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La vía democrática al socialismo 40 años después de Allende

Fuentes: Rebelión

No cabe ninguna duda que Latinoamérica atraviesa un momento de transformaciones sin precedente. Es desde América Latina que se están planteando importantes contribuciones a los debates globales sobre algunas de las cuestiones más acuciantes del momento. Latinoamérica se ha puesto al frente del debate en torno a la deuda externa del Tercer Mundo, a la […]

No cabe ninguna duda que Latinoamérica atraviesa un momento de transformaciones sin precedente. Es desde América Latina que se están planteando importantes contribuciones a los debates globales sobre algunas de las cuestiones más acuciantes del momento. Latinoamérica se ha puesto al frente del debate en torno a la deuda externa del Tercer Mundo, a la crisis ambiental, a la crisis de la democracia representativa y sobretodo, al cuestionamiento del actual modelo económico. Latinoamérica, en este último punto, ha hecho dos grandes contribuciones al actual escenario político mundial: por una parte, cuestionó el dogma neoliberal a través de la irrupción de una serie de movilizaciones de masas desde mediados de la década de 1980 que tuvieron su punto de clímax con las guerras del agua y del gas en Bolivia (2000-2003) y el «Argentinazo» (2001), con muchos otros hitos (el zapatismo, el Caracazo, las movilizaciones indígenas del Ecuador, los sin tierra de Brasil, las movilizaciones cocaleras en los Andes, etc.). La otra gran contribución de América Latina al debate político internacional ha sido la rehabilitación del socialismo a partir de las experiencias de los gobiernos ‘progresistas’ en Venezuela, Ecuador y Bolivia, pero también a partir de otras experiencias locales como la de los presupuestos participativos en ciertas partes de Brasil. Hecho, por lo demás, extraordinario dada la profundidad de la reacción del pensamiento único (Nuevo Orden Mundial, Consenso de Washington, Fin de la Historia) en el período inmediato al término de la Guerra Fría.

El experimento de la «vía chilena al socialismo» implementado en el gobierno de la Unidad Popular (UP), encabezada por Salvador Allende Gossens (1970-1973), de una u otra manera, es un referente importante para los procesos que hoy se viven en América Latina, tanto por el carácter sui generis que tuvo el socialismo de la UP así como por la marca neoliberal que tuvo el régimen militar del general Pinochet, quien derrocó a Allende aquel fatídico 11 de Septiembre de 1973. El legado allendista era un punto de referencia crucial para el fallecido dirigente venezolano Hugo Chávez, quien no ahorraba palabras para explicar la importancia de esa experiencia en el desarrollo del «socialismo del siglo XXI» -el cual, claramente, tiene más en común con Allende que con Lenin. Por otra parte, hablar del neoliberalismo es imposible sin referirse a la dictadura pinochetista, la cual, pese a toda la retórica sobre la «libertad» de los mercados, se impuso originalmente en uno de los regímenes más autoritarios que ha habido alguna vez en el hemisferio. Así, se demostró que la «mano invisible» del mercado necesita, la mayor parte del tiempo, la mano de hierro de un Estado armado hasta los dientes, que a sangre y fuego, disciplina a la población para permitir un respeto irrestricto a las «reglas del juego» según las ha definido el gran capital.

 

¿Qué democracia? ¿Qué socialismo?

Pero así como hay continuidades entre el allendismo y el «socialismo del siglo XXI», también hay importantes diferencias. La más obvia se deriva del contexto en el cual ambas se desarrollan. Mientras los gobiernos que hoy desarrollan el elástico concepto del «socialismo del siglo XXI» han llegado al poder por la vía democrática-electoral, al igual que Allende, en todos los casos las elecciones se realizaron en un contexto de profunda crisis de hegemonía por parte de las elites tradicionales (venezolanas, bolivianas y ecuatorianas). Esta crisis fue el resultado directo de la dislocación absoluta de las economías nacionales gracias a la implementación del neoliberalismo. Y esta crisis redundó en un desgaste de las instituciones y en una pérdida de base social de apoyo de partidos que ya no reflejaban la realidad social de países en un proceso de cambio vertiginoso: este desgaste institucional y crisis de hegemonía es lo que resonó en la ubicua consigna «que se vayan todos». Morales y Correa ganan las elecciones después que varios presidentes son derrocados en sendas protestas populares; en el caso de Venezuela, Chávez fue elegido después de un descalabro social de proporciones durante el Caracazo y después de un fallido intento de golpe de Estado. Cierto es que Allende también ganó en medio de una crisis social profunda, pero que no afectó los equilibrios de poder entre las clases. De hecho, Allende ganó las elecciones con un estrecho margen que reflejaba el esquema tradicional de los «tres tercios» de la política chilena: un tercio para la izquierda, un tercio para la derecha, y un tercio para los partidos de centro. Al carecer del margen del que sí gozaron Chávez, Correa y Morales, su espacio para la reforma radical fue notablemente más restringido.

De hecho, la Democracia Cristiana [1] forzó a Allende a adherirse a un «Estatuto de Garantías Constitucionales», en el cual se comprometía el régimen a no tocar la Constitución -el gobierno de la UP nació con una camisa de fuerza del que ningún otro gobierno anterior padeció. La diferencia con los gobiernos «socialistas del siglo XXI» no es menor, pues, a diferencia de Allende, lo primero que hicieron en todos los casos fue modificar las reglas del juego mediante la declaración de una asamblea constituyente, donde se delinearon las bases para un concepto más inclusivo y participativo de la democracia, así como para una concepción más social de la economía. Allende, en cambio, tuvo la desventura de haber sido democráticamente elegido con un mandato socialista y haber muerto, durante el asalto militar al Palacio de la Moneda, defendiendo la Constitución de 1925 y la democracia de una clase capitalista que no vaciló en arrojarla al tacho de la basura y gobernar por decreto hasta que Pinochet hizo una nueva carta magna, a su antojo, en 1980.

Cierto es que el pueblo transformó la consigna del «poder popular» en práctica después del fallido «paro patronal» de Octubre de 1972, floreciendo cordones industriales y ocupaciones de fábricas, en juntas de consumo y control de precios contra el acaparamiento, en comités de barrio y campesinos, etc. Sin embargo, estas experiencias, que fueron fruto directo de la presión de los de abajo, no tuvieron mayor estímulo del gobierno, que seguía fundándose en los pilares constitucionales para el desarrollo de su experiencia. El «doble poder» siempre es molesto y genera contradicciones, pero en cierta medida, las actuales experiencias del «socialismo del siglo XXI» se apoyan más en él que el allendismo, llegando a ampliar el concepto de democracia, desgastado por el abuso que los regímenes neoliberales han hecho de él, a una democracia de carácter participativo, o como en el caso ecuatoriano, estableciendo al poder ciudadano como un pilar del Estado.

Cuatro décadas más tarde, no sólo el mismo concepto de democracia ha sido revitalizado y renovado, sino que lo mismo ha ocurrido con el socialismo. Ya en la misma época de Allende, la concepción etapista, que priorizaba el desarrollo de las fuerzas productivas por sobre las relaciones sociales de producción, que enfatizaba más la técnica que las personas, era cuestionada por sectores de la izquierda chilena, como lo deja entrever un artículo publicado en esos años por la revista Punto Final: «al hablar de socialismo se habla de industrialización y de ingreso por persona; al hablar de la ‘transición al socialismo’ se supone gradual y sin conflicto; la ‘Técnica’ (…) resuelve todos o casi todos los problemas, problemas que parecen ser puramente económicos, y la economía crece sobre la base de exportar mayor volumen y productos más elaborados y de comprar equipos y tecnología en el exterior. Todo esto es posible gracias a que se estatiza parte de los medios de producción y a que el aparato estatal lo controla en parte un equipo de hombres de buena voluntad.«[2] Hoy en día, las experiencias «socialistas del siglo XXI» han llevado el debate más allá de lo cuantitativo y han incorporado importantes cambios paradigmáticos, como la incorporación del Sumak Kawsay, o política del «buen vivir», en su programa político, o el decreto sobre los derechos de la Pacha Mama, o «Madre Tierra» en la constitución boliviana. Todo esto es un cuestionamiento radical a las nociones rígidas de desarrollo y crecimiento tanto de la derecha como de la izquierda más tradicional, de las cuales la experiencia de Allende jamás se desprendió [3].

 

Redefiniendo el camino hacia la democracia y el socialismo

Allende fue una víctima de su tiempo, tanto por las circunstancias internacionales que favorecieron el golpe cívico-militar, con pleno respaldo de EEUU, que acabó con su gobierno, como por la concepción misma del socialismo en que enmarcó su proyecto político. La terrible paradoja de su sacrificio (un socialista murió defendiendo la democracia capitalista) nos abrió un camino -si hay derrotas que son fecundas para la historia, esta es una de ellas. Su experiencia nos entrega valiosas lecciones, tanto en sus aciertos como en sus desaciertos, para superar las experiencias pasadas, aprender de ellas sin repetir mecánicamente. Sin embargo, su ejemplo de compromiso político, su incuestionable ejemplo moral y su convicción última en que, «más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por las que transite el hombre libre», permanecen como una inspiración para quienes hoy apostamos a la construcción de una sociedad al servicio de las personas y la vida, construidas por las personas, donde el poder de decisión radique en las personas y donde las enormes riquezas sociales sean administradas por las personas, teniendo en mente las generaciones por venir y en la preservación de la vida en el planeta.

Allende es un camino incompleto, que el pueblo sigue construyendo a su andar. Que siguió construyendo con el ciclo de movilizaciones populares que convulsionaron a Chile en el período 1983-1986, de marcado carácter anti-neoliberal, que fue secuestrado por tecnócratas centristas que la redujeron a su faceta anti-dictatorial. Así llegamos a un largo letargo inaugurado en 1990 con una «democracia» descafeinada, sin pueblo, sin debate, sin vida, sin contradicciones. Y de ese letargo seguimos saliendo golpe a golpe: con los golpes de los Mapuche en el sur del país, con los golpes del movimiento estudiantil que durante una década ha estado sacudiendo la conciencia nacional; y por último, con los golpes de una nueva generación de sindicalistas que retoman las banderas del cambio social profundo. Un camino que también es universal, y lo mismo lo pueden seguir transitando hoy en Santiago de Chile, como en Caracas o en las plazas de Egipto. 40 años después, puede ser que estemos redefiniendo el camino, el concepto de democracia y de socialismo; pero Allende seguirá siendo un punto de referencia obligado para todos quienes soñamos con un mañana mejor.


NOTAS:

[1] Partido que en 1973 fue crucial para que el pinochetismo llegara al poder y que en 1990 llegó «democráticamente» al poder, al mando de un Estado que técnicamente era democrático, pero que conservaba los pilares económicos -neoliberalismo- y políticos -la constitución de 1980- del pinochetismo.

[2] «Capitalismo de Estado, una etapa del proceso» JVH, Revista Punto Final nº147. 21 de diciembre de 1971. La revista Punto Final fue un foro amplio de izquierda revolucionaria, con una clara cercanía con el MIR y con las corrientes foquistas latinoamericanas (pese a que publicaba un espectro bastante más amplio de la izquierda), que se editó en Chile desde 1965 hasta el mismo día del golpe de Estado, el 11 de Septiembre de 1973. Ese día, la revista circuló hasta las 9am, hora en la cual el régimen militar la decretó ilegal.

[3] No es el objetivo de este artículo discutir qué tan coherentes han sido los gobiernos boliviano o ecuatoriano con esta política, sino señalar sencillamente que ha habido un cambio paradigmático en la concepción de un modelo de sociedad alternativo.

(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net. Autor de «Problemas e Possibilidades do Anarquismo» (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro «Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América Latina» (Quimantú ed. 2010).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.