Los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, muy discutidos en el ámbito académico desde hace varios años, se han extendido al ámbito político y han generado debates en el seno de la izquierda latinoamericana y europea. En este texto, Stathis Kouvelakis se dedica a deconstruir la racionalidad de la política teorizada por Laclau bajo […]
Los trabajos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, muy discutidos en el ámbito académico desde hace varios años, se han extendido al ámbito político y han generado debates en el seno de la izquierda latinoamericana y europea.
En este texto, Stathis Kouvelakis se dedica a deconstruir la racionalidad de la política teorizada por Laclau bajo el término populismo. Con ese objetivo, propone discutir tres tesis:
* La democracia radical propuesta por Laclau se base en el principio de una autolimitación que excluye cualquier idea de ruptura con el orden socio-económico capitalista y con los principios de la democracia liberal, que asimila a una empresa de tipo totalitario..
* Contrariamente a lo que afirma Laclau es la lucha de clases la que actúa como agente de de-reificación del sujeto político y no la razón populista.
* La lógica hegemónica que alienta la razón populista no se corresponde con el objeto de la misma por dos razones: a) dado su estricto formalismo, adolece de una indeterminación de principio frente a cualquier movimiento real; b) No puede informar de sus propios efectos; por ej., de su transformación en posición hegemónica de poder. (Contretemps)
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La crítica postmarxista del marxismo
Influenciado por la experiencia política de su país, Argentina, y por su compromiso en una corriente socialista del movimiento peronista, Laclau emerge en el ámbito intelectual como un marxista en la estela de Althusser y Poulantzas, planteando la cuestión de la ideología en el centro de la comprensión de la especificidad de los fenómenos políticos 1/. En los años 1980, junto a Chantal Mouffe, pone en marcha su aggiornamento teórico postmarxista como una contribución a la estrategia socialista; aunque volveremos ampliamente sobre ello, sitúan el socialismo como elemento de un proyecto de democracia radical. Esta toma de posición parece tanto más novedosa en la medida que despliega una densa terminología que Gramsci calificaría de subversiva, saturada de antagonismos, de cadenas de equivalencia, de articulaciones contingentes y otras posiciones subjetivas con una ostentosa radicalidad. Sin embargo, el sentido de esta radicalidad aparece de entrada como profundamente diferente al que la estrategia socialista, en sus diversas versiones, le ha atribuido; a saber: la ruptura con el capitalismo.
A lo largo de los capítulos de su libro, el fundamento teórico en el que se basa esta tradición, es decir, el marxismo, es objeto de una demolición total, orientada a demostrar su deficiencia fundamental; deficiencia que portan el conjunto de intelectuales y dirigentes que se reclaman de ella, más allá de la diversidad de sus puntos de vista. Enunciada de forma sintética, esta deficiencia sería la siguiente: en tanto que proyecto, movimiento y teoría política, el marxismo se basa en el presupuesto de un sujeto histórico-social unificado: la clase obrera encargada de una misión revolucionaria. Por otra parte, la unidad del sujeto en cuestión se basa en una visión determinista de las relaciones sociales, según la cual la centralidad de la lucha (y la consciencia) de clase está garantizada por la determinación en última instancia de la economía, hipótesis fundadora del materialismo histórico.
A partir de esta determinación, el marxismo pensó poder deducir, como una consecuencia necesaria, la existencia de un sujeto dotado de una consciencia de clase orientado a poner fin al capitalismo. En una palabra, el marxismo adolecería de fundamentalismo, término básico en la crítica postmarxista del marxismo, y debido a ello cada vez sería menos adecuado para comprender las formas de subjetivación y las coyunturas políticas contemporáneas. En otras palabras, el fundamentalismo no es más que un intento, ilusorio en el terreno analítico y vano en el terreno práctico, para superar la indeterminación de lo social y la descentralización de las formas de subjetivación. Frente a ello, el postmarxista pone por delante el papel constitutivo de las articulaciones discursivas, totalmente ajenas a lo social y las únicas susceptibles de superar, de un modo parcial, contingente y temporal, su estallido inherente y dar lugar a formas de subjetivación.
De este modo, el punto de vista postmarxista permite comprender la pluralidad irreductible de los sujetos políticos que suceden a la difunta centralidad obrera. A saber, los nuevos movimientos sociales (feminismo, ecologismo, movimientos de minorías), contribuyendo positivamente a su emergencia. Por ello, de lo que se trata es de clarificar el horizonte que se desprende de estos movimientos en el marco teórico enunciado. En otros términos: ¿cuál es el contenido preciso de la democracia radical que trata de integrar, pero sobre todo superar, la perspectiva del socialismo? Y, más en general, ¿cómo estructurar la relación entre ese social constitutivamente carente de unidad y la interpelación discursiva exterior que parece concentrar en ella las energías políticas de lo que ya no tenemos derecho de nombrar: la totalidad social?
Derrotar al capitalismo: entre el sinsentido y la tentación totalitaria
La publicación de «Hegemonía y estrategia socialista» desencadenó vivas polémica que se referían tanto al carácter discursivo de su ontología social como al abandono de la política de clase en beneficio de los nuevos movimientos sociales. Algunos incluso vieron en ello la conclusión lógica de la refundación del marxismo emprendida en Francia por Althusser y que tuvo su prolongación en los trabajos sobre las clases sociales de Poulantzas. Otros se focalizaron en la extravagancia conceptual del post-marxismo; es decir, su constructivismo integral en base a recordar de forma razonable las tesis marxistas sobre la determinación de la economía o la centralidad del conflicto de clases. La demostración consiste entonces a exonerar a estos últimos de los reproches de reduccionismo y a sustraerlos al chantaje del todo o nada (el determinismo integral o la contingencia absoluta, la continuidad totalmente fundamentalista o la singularidad fluida de las construcciones hegemónicas, etc.) al que les someten Laclau y Mouffe 2/. Con la perspectiva del tiempo, se puede decir que estos debates expresan más la falta de energía teórica y política propia de los años 1980 que una confrontación como la que pudo suscitar el revisionismo de finales del siglo XIX y principios del XX. De todos modos, el reflujo del movimiento obrero y, en sentido inverso, el auge de los nuevos movimientos sociales, desarrollándose sobre ejes distintos de la lucha de clases, incluso en ruptura con ella, parecían confirmar la validez del giro postmarxista. Por ello el debate se desplazó rápidamente hacia el terreno definido por el propio Laclau y Mouffe: el del contenido del proyecto de democracia radical anunciado por su libro programático.
A partir de los años 1990, Laclau reorientó su posición para superar lo que percibió como un límite de su punto de vista anterior. En efecto, la crítica del fundamentalismo clasista apareció como una adhesión, típicamente posmoderna, a la fragmentación de las formas de subjetivación que deriva de la explosión de los particularismos que actúan en las lógicas sociales dominantes. Por ello, el acento se desplazó hacia las formas de construcción de un nuevo sujeto político, desconectado de cualquier presupuesto fundamentalista pero, al mismo tiempo, portador de un proyecto unificador, capaz de tomar el relevo al movimiento obrero. En sus grandes líneas, esta nueva articulación de los universal y lo particular reposa sobre el despliegue de la lógica hegemónica en tanto que vía de acceso a lo global, definido como espacio vacío, i.e. desprovisto de un contenido predeterminado, que lo particular intenta llenar sin lograrlo jamás 3/. Este intento totalmente necesario pero imposible es justo lo que impide cualquier cierre de la perspectiva de universalización en un sentido fundamentalista, como la noción del proletariado en tanto que encarnación de la clase revolucionaria. El reconocimiento del carácter limitado del sujeto política implica también romper con el doble postulado del pensamiento de la emancipación, entendido este en su sentido amplio, que engloba a la vez la ilustración y la tradición socialista que vino después: el de la ruptura dicotómica entre un antes y un después separados por un «acto fundacional plenamente revolucionario» de la sociedad, acto necesario para alcanzar una nueva sociedad «plenamente transparente», que eliminaría el conflicto y, más en general, la «alteridad radical». El primer aspecto se refuta en nombre de la antinomia entre, de una parte, la exigencia de radicalidad en la ruptura que presupone la existencia de un terreno (ground) común, antes y después de la revolución, sobre el que se opera la transformación radical en cuestión, y por otra, del cruce, de la discontinuidad que separa estos dos momentos y los hace inconmensurables 4/. El rechazo del segundo postulado parte de la necesidad de admitir «incluso la posibilidad de la eliminación de la alteridad radical» preconizada por la gran historia de la Salvación emancipatoria y su sustitución por las «dicotomías parciales y precarias constitutivas del tejido social (the social fabric)» de la que son portadores los «nuevos movimientos sociales» 5/. Así pues, se trata de aceptar la «naturaleza plural y fragmentada de las sociedades contemporáneas» y de inscribirla, para la puesta en pie de la lógica universalizadora esbozada previamente, en un espacio de equivalencia que «haga posible la construcción de una nueva esfera pública» 6/.
Será preciso esperar a finales de los años 1990 y a la emergencia de las diferenciaciones cada vez más agudas del lado de los intelectuales inicialmente agrupados, errónea o acertadamente, en el seno del postmarxismo y/o del postestructuralismo para que se pueda desarrollar un verdadero debate sobre estas tesis. En ese sentido, los intercambios entre Laclau, Žižek y Butler a finales de los años 1990 marcan un punto de inflexión 7/. A menudo, su dimensión polémica deja aparecer líneas de confrontación en las que lo que está en juego va más allá de las discusiones puramente especulativas sobre la ontología de lo social. Sin duda, por primera vez tras la polémica intramarxista de los años 1980 se cuestiona el significado de la puesta en cuestión del capitalismo.
Es Laclau quien plantea los términos del debate: hablar de ruptura con el capitalismo no es más que un significante carente de una referencia real; razonar de esa manera no es más que un residuo de la visión clasista-fundamentalista del mundo social. Para él, la cuestión crucial se debería formular de la siguiente manera: «¿Cuán sistemático es el sistema? 8/. A partir de ahí presenta dos soluciones: de un lado, la creencia en «leyes endógenas de desarrollo» que supuestamente garantizan la «destrucción del sistema», bien mediante su propio hundimiento o como resultado de la no menos mítica misión revolucionaria del proletariado; de otra, la comprensión de la sistematicidad en tanto que «construcción hegemónica», efecto totalmente contingente de dispositivos discursivos.
Evidentemente, planteada en estos términos, no cabe ninguna duda de cuál debe ser la respuesta. ¿Quién de entre nosotros osaría defender una mezcla (totalmente incoherente por lo demás) de ingenuo determinismo y de creencia mesiánica sobre la misión del proletariado frente al encanto de la apertura, de la contingencia y de la pluralidad de posiciones subjetivas? Por ello, prosigue Laclau, la distinción que hace Žižek entre «luchas internas en el sistema» y «luchas para cambiar el sistema» carece de pertinencia: «esas afirmaciones no significan nada… su anticapitalismo [de Žižek] no es más que una cháchara vacía… Sus llamamientos a derrocar el capitalismo y a terminar con la democracia liberal no tienen ningún sentido» 9/. La idea de una puesta en cuestión, al mismo tiempo, de la economía capitalista y de la democracia liberal suscite en el teórico argentino una verdadero estallido de ira. De ese modo, Žižek se ve acusado de querer retornar a los «regímenes burocráticos comunistas de Europa del Este en los que vivió» y, de ese modo, traicionar su propio pasado de disidente en la ex Yugoslavia titista.
Si descartamos sus polémicas formulaciones, ¿cuáles son las razones de fondo que le llevan a esta conclusión? Como hemos visto, Laclau rechaza por principio la idea «dicotómica» de la ruptura revolucionaria así como la visión de una sociedad emancipada que haya superado la «ambigüedad inherente a todas las relaciones antagónicas». Rechazando toda idea de cierre, defiende mantener una. «relación antagónica» en la que se trataría de «hacer actuar a los dos partes [a fin de] producir resultados que impidan a uno de ellos acapararlos de forma exclusiva» 10/. Hacia delante, el cambio social se debe pensar como un «desplazamiento de las relaciones entre los elementos; algunos internos y otros externos a lo que es el sistema». ¿Cómo interpretar estas alambicadas formulaciones? El resto de sus comentarios permite verlo más claro: «Cabría hacerse las siguientes preguntas: ¿Cómo es posible mantener una economía de mercado que sea compatible con un alto grado de control social del proceso de producción? ¿Qué tipo de reestructuración de las instituciones democráticas liberales se necesita para que el control democrático sea efectivo y no degenere en lo que podría ser la regulación de una burocracia todopoderosa? ¿Cómo debe concebirse la democratización para que tenga efectos políticos globales que sean, no obstante, compatibles con el pluralismo social y cultural existente en una sociedad dada?» 11/.
Más aún que la necesidad de preservar la economía de mercado, eufemismo habitual para designar el capitalismo, economía en la que las «instituciones democráticas liberales» se presentan como complemento indisociable y (mediando alguna restructuración) como única modalidad posible de la democracia sin más, es sin duda la última cuestión la más reveladora del contenido del proyecto intelectual de Laclau. En efecto, concibe la democracia radical como un proceso de extensión y de generalización de la lógica liberal-democrática a un creciente número de espacios sociopolíticos. Pero, atención: esta radicalización no debe superar determinados límites; precisamente aquellos que condicionan, en palabras de Laclau, el «pluralismo social y culturas en una determinada sociedad»; es decir, en buena lógica liberal, la economía de mercado y la propiedad privada.
Ya en un libro de 1985, Laclau y Mouffe planteaban una tensión constitutiva entre igualdad y libertad y remarcaban la necesidad de «equilibrar» la primera a través de la segunda para garantizar el carácter «plural» de la democracia 12/. Lo que les llevaba a la posición bien conocida desde las diatribas lanzadas por Edmund Burke y los intelectuales liberales ante la Revolución francesas, según la cual, la «lógica del totalitarismo» estaría en el seno de «todo intento de democracia radical», en la medida que la lógica expansiva de esa le empujar a «instaurar un centro que elimina radicalmente la lógica de la autonomía y reconstituye alrededor del mismo la totalidad del cuerpo social»< 13/.
Si el socialismo se inscribe en la continuidad de la radicalización del proyecto democrático que encarnó la Revolución francesa y, más en concreto, su ala jacobina, su presunto fracaso solo puede llevar a la exigencia de una autolimitación de la democracia. Desde el punto de vista de Laclau y Mouffe, de la misma forma que François Furet, el «totalitarismo jacobino» continúa siendo el riesgo inherente a todo proceso democrático, un riesgo del que nos puede proteger la creación de una «esfera pública común» 14/. Así pues, democracia radical, ma non troppo…
Una vez superada la lógica totalitaria del jacobinismo y de su heredero marxista, la «principal cuestión política» es la de elegir entre la «proliferación de los particularismos» (o su «unificación autoritaria», que no es sino la otra cara de la moneda) y los «nuevos proyectos emancipadores compatibles con la compleja multiplicidad de las diferencias que configurar la estructura (the fabric) interna de la sociedad actual» 15/. Esta insistencia en la «compatibilidad» del cambio social deseable con la estructura de las relaciones sociales existentes, definida a través del eufemismo típico del liberalismo como «el pluralismo de intereses», es muy sintomática. Los acentos «totalizantes» de la nueva problemática, que integra de forma selectiva elementos de la dialéctica clásica de lo particular y lo universal, no modifica lo más mínimo la orientación global, según la cual la cuestión reside en preservar como una riqueza esta «complejización de lo social» 16/ que caracteriza el actual orden social. Sobre todo, porque la plasticidad atribuida a este orden es casi ilimitada porque autoriza un despliegue continuo «siempre precario e irreversible» del proceso hegemónico que constituye «el punto de partida de la democracia moderna» 17/. Dicho de otro modo, todo pasa como si ningún obstáculo de orden estructural, dependiente precisamente de esta «heterogeneidad de lo social» no limitara la apertura al desafío permanente de todo «contenido» fijo que supuestamente caracteriza a la «sociedad democrática».
Incluso podríamos decir que, en ese sentido, Laclau va aún más lejos en su reformulación de la temática «antitotalitaria» en relación a sus tesis anteriores. En los años 1980, se trataba, en buena lógica liberal, de contrapesar y contener la lógica igualitaria por la de la «libertad». En la conclusión de un ensayo publicado inicialmente en 1992, llamaba a liberarse de la noción totalizante, dicotómica y escatológica de «emancipación» en beneficio de la de «libertad» 18/. En adelante, es la lógica de la propia libertad la que se debe auto limitar para no obstaculizar el «pluralismo»: «la completa realización de la libertad equivaldría a la muerte de la libertad, porque se habría eliminado en su seno toda posibilidad de disenso». La conclusión sigue siendo fundamentalmente la misma: «la división social, el antagonismo y su necesaria consecuencia -el poder- son las verdaderas condiciones de una libertad que no elimina la particularidad» 19/. Es por ello que Laclau declara que «incluso si mi preferencia es por una sociedad liberal-democrático-
La razón populista o la hegemonía como formalismo vacío
La reformulación del proyecto de Laclau en términos de «razón populista» 22/ se puede comprender como una profundización de su investigación sobre las condiciones para llegar a la universalidad no-substancial de los sujetos de la política. Si se le compara con el manifiesto postmarxista de 1985, el cambio de tono es grande. A partir de ahora, en el centro del debate se sitúa la racionalidad propia de la política como construcción de sujetos unificadores, de «pueblos» o, de forma más exacta, de configuraciones siempre singulares, construidas en la contingencia de las coyunturas, del «pueblo». Por decirlo de otra forma, el «populismo» tal como lo define Laclau no es un régimen, ni un movimiento político particular, se reclame o no de esta denominación. El populismo no nos remite a ningún contenido social o político predeterminado; es la forma misma de constitución de lo político; una forma vacía que una pluralidad de «contenidos» trataran de llenar y ocupar -mediante una construcción hegemónica- sin jamás agotarla. Al contrario de lo que afirman sus detractores, esta forma es racional, muestra incluso una profunda racionalidad de la política moderna. En su núcleo se aloja un proceso de universalización provocado por el exceso irreprimible de «exigencias democráticas» particulares que surgen de la heterogeneidad de una sociedad diferenciada, en cualquier sistema sociopolítico dado. Este exceso revela a su vez la imposibilidad irreductible de una totalidad a satisfacer el conjunto de exigencias que se le plantean: una de ellas, al menos, chocará con la inadmisibilidad. De esta forma se abre la posibilidad de una «cadena de equivalencias» que permite a esta reivindicación particular entrar en resonancia con otras y romper con la «lógica diferencial», que consiste en tratar y satisfacer, cada una de las demandas tomadas por separado en forma de serie.
El «pueblo» se constituye en esta lógica metonímica en la que la parte se convierte en el nombre de la totalidad. La nominación se presenta así como el acto constitutivo de la política, que atestigua su carácter fundamentalmente discursivo. Pero la tensión entre la lógica diferencial y la de la equivalencia continúa irreductible: nada puede (¿o no debería?) eliminar la «diferencia», la singularidad. El «pueblo» sigue siendo una totalidad no completa, derivada de la imposibilidad de «concluir» en un modo de gestión la heterogeneidad constitutiva de lo social -o, sería necesario añadir, del fracaso a abolirla en un modo «totalitario». Se trata de una construcción regida por principio por la contingencia y la indefinición. La lógica inmanente a esta forma de vacío de la política no es otra cosa que la «hegemonía», que adquiere aquí una extensión máxima y se convierte en coextensiva de la racionalidad política o, lo que es lo mismo, de la «razón populista».
Detengámonos un momento sobre la acción definitoria, acto fundacional como acabamos de ver, que erige al «pueblo» como sujeto político. Según Laclau, no sería fruto de una operación conceptual (de conocimiento) porque eso llevaría a presuponer la unidad a priori de ese sujeto, una unidad directamente derivada de la inmanencia del funcionamiento social; o sea, un fundamentalismo. La acción definitoria es a la vez integralmente constitutiva y radicalmente contingente: la «heterogeneidad» de lo social significa que la reivindicación en torno a la que se puede establecer la cadena de equivalencia puede surgir de una multiplicidad de espacios (de «puntos de antagonismo»), sin jerarquía o posición privilegiada preestablecida: según las situaciones, se puede tratar de una lucha obrera, de una reivindicación nacional o social, del antirracismo o de la actitud ante un conflicto armado. Dicho de otra manera, el punto nodal es en sí mismo un elemento de la lucha hegemónica, de un discurso que le constituye «ontológicamente», y no un derivado o la expresión de una lógica de unificación preexistente, de un contenido «óntico» determinado y, muy particularmente, de una supuesta «determinación en última instancia por la economía».
El «populismo», entendido como el proceso genérico de constitución del sujeto-pueblo de la política, comporta por consiguiente una triple dimensión:
– La unificación de una pluralidad de demandas en una cadena de equivalencias que hace de la particularidad el nombre mismo de la totalidad perforada, sin por ello anular su particularidad, impidiendo con ello toda fijación definitiva, o substancial, de esta identidad unificada. Para decirlo con otras palabras, las particularidades no se suprimen en una unidad confusa, sino que se articulan en una cadena que produce, ella misma, una lucha contingente.
– Trazar una línea de demarcación que separa dos campos, el «pueblo» y su «adversario», dejando claro que ahí tampoco es inmutable esta línea, porque depende tanto de la modalidad sobre la que se establecer la hegemonía popular y el principio de exclusión que se deriva de ella, como de la capacidad del sistema para integrar las reivindicaciones que se le exigen, separándolas de la cadena en la que se articulan.
– La consolidación de la cadena de equivalencia en una identidad que es a la vez ruptura, el surgimiento de una singularidad inédita a través del acto de nominación y el establecimiento de una nueva disposición. En efecto, la dinámica hegemónica de la que es portador este sujeto reacciona a una dislocación sistémica e inscribe la pluralidad de las reivindicaciones en una misma superficie discursiva y simbólica. Se supone que esta consolidación supera el seudodilema del cambio gradual («reforma»)-revolución en beneficio de una exigencia fundamental, pero de tipo estrictamente transcendental-formal, irreductible a un contenido determinado: el de una opción a favor de un orden, de un «conjunto discursivo/institucional que asegure su propia supervivencia a largo plazo» 23/.
Seguramente, en la «razón populista» del último Laclau se puede reconocer una fenomenología general de la constitución política de identidades de grupos que emergen, al son de las coyunturas, a la escena histórica. Pero, justamente, el carácter descriptivo y formal asumido de este punto de vista plantea una cuestión fundamental: el de su estatus crítico; es decir, de su capacidad para orientar hacia alguna opción determinada, sea la que fuera. Rechazando la categoría dialéctica hegeiana de «negación determinada» 24/, Laclau propone explícitamente un marco transcendental, deducible a priori, de la forma de la lógica política como tal.
Autorreferencial, la construcción discursiva de la hegemonía se convierte así en la instancia constitutiva de todo movimiento político, independientemente de su orientación. E incluso si la mayoría de los «populismos» que analiza, desde los reformadores estadounidenses de finales del siglo XIX al comunismo italiano de la época de Togliatti y de la Larga Marcha de las tropas de Mao, al peronismo de su país de origen, son más bien de izquierdas, no por ello deja de ser cierto que se sitúan en el mismo continuum que los fascismos, los movimientos autoritarios y xenófobos: en sentido estricto, muestras una misma tipología 25/. Más en concreto, la reivindicación específica que permita articular una cadena de equivalencia puede consistir tanto en la exigencia del fin de las discriminaciones racionales como en el antisemitismo, en la liberación nacional como en el expansionismo colonial, en la reivindicación de un Estado social o en el populismo autoritario de Thatcher y de sus seguidores. La única salvaguardia, la distancia de lo social que es preservar negativamente la «apertura» y la «indeterminación»: para ser compatible con la democracia, la lógica hegemónica se debe autolimitar para embridar cualquier voluntad de «sutura de lo social» que no puede conducir mas que a los totalitarismos.
Más allá de esta delimitación negativa, típicamente liberal, de la democracia, ¿en qué consiste la aportación del proceso hegemónico? El mismo reposa en la construcción de una fractura entre el «sujeto popular» y el «enemigo», que le hace propenso a consideraciones de «contenido», siempre susceptibles de desbordes totalitarios, fascistas o comunistas. Según Laclau, la «reivindicación democrática» que conduce a una cadena de equivalencias se define como tal de forma «estrictamente descriptiva»; es decir, formal, sin prejuzgar en nada su contenido y, en concreto, su contenido social. Es democrática en la medida que se plantea al sistema por una «especie u otra de gente sin recursos», lo que le confiere una «dimensión igualitaria» o, más exactamente, «igualitaria». Así, por ejemplo, el enunciado antisemita «en tanto que no-judíos todos somos iguales» es tan «democrático» como el enunciado totalmente contrario: «nosotros somos todos judíos alemanes» (excluyendo por tanto a los nazis y sus semejantes). Ambas cumplen la misma función reveladora de la imposible completitud de la totalidad social 26/. Esta definición puramente formal trata de expurgar de todo rastro de fundamentalismo, es decir de determinación socio-económica, la lógica política, de la que el «populismo» es el nombre. Sin embargo, más allá de rechazo de cualquier objetivo anticapitalista, esta concepción no logra captar la especificidad de la lógica «populista» que consiste en, como bien lo señaló Slavoj Žižek en la externalización del antagonismo social 27/: la fractura que divide al «pueblo-sujeto» de su «adversario» se concibe de entrada como una frontera que opone un «elemento externo», patológico e intrusivo, a un «pueblo» cosificado, exigiendo la vuelta a un funcionamiento «normal» de la totalidad social. Retomando los ejemplos que cita el propio Laclau, lo que hace del discurso cartistas un discurso populista es el hecho de que opone al cuerpo de los «verdaderos productores» (obreros, artesanos, independientes) una minoría de «vagos y parásitos», que acaparan la riqueza y se apropian del Estado gracias al sufragio censitario 28/. Del mismo modo, el discurso de los «progresistas» estadounidenses de finales del siglo XIX, o del movimiento peronista, opone un pueblo de gente ordinaria y humilde a minorías de «acaparadores», «oligarcas» vistos como monstruosas excrecencias del cuerpo, que ante todo es un cuerpo nacional, fundamentalmente sano 29/. Las consignas de los populistas contemporáneos no innovan nada, opongan el «pueblo» a la «casta» o a la «oligarquía»; incluso en las versiones contemporáneas del fascismo, a las «élites mundializadas» y a la «sumersión migratoria».
Vayamos más lejos: lo que es específico de los movimientos «revolucionarios» (en su sentido concreto: portadores de una puesta en cuestión del conjunto del orden social existente) es que, justamente, no se constituyen en torno a «reivindicaciones», presuponiendo el Otro de un sistema apto o no para satisfacerlas 30/, sino en torno a «consignas» que apuntan al sistema condensando los puntos de ruptura de su lógica de conjunto tal y como emergen en la coyuntura 31/. Y esta condensación es algo muy distinto a la simple «transparencia» de un supuesto principio unificador, interno a lo social, como lo sugiere Laclau cuando polemiza con el marxismo 32/: unifica el conocimiento de la situación con la definición de la tarea política que corresponde a la singularidad de la coyuntura. La consigna cristaliza «el análisis concreto de la situación concreta», para decirlo como Lenin, en la medida en que interviene para transformarla, produciendo efectos inéditos de subjetivación (de «cuerpos políticos») y modificando las líneas de demarcación. En otras palabras, cuando los actores implicados actúan se hacen cargo de la misma para actuar y modificar la relación de fuerzas y el curso de los acontecimientos. El «efecto-consigna» indica de ese modo la materialidad del discurso, que hace de ella un principio activo y no el «reflejo» pasivo de una substrato preconstituido, supera la fractura entre el nombre y el concepto, la acción y el conocimiento. Se refiere a su inscripción en una situación concreta, su articulación a una cadena de prácticas hechas de cuerpos en movimiento, de instituciones, de actos de lenguaje, de modalidades de acción; en resumen, de prácticas materiales que no podrían reducirse a una «multiplicidad» informe, no estructurada.
Es por ello que lo propio de los movimientos revolucionarios que se referencias en la lucha de clases y no en la simple oposición entre el «pueblo» y sus «enemigos», reside precisamente en su concepción del sujeto de la política como entidad contradictoria, no cosificada. Hay «contradicciones en el seno del pueblo», para hablar como Mao, lo que puede significar también: el «pueblo» no es otra cosa que el conjunto (estructurado) de sus contradicciones 33/. Para decirlo de otra manera, si cualquier movilización política es, a un grado u otro, inevitablemente interclasista, lo propio de un movimiento «populista» será de negar las contradicciones inherentes a esa diferenciación interna. La referencia al «pueblo» deja entonces de operar como un operador de unificación política de los grupos subalternos y se convierte en un vector de neutralización ideológica del antagonismo fundamental. De ahí el papel decisivo, en los movimientos propiamente «populistas», del jefe carismático, que a menudo le confiere al movimiento su nombre (peronismo, kemalismo, etc.). Contrariamente a lo que afirma Laclau, es la referencia a las contradicciones de clase lo que actúa como operador de la deconstrucción de la unidad reificada de la «gente» proyectada por la «razón populista», sin plegarla por lo demás a la perdida «pureza» de las oposiciones de clase, que no tiene sentido más que a un alto nivel de abstracción analítica. También es ella la que permite analizar la naturaleza compuesta de estas fuerzas, identificar sus polaridades y contradicciones y, finalmente, decidir sobre su potencial anticapitalista. Un potencial que se refiere a la complejidad de las configuraciones de clase que actúan en cada situación y no solo al resultado contingente de una lucha alrededor de un significante flotante.
¿Hegemonía sin poder?
En las elaboraciones marxistas originales, las de Lenin y Gramsci, la noción de hegemonía se pensable de entrada en la perspectiva de la conquista (y el ejercicio) del poder por el bloque histórico de los subalternos portadores de una idea nueva de organización de la sociedad y de la civilización. Desde este punto de vista, la «lógica hegemónica» de Laclau procede mediante una doble inversión. Por una parte, como lo hemos visto, para evitar caer en la trampa totalitaria, rechaza toda idea de transformar la estructura de las relaciones socio-económicas; por otro, y es a este aspecto al que tenemos que prestar atención, elude la cuestión de la conquista del poder del Estado para preservar el juego flexible y perpetuamente «reversible» de los poderes difusos en el seno de la «sociedad civil». Ahora bien, en una perspectiva de construcción hegemónica, parece difícil contentarse con construir discursivamente al adversario en el campo aislado de la confrontación política. En un momento u otro, la propia dinámica de la hegemonía planteará inevitablemente, si es que las palabras tienes aún un sentido, la cuestión de desplazarle del poder; es decir, de reemplazar una forma de hegemonía por otra. Dicho de otra manera, desencadenando una dinámica de hegemonía, el [sujeto] desfavorecido no puede permanecer eternamente como tal; llega un momento en el que, si logra adquirir la hegemonía, sale de su condición subalterna para acceder a una posición hegemónica de poder.
Es cierto que, en ocasiones, Laclau se refiere favorablemente al punto de vista de Sorel (o del Sorel leído por el joven Walter Benjamin) sobre la «huelga general revolucionaria» distinta de la «huelga general política» en el sentido que su objetivo no es «un cambio del sistema de poder» sino «la destrucción del poder como tal» 34/. Enfrentándose a la «propia forma del poder» se convierte en portadora de un objetivo propiamente universal. Ahora bien, los movimientos populistas que cita Laclau son, en su totalidad, movimientos orientados hacia la conquista del poder político, habiéndolo ejercido de forma concreta en ocasiones, y en ningún caso a experiencias libertarias orientadas a «destruir el poder» o a construir relaciones sociales alternativas en el seno de espacios autónomos liberados del estado. El peronismo, en cuyo seno inicio su militancia y que ha estado siempre en el centro de su reflexión, constituye su hipótesis. Así pues surge la sospecha: ¿las categorías de Laclau no son inadecuadas al objetivo que se plantea, es decir, a la comprensión de las dinámicas que permiten (o no) tener éxito a un «populismo opositor», o sea, transformarse en «populismo en el poder»?
Sigamos; la discusión propuesta en La razón populista del caso turco, es sin duda el ejemplo más revelador al respecto. Según Laclau, «el populismo de Ataturk presupone una comunidad unificada, desprovista de fisuras internas» 35/ en la medida en que se basa en la congruencia entre una concepción «solidaria», corporativa de la estructura social, y un nacionalismo que «pone el acento en una identidad homogénea y la supresión de cualquier particularismo diferencial». Este nacionalismo da forma al «estatismo» del proyecto kemalista, que extiende el área de intervención legítima del Estado al conjunto de las esferas sociales. No obstante la conclusión que se extrae de este análisis no puede sino sorprendernos. Ataturk habría sido «incapaz de seguir una vía populista» porque «su homogeneización de la nación realizó no a través de las cadenas de equivalencia entre las exigencias democráticas efectivas, sino a través de una imposición autoritaria» 36/. No fue sino «durante la guerra de la independencia que se dio tras la primera guerra mundial que el kemalismo se apoyó, en cierta medida, en la movilización de masas» 37/. La debilidad de estas distinciones salta a la vista: ¿podemos imaginar una «homogeneización de la nación» que se realice sin la intervención «desde arriba», es decir del Estado, y que se base en la articulación de demandas que vienen de «abajo»? ¿Existe una discontinuidad total entre el kemalismo previo a la toma del poder y el que llegó a tomar las riendas del Estado, o más bien, por el contrario, no habría que ver en esta trayectoria un caso ejemplar de la dinámica de los movimientos nacional-populistas? En definitiva, ¿representa Ataturk una desviación de la «razón populista» o, por el contrario, una excelente ilustración de su profundad verdad?
Esta incapacidad para dar cuenta de un verdadero cambio de la hegemonía, en el sentido gramsciano de un bloque en el poder que sucede a otro, resulta aún más chocante cuando Laclau se inventa una oposición totalmente ajena al intelectual comunista italiano, entre el «convertirse en Estado» de un grupo subalterno y la «conquista del poder» 38/.
La aporía de «convertirse en Estado» de la «razón populista» reducida a una gramática formal de la constitución de las subjetividades encuentra su contraparte en la incapacidad a explicar el movimiento opuesto; es decir, la lógica de la desintegración del bloque populista. Según él, la configuración populista deja de ser operativa cuando se impone la lógica diferenciadora, mostrándose capaz de quebrar la cadena de equivalencia, extrayendo de la cadena de equivalencia un o, por interacción sucesiva, varias de las exigencias que integra en su actividad de gestión. Es en estos términos en los que analiza, a partir de los trabajos de Gareth Stedman Jones, el fracaso del cartismo: la transformación de las políticas estatales a partir de finales de los años 1840, en el sentido de la adopción de una legislación social y de una regulación de las fuerzas del mercado, hizo inoperante el discurso cartista clásico, que politizaba las demandas particulares a través de la oposición frontal al Estado asimilado en bloque al enemigo. «Dando satisfacción a demandas sociales individuales» 39/, el Estado quebró las cadenas de equivalencia, los lazos creados entre la clase trabajadora y las clases medias y las modalidades de construcción discursiva de una articulación hegemónica. A partir de ahí, las demandas obreras estarán formuladas por el sindicalismo moderno, en tanto que demandas sectoriales, con el objetivo de llegar a una negociación en el marco delimitado por la acción del Estado. La «hegemonía burguesa» se construye así, «infaliblemente», a través de la «primacía de la lógica de la diferenciación frente a la lógica de la equivalencia» 40/. No habría mucho que objetar a este análisis, nada origina por otra parte, si no fuera porque lo propio dela hegemonía burguesa basada en la «negociación diferencial de las demandas en el seno de un Estado social amplio» 41/, consiste en que no integra, como lo desearía Laclau, de forma discreta «demandas individuales» sino cadenas de equivalencia, lógicas sociales coherentes y expansivas, en la medida que sean compatibles con las bases de las relaciones capitalistas. Lo que distingue la forma política del «Estado social» keynesiano de una simple suma de concesiones puntuales a las reivindicaciones de las clases populares reside precisamente en la coherencia, es verdad que relativa y no desprovista de limitaciones internas, de un compromiso social que durante décadas garantizó la estabilidad del «Estado social».
Esta realidad incontestable muestra la dimensión profundamente problemática de la categoría de «exigencia democrática»: en tanto que demanda dirigía a Otro (el sistema, el poder, el grupo dominante, etc.) no puede imaginar su propia transformación hegemónica, su superación/abolición al «convertirse en Estado». Además, no puede concebir las demandas en cuestión mas que como forma de singularidades diferenciadas, desprovistas de relaciones internas, sin encontrar un principio de puesta en relación y de unificación mas que a través de un discurso exterior a ellas mismas, que es el único que permite superar la supuesta «heterogeneidad radical de lo social». Dicho de otro modo, no permite pensar los fundamentos de las demandas en cuestión en las relaciones sociales y, por consiguiente, la relación entre la política y las condiciones socio-económicas, que Laclau aglomera en la expresión comodín «heterogeneidad de lo social». Esta heterogeneidad se presenta como un dato casi-natural, que no se puede transformar materialmente, sino solamente re-articular en un plano simbólico, es decir, definido de forma diferente a través de un significante vacío, susceptible de representar la incompletitud de la totalidad social. La distancia entre esa posición y la reducción de la empresa hegemónica a una cuestión fundamentalmente retórica se reduce a poco, y parece que Laclau la atraviesa cuando convierte la capacidad de los discursos a suscitar cierto tipo de «imaginario político» en el factor determinante para el resultado de una lucha política 42/. De ese modo resulta impensable no solo una intervención política «revolucionaria» orientada a revertir el sistema, sino también un auténtico proyecto reformista/social-demócrata en el que el potencial hegemónico se base ante todo en su capacidad para modificar los aspectos fundamentales de la relación capital/trabajo en un sentido favorable a las clases dominadas.
La artimaña de la razón postmarxista
En el fondo del problema encontramos la posición «ontológica» fundamental de Laclau, que simboliza su giro postmarxista, según el cual todo pensamiento de la objetividad social, que le confiera una estructura interna contradictoria (por consiguiente, transformable) sería sinónimo de postulados «fundamentalistas», incompatibles con la dimensión constitutiva de las articulaciones simbólicas y políticas. A esta concepción, que se supone que el marxismo comparte con otras corrientes de pensamiento, se opone la tesis según la cual «el antagonismo no es inherente a las relaciones de producción sino que se establece entre las relaciones de producción y una identidad que le es exterior» 43/. Curiosamente, esta concepción de las relaciones de producción como ajenas al antagonismo lleva a Laclau a acusa al marxismo de querer «derivar[la coherencia del capitalismo en tanto que formación social] de su propia lógica endógena», ella misma «fruto del análisis lógico de las contradicciones implícitas de la forma-mercancía» 44/. Esta extravagante acusación -sería muy difícil encontrar un solo análisis marxista, incluso los más economicistas vulgares, que pretenda derivar la dominación de clase en el seno de una formación social de un simple análisis lógico-dialéctico de las formas más abstractas del modo de producción- sirve aquí de cortafuegos a una aporía interna a su propia construcción: su incapacidad para pensar los movimientos hegemónicos enfrentándose a lo que Laclau reconoce sin embargo como una «evidencia»; a saber, que la «centralidad de la economía… es el resultado del hecho evidente de que la reproducción material de la sociedad repercute más que otras instancias sobre los procesos sociales» 45/. «Hecho evidente» pero sin embargo impensado. Sin duda, he aquí por qué el «nombre de los nombres» que debía otorgar la clave de la racionalidad política, es decir el «pueblo», a fin de cuentas no tiene ninguna justificación. Porque, una de dos: o bien el pueblo marca un tipo de positividad proteiforme, garantizando un tipo de permanencia a el mismo de la substancia «popular», solución rechazada por Laclau -a pesar de sus repetidos guiños a términos como el de «plebe» o «desposeídos»- porque contraviene al «anti-fundamentalismo» de principio; o bien, como lo afirma explícitamente, estamos ante una discontinuidad entre configuraciones subjetivas absolutamente singular 46/, cuyo único elemento común está en la continuidad del nombre que se le otorga por el hecho de constituirlos en sujetos de la política. Lo que significaría que el nombre de «pueblo» constituye un elemento común, el único pero en un sentido puramente formal, de la subjetivación política moderna tal como emerge de la Revolución francesa a la Gran Marcha, de Octubre del 17 al peronismo, del comunismo occidental del período de los «Treinta Gloriosos» a los movimientos de extrema derecha actuales. Afirmación de la que lo menos que se puede decir es que resulta difícil a demostrar… Por lo tanto, no es por azar que el libro que teoriza la «razón populista» se contente de enumerar con premuera «ejemplos» concretos, rápidamente yuxtapuestos, sin detenerse demasiado en el análisis de situaciones específicas y de las verdaderas secuencias históricas.
La dificultad de esta elaboración para dar cuenta de su propia posición, en otros términos, su déficit reflexivo y de contenido crítico, se muestra de forma clara. En efecto, unas veces Laclau pretende que lo único que hace él es «describir» las demandas, proponer una «tipología» de los procesos políticos autorreferenciales, contingentes y singulares; otras, recurre lo que se habría que calificar de intento de determinación de los procesos en cuestión por tendencias atribuidas a la evolución social; es decir, a una forma de objetividad preexistente a las operaciones discursivas de constitución de lo social 47/. Así pues, se plantea la cuestión de la coherencia de las críticas dirigidas al marxismo. Porque una de dos: o el marxismo está superado, sin más, en tanto que teorización correcta de un momento histórico ya superado, el de una sociedad «más homogénea» que la que vivimos actualmente 48/, o está viciado de «fundamentalismo» desde el principio, porque se basa en una ontología social errónea (reductora, determinista, teleológica, etc.).
Cierto, se puede decir que Laclau jamás ha negado «una efectividad histórica a la lógica de las posiciones estructurales diferenciadas» contentándose con diferenciarla de la idea de una «infraestructura que puede determinar, por ella misma, las leyes del movimiento de la sociedad» 49/. Pero, en ese caso ¿cómo relacionamos la «ontología social» centrada en el discurso que sirve de base para todo el enfoque de este bosquejo alusivo a la teoría del cambio histórico? En efecto, Laclau parece admitir que es el «capitalismo globalizado» la «etiqueta sobre la que se pueden subsumir… las condiciones interdependiente» que son «la causa del desplazamiento del equilibrio creciente a favor de la heterogeneidad [social]» 50/. Y continúa señalando que «no podemos comprender el capitalismo como una realidad puramente económica, sino como un complejo en el que las determinaciones políticas, militares, tecnológicas y otras, cada una de ellas con su propia lógica y una cierta autonomía, forman parte del movimiento de conjunto. En otros términos, la heterogeneidad forma parte fundamental del capitalismo» 51/. Una tesis nada original y que lleva, para citar un comentario hecho por Marc Saint-Upery a «plantearse si realmente teníamos necesidad de toda esta maquinaria teórica para llega a conclusiones tan poco impresionantes» 52/.
Este recurso, en apariencia paradójico, a una «ontología» de lo social tan trivial como incompatible con la razón (de ser) populista no se puede comprender mas que como un intento de dar contenido, una apariencia de concreción, a categorías que han naufragado en una mala abstracción. Por una inversión irónica final, es una especie de «marxismo espectral», de una variante particularmente evolucionistas e historicista; en dos palabras: un marxismo «vulgar» en el preciso sentido que Marx calificaba de «vulgar» la economía política que sucedió a los «clásicos», que vienen a abrazar un «postmarxismo» empeñándose en liquidar la idea misma de la revolución.
Notas
1/ Cf. Su primer libro fue publicado en inglés: Politics and Ideology in Marxist Theory, New Left Books, Londres, 1977 – reedición Verso, Londres & New York, 2011.
2/ Cf. respectivamente Ellen Meiksins-Wood, The Retreat from Class. A New » True » Socialism, Verso, Londres & New York, 1986 y Norman Geras, Discourses of Extremity. Radical Ethics and Post-Marxist Extravagances, Verso, Londres & New York, 1990. Cf. También la respuesta de Laclau y Mouffe, «Post-Marxism Without Apologies», New Left Review, I/166, noviembre-diciembre 1987, p. 79-106.
3/ Cf. Sobre todo, Ernesto Laclau, Emancipation(s), Verso, Londres & New York, 2007 (1ª edición 1996).
4/ Ibid. p. 4.
5/ Ibid. P. 17.
6/ Ibid. p. 65.
7/ Judith Butler, Ernesto Laclau, Slavoj Žižek, en Contingencia, Hegemonía, Universalidad. Recordemos que los primeros trabajos de Slavoj Žižek en lengua inglesa fueron publicado en la colección dirigida por Laclau en ediciones Verso y él mismo era citado asiduamente como lacaniano idiosincrático por las figuras de proa del postmarxismo.
8/ Ernesto Laclau, «Construyendo la universalidad», en Contingencia, Hegemonía, Universalidad, op. cit., p. 292.
9/ Cf. respectivamente, Ernesto Laclau, «Structure, History and the Political», en Contingencia, Hegemonía, Universalidad, op. cit., p. 206 y «Construyendo Universalidad», ibid., p. 290.
10/ en Contingencia, Hegemonía, Universalidad. 28 : «la ambigüedad, en tanto tal, jamás puede ser resuelta».
11/ Laclau, «Construyendo la universalidad», en en Contingencia, Hegemonía, Universalidad…, op. cit., p. 293 – subrayados míos.
12/ Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, , p. 184.
13/ Ernesto Laclau, «Structure, History and the Political», op. cit., p. 186.
14/ Op. cit., p. 65.
15/ Ernesto Laclau, «Identidad y Hegemonía», en Contingencia, Hegemonía, Universalidad…, op. cit., p. 86.
16/ «Una sociedad democrática no es aquella en la que el mejor contenido domina de forma sin ser cuestionada, sino más bien, una sociedad en la que nada está definitivamente asentado y donde siempre existe la posibilidad del reto», Emancipation(s), op. cit., p. 100.
17/ «Como la sociedad cambia con el paso del tiempo, este proceso de identificación [del significante vacío] siempre será precario y reversible, diversos proyectos o voluntades tratarán de hegemonizar los significantes vacíos de la comunidad ausente. El reconocimiento de la naturaleza constitutiva de esta brecha y su institucionalización constituyen el punto de partida de la democracia moderna», p. 46.
18/ «Quizás podamos decir que actualmente estamos el cabo de la emancipación y al inicio de la libertad», ibid., p. 18
19/ Laclau, «Estructura, Historia y Política», op. cit., p. 208. Žižek ha puesto de relieve el estricto paralelismo con la posición kantiana de la necesaria limitación de las capacidades humanas en tanto que condición positiva de la libertad. Cf. Slavoj Žižek, «Mantener el lugar», en Contingencia, Hegemonía, Universalidad… , op. cit. p. 320.
20/ Emancipation(s), op. cit., p. 121
21/ Nicos Poulantzas, El Estado, el poder y el socialismo,.
22/ Ernesto Laclau, La razón populista.
23/ Ibid., p. 89.
24/ «Aquí no estamos frente a la «negación determinada» en el sentido hegeliano: mientas que ésta es producto de la positividad aparente de los concreto y que circula a través de contenidos siempre determinados, nuestra noción de la negatividad depende del fracaso en la constitución de cualquier determinación», Emancipation(s), op. cit., p. 14. En este retorcido juego de manos todo sucede como si este fracaso pudiera prescindir de un término en relación al cual se presenta como un fracaso y que le determina.
25/ «No existe intervención política que, en cierta medida, no sea populista… voy a señalar fenómenos aparentemente dispares en el marco de un continuum que permitirá hacer la compasión entre ellos…»ibid., p. 154 et p. 175. «Hay que señalar que el nivel de populismo de una intervención no tiene nada que ver con su contenido o su orientación, sino sólo con la «extensión [alcanzada] por la cadena de equivalencias que unifica las demandas sociales», ibid., p. 154.
26/ «Estas demandas están dirigidas al sistema por desfavorecidos de un espacio u otro y en ellas existe implícita una dimensión igualitaria; su emergencia presupone una forma de exclusión o falta», ibid. p. 125.
27/ Cf. Slavoj Žižek, «A Leninist Gesture Today. Against the Populist Temptation», en Sebastian Budgen, Stathis Kouvelakis, Slavoj Žižek (dir.), Lenin Reloaded. Toward a Politics of Truth, Duke University Press, Durham, 2007, p. 81 y ss.
28/ La razón populista..
29/ Ibid., p. 201-208 et p. 214-222. La forma de insertar el significante nacional en los discursos políticos sirve incontestablemente como revelador de la división más profunda de lo que da a entender el espectro de variaciones internas de una matriz populista».
30/ «Sin embargo, esta experiencia inicial no es simplemente la de una falta. La falta, como lo hemos visto, está relacionada a una demanda no satisfecha. Pero ello implica incluir en la explicación al poder que no ha satisfecha la demanda. Una demanda se dirige siempre a alguien»ibid., p. 85-86.
31/ Cf. El célebre texto de Lenin, «A propósito de las consignas» en Œuvres complètes, t. 25, Editions Progreso, Moscou,1971, p. 198-206,y el comentario indispensable de Jean-Jacques Lecercle, Une philosophie marxiste du langage, Paris, PUF, 2004, p. 94-100.
32/ La razón populista.
33/ Lo que, dicho sea de paso, permite trazar una línea demarcatoria entre el marxista que, sin duda, ha utilizado de forma más empática el término pueblo, Stalin, inventor del sintagma-clave del discurso sociético. «todo el pueblo» (se suponía que el Estado soviético era el de todo el pueblo y no sólo la dictadura del proletariado), y que el pueblo de Lenin, de Gramsci o de Mao, que designa formas políticas de unificación tendencial (y sólo tendencial) subalternas en una configuración dada de contradicciones de clase; p. ej, en una coyuntura.
34/ Emancipation(s), op. cit., p. 31-32.
35/ La razón populista
36/ Ibid.
37/ Ibid.
38/ Ibid.
39/ Ibid.
40/ Ibid., p. 93.
41/ Ibid., p. 92.
42/ Laclau afirma, por ejemplo, que la ventaja que actualmente detentan las fuerzas de la derecha sobre las de la izquierda se debe a que las primeras se mueven a nivel de un determinado imaginario político, mientras que las segundas están replegadas en un discurso moral sobre derechos, o que la derrota duradera de los Republicanos en EE UU depende de una «reacticulación drástic del imaginario político», ibid. p. 138.
43/ Ibid., p. 149. Subrayado mío.
44/ Ibid., p. 235.
45/ Ibid. p. 237.
46/ «La historia es más bien una sucesión discontinua de formaciones hegemónicas que no se pueden ordenar mas que mediante un relato que transcienda su historicidad contingente», ibid., p. 226.
47/ Cf. Por ejemplo: «vivimos en un terreno histórico en el que la proliferación de puntor de ruptura y de antagonismos exige de manera creciente formas políticas de reagregación», ibid. p. 230 – subrayado mío. Ciertamente, Laclau se apresura a subrayar que no se trata de «lógicas sociales subjacentes sino de actos en el sentido previamente descrito» (ibid.). No es menos cierto que esta tendencia crciente no se puede reducir a la contingencia indeterminadas de actos discontinuos y singulares; de ahí la necesidad de referirse a la categoría «capitalismo» (Cf. También: «el capitalismo mundializado crea una miríada de puntos de r uptura y antagonismo» ibid., p. 150 – subrayado mío) e incluso concluir con esta sorprendente afirmación fundamentalista : «la heterogeneidad pertenece al fundamento del capitalismo» (ibid., p. 230) !
48/ Por ejemplo, en esta formulación: Nuestras sociedades son menos homogéneas que las que fueron formuladas en los modelos marxistas… la disolución de la metafísica de la presencia no es una solo una operación intelectual. Se inscribe profundamente en la experiencia del las últimas décadas» Emancipation(s), op. cit., p. 82.
49/ Ibid.
50/ La razón populista.
51/ Ibid.
52/ Marc Saint-Upery, «Y a-t-il une vie après le postmarxisme ?», Revue Internationale des Livres et des Idées, n° 12, juillet 2009, disponible sur http://www.revuedeslivres.fr/
Contetemps, http://www.contretemps.eu/
Traducción de Viento Sur, https://www.vientosur.info/