleados en el pasado pueden cobrar plena vigencia en el presente cuando demuestran ser adecuados para el éxito de las operaciones que se emprenden. De hecho, la generalidad de los hombres de armas ―y políticos involucrados en acciones guerreras― aprende de sus predecesores no solamente la forma de comportarse durante la reali zación de un enfrentamiento, sino también la selección del lugar donde ha de librarse aquel, la época en que ha de llevarse a cabo y la elección de los recursos para la ejecución del cometido. Las formas de desatar y resolver las controversias bélicas, por ser siempre acumulativas, jamás dejan de ser actuales. La convencionalidad de la guerra no es sólo un eufemismo, sino un completo engaño: no existen guerras convencionales, sino pura y simplemente guerras. Una guerra puede evitarse a través de disuadir al enemigo de emprenderla: es la disuasión preventiva. Pero puede, además, ganarse a través del uso de aquel mismo método: la disuasión es, entonces, abierta o declarada. Ocasionar espanto, miedo, terror, al contendiente, constituye una de las más exitosas formas de disuasión preventiva a la que, a menudo, recurren los altos mandos militares y políticos de los países o naciones del orbe. La exhibición del arsenal militar que algunos estados acostumbran a realizar con ocasión de la celebración de determinadas festividades patrias es, a no dudarlo, una forma de disuasión preventiva. También lo es la invitación que algunos gobiernos hacen a otros a presenciar determinadas maniobras o ejercicios militares. Lo es, incluso, la simple realización de tales prácticas cuando la prensa les da amplia cobertura. No obstante, la disuasión se emplea, también, para ganar una guerra: la disuasión es, entonces, abierta. Uno de los más conocidos casos de empleo del terror como factor disuasivo en una contienda, fue el protagonizado por Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, respecto de Japón. Las dos bombas atómicas arrojadas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, permitieron al beligerante la inmediata e incondicional capitulación de su enemigo. No deja de ser notable que sea Estados Unidos, en la actualidad, quien más recurra a la denuncia del ‘terror’ como la forma más reprobable de exterminio y exija la participación de toda la comunidad internacional en esa cruzada.

Así, pues, el uso de la violencia contra la población civil, contrariamente a lo que se afirma en las diarias conversaciones y la prensa oficial, constituye una de las formas normales empleadas para obtener la sumisión del enemigo: la violencia ejercida contra los civiles provoca, a menudo, una reacción de éstos contra sus propios gobernantes a quienes culpabilizan del sufrimiento que experimentan. No necesitamos insistir sobre el particular: el bombardeo de Belgrado por las fuerzas de la OTAN tuvo esa finalidad; lo mismo sucedió con el bombardeo de Bagdad en las dos guerras contra Irak emprendidas por la administración estadounidense. En el caso de gobiernos débiles (cuyos representantes no han sido elegidos por mayorías significativamente altas o que se han debilitado ante la opinión pública por el incumplimiento de las promesas electorales o el ejercicio abusivo de sus facultades) el uso de la violencia contra la población civil puede ser determinante para provocar reacciones específicas, como sucedió en España durante la administración de José María Aznar: el atentado de Madrid terminó por volcar todo el encono del electorado contra un gobierno corrupto y poco proclive a prestar oído a las demandas de la ciudadanía. El triunfo de la línea política impulsada por el Partido Socialista Obrero Español PSOE, representado por José Luis Rodríguez Zapatero, y el pronto retiro de las tropas españolas establecidas en Irak no fueron tan solo consecuencias por entero previsibles, sino además socialmente necesarias.

Las reflexiones precedentes permiten entender que, de esa manera, bajo la descalificadora expresión de ‘terrorismo’ (o empleo del terror contra la población civil), las naciones centrales, sus medios de comunicación y las instituciones del estado (partidos, organizaciones, servicios y dependencias públicas) pretenden encubrir una novedosa ―aunque antigua― forma de librar la guerra por parte de sectores que no cuentan con los recursos de aquellas. Elementos de la más diversa procedencia establecidos tanto dentro de la formación social agredida como fuera de ella (exiliados, trabajadores o estudiantes emigrados, en general), desprovistos de la alta tecnología propia del agresor, le hacen frente con los precarios medios a su alcance: preparación, fe y convicción. La guerra se libra en forma desesperada, pero no por eso de manera menos efectiva. Podemos, por consiguiente, afirmar aquí la siguiente premisa: así como, en lo económico, se caracteriza la presente fase que atraviesa el sistema capitalista mundial por la aparición de dos extraordinarios instrumentos de trabajo (el ordenador y la red Internet), causa directa de su propagación planetaria, en el aspecto bélico se manifiestan, también, cambios espectaculares: la guerra primitiva reaparece, pero ésta vez lo hace de manera diferente; más, aún, si se la analiza del punto de vista de los bandos beligerantes. Para el agresor, la guerra se libra en atención a pautas específicas, entre otras:

1. La invasión (agresión) a determinado país se realiza invocando la necesidad de establecer (o reestablecer, en su caso) una ‘democracia’ y, consecuentemente, devolver a las masas su ‘libertad’. Digámoslo de otra manera: las guerras actuales se realizan en nombre de la ‘democracia’ y la ‘libertad’; son, por consiguiente, guerras ‘democráticas’ y ‘libertarias’.

2. El objetivo de la guerra no es, por tanto, el cambio de un sistema, sino de un gobierno que se estima lesivo para los intereses de alguien; normalmente, se invoca el nombre de la misma nación atacada. El medio empleado es el bombardeo a las ciudades y centros urbanos, la producción de terror en la población y la destrucción de la infraestructura de la nación (puentes, caminos, redes ferroviarias, canales de comunicación, edificios públicos) a fin de volcar a las masas en contra de sus gobernantes. La justificación o el porqué de tales acciones se fundamenta en la posesión de alta tecnología de la que hace gala el agresor: la población civil no puede sufrir porque quien bombardea es una potencia que conoce lo que hace y por qué lo hace, arroja bombas ‘inteligentes’ capaces de discernir entre hospitales y depósitos de armas o, en su defecto, entre los ‘buenos’ y los ‘malos’. Las secuelas psicológicas del ataque en mujeres embarazadas o en niños no cuentan en este caso. Y si la tecnología falla y se bombardean campamentos de refugiados, centros asistenciales, escuelas, fábricas, ello se debe, simplemente, a una mera casualidad: se han hecho presentes ‘efectos colaterales’, a los que no debe prestárseles mayor atención pues tienen escasa o nula significación.

3. Establecido un nuevo gobierno, éste no sólo puede pedir ‘ayuda’ al (o los) invasor(es) para ‘mantener el orden’, sino celebrar ‘convenios’ con aquel(los). Tales convenios tienen plena validez pues no sólo son considerados ‘voluntarios’ y ‘libres’, sino enteramente ‘legales’. Aunque, en su mayoría, versen sobre entrega de riquezas básicas al invasor a bajo precio o se refieran a la reconstrucción de la infraestructura destruida, donde participan personajes del gobierno invasor o sus relaciones familiares o personales.

4. Las acciones de la resistencia se descalifican bajo el estigma de ‘terrorismo’ o ‘extremismo’. Por supuesto, no se reconoce el carácter de beligerante al opositor armado: se trata, en el mejor de los casos, de asignarle el carácter de banda armada, criminales o bandidos capaces de cualquier atrocidad.

5. La separación entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, sobre la que advierte Lawrence Le Shan en su obra ‘Psicología de la guerra’, se profundiza. ‘Nosotros’ (los buenos) estamos a un lado, inmaculados; al otro, ‘ellos’ (los malos), cargados de vicios y perversiones. En algunos casos, esta separación alcanza dimensiones espectaculares, como la que estableció el Primer Ministro británico Anthony Blair a poco del atentado en contra del Metro londinense: a un lado los ‘civilizados’; al otro, los ‘no civilizados’. La diferenciación trae a la memoria las viejas distinciones establecidas por los griegos y romanos respecto de los pueblos situados más allá del imperio: dentro de los límites imperiales estaban los ‘ciudadanos’; al otro lado, los ‘bárbaros’.

6. Todo ataque o invasión se ‘legaliza’. A veces, al amparo de los organismos internacionales lo que significa justificar las acciones con sus anuencias o silencios. Otras veces, con el auxilio del derecho interno: una ley dictada por el invasor justifica sus propios actos.

7. Los adelantos tecnológicos se emplean en toda su extensión. Se trata no sólo de obtener la sumisión del enemigo, sino disuadir a otros acerca de repetir actos similares y anunciar, exitosamente, a eventuales clientes, las bondades de un nuevo producto guerrero. Los negocios jamás dejan de estar presentes en estas asonadas. Es una ley de la economía social de mercado.

Las naciones invadidas se ven, así, enfrentadas a un enemigo colosal: es la organización internacional quien aparece autorizando, avalando o tolerando la perpetración de una invasión o ataque. El país que será invadido se transforma, por obra de la propaganda política, en una Alemania ‘nazi’ y el (o los) atacante (s) pasa (n) a ser el (o los) ‘aliado (s)’, en un inequívoco intento de legitimarse a través del uso de la historia. Las analogías anacrónicas y las metáforas se emplean con profusión para lograr el efecto deseado: no debe ser el muerto quien agarre al vivo (‘le mort saisit le vif’), sino exactamente lo contrario: todo debe servir para justificar la invasión o el ataque. La historia comienza, pues, a escribirse con visión retrospectiva. En tales casos, las formas de librar la guerra por los sectores invadidos se tornan más y más desesperadas, pero no por eso menos efectivas. La carencia de la técnica se suple con otros elementos, entre otros:

1. El atacado emplea indiscriminadamente a todo elemento vivo del espectro social. Mujeres, ancianos, niños, enfermos, todo aquel que desee enfrentarse al enemigo es bien recibido. Desde ese punto de vista, la resistencia al invasor solamente puede ser entendida como un amplio movimiento social. La ‘Intifada’ es un elocuente testimonio de ello; la resistencia iraquí no es obra de delincuentes o facinerosos ni tampoco el movimiento de los ‘talibán’.

2. Implícitamente ―y en este caso se trata de un ‘biefecto’, es decir, de un efecto adicional―, se hace empleo de la propaganda política pues la participación social de quienes, luego de perderlo todo, van a ofrendar su vida, propaga el efecto de la heroicidad. La población toda pierde el miedo, no le importa morir, vive o experimenta un ‘estado naciente’, todos quieren ser ‘héroes’ o, en su defecto, consagrarse como ‘soldados de Alá’.

3. La autoinmolación se transforma en un arma político y militar. No se está, por ende, en presencia de un simple suicidio, sino frente a testimonios humanos, personas que al autoinmolarse dan fe de una conducta; se trata de individuos que trazan una línea a seguir, de sujetos que mueren por una creencia, de seres humanos que testimonian con la muerte su más profunda convicción. La autoinmolación es una inmolación con efectos. En la lucha contra las dictaduras latinoamericanas, pudimos comprobarlo en el conmovedor caso de Sebastián Acevedo, que prefirió arder como pira humana antes que aceptar la pasividad de una justicia que no daba respuesta a sus peticiones acerca de la suerte corrida por su hijo. En la Biblia, es Sansón, ciego y encadenado a las columnas centrales del templo, gritando, desesperadamente: «¡Muera Sansón y todos los filisteos con él!». Lo que en la Biblia es sagrado para los accidentales, ¿por qué no puede serlo para los orientales que se autoinmolan junto c on el enemigo? El cuerpo de quien porta el artefacto explosivo es de por sí un arma adicional: al estallar dicho artefacto se desintegra, también, el individuo; sus huesos, cabeza, extremidades, vuelan sembrando espanto y destrucción entre los transeúntes o parroquianos que se encuentran en un restaurante o un vehículo de la locomoción colectiva. El cuerpo humano desempeña, en la autoinmolación, el rol que cumple el casquete en la granada.

4. El retador, por primera vez, es atacado en todos los flancos y donde menos lo espera; el enemigo se hace presente en su propio hogar. La guerra alcanza al invasor en pleno corazón.

5. El ataque a la población civil no es diferente al que realiza el agresor: es un arma disuasiva. Es un anuncio a través del cual se advierte al invasor que, de persistir en sus acciones, también persistirán las del invadido en los centros neurálgicos mismos de su corporeidad social. La ley del talión cobra su tributo: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano.

6. La resistencia al invasor aprende a mimetizarse con él. Se hace cuerpo suyo, se introduce en su estructura social como uno más del conjunto, se mimetiza con el resto de la población. Por consiguiente, se hace invisible. Es un virus mutante. Puede estar en todas partes y en ninguna. Por eso, su sola mención crea horror. La inseguridad comienza a hacer presa del agresor que no sabe dónde descubrir a su enemigo. Había creído encontrarlo en un lugar determinado del planeta y, súbitamente, descubre que las fronteras de su contendiente se han extendido a las propias.

No estamos defendiendo aquí los actos de guerra de la resistencia iraquí ni de cualquier otro grupo armado. No defendemos la privación de la vida en aras de la consecución de un fin mayor ni la justificamos provenga de donde sea. Rechazamos el uso indiscriminado de la violencia y el empleo tanto de ejércitos profesionales como no profesionales. Rechazamos, por lo mismo, el empleo la guerra en todas sus expresiones. Pero no por ello vamos a aceptar que se justifique el crimen organizado sólo cuando es obra de instituciones armadas oficiales y se le rechace cuando es obra de ejércitos no oficializados. Digámoslo de otra manera: lo que se ha dado en denominar ‘terrorismo’ no es simplemente una acción dirigida contra la población civil, sino un ‘acto de guerra’ como cualquier otro. Posee, por ende, idéntica inmoralidad a la que exhibe toda guerra, llámesele ‘justa’, ‘injusta’, ‘de liberación’, etc. Con una gran diferencia: la guerra es una acción. Es, por lo mismo, un acto consciente y deliberado de sujetos que han optado por resolver un conflicto recurriendo a formas extremas de competencia. Denota perversidad. El llamado ‘terrorismo’ es una reacción; es un acto de respuesta a una agresión. A pesar de ello, busca ser reflexivo y, no obstante, es producto de la desesperación. De no existir el primero, tampoco existiría el segundo. Lo que se denomina ‘terrorismo’ es la reacción del débil ante el poderoso, de quien se siente impotente ante una maquinaria colosal poco interesada en el ser humano, pero sí de valores abstractos como lo son el dinero o el capital. ¿Terminar con el ‘terrorismo’? Sí, pero de la única manera que es posible hacerlo: terminando con la explotación de los pueblos, la miseria y las injusticias sociales y poniendo fin a esa enfermiza compulsión de quienes están quitando permanentemente a los demás aquello que les pertenece. Tal vez sea esa la única vía posible que conduzca al establecimiento de una diversidad de razas, credos y opiniones, de ideas y estructuras sociales dispares, una suerte multifacética de costumbres y creencias que, finalmente, haga realidad aquella vieja aspiración de la comunidad internacional de las naciones denominada autodeterminación de los pueblos..