Anaximandro de Mileto, un olvidado pensador griego del siglo VII antes de Cristo, llegó a una conclusión asombrosa: «Los hombres, al comienzo, nacieron en el interior de los peces y después de haber sido nutridos como los escualos y haberse convertido en capaces de protegerse, fueron finalmente arrojados y tocaron tierra» (1) Anacrónicamente me atrevo […]
Anaximandro de Mileto, un olvidado pensador griego del siglo VII antes de Cristo, llegó a una conclusión asombrosa:
«Los hombres, al comienzo, nacieron en el interior de los peces y después de haber sido nutridos como los escualos y haberse convertido en capaces de protegerse, fueron finalmente arrojados y tocaron tierra» (1)
Anacrónicamente me atrevo a agregar:
En la tierra, el hombre se convirtió en un ser pensante, omnívoro, bípedo, capaz de construir y destruir en forma simultánea un razonamiento o una vida.
Lo apasionante de la tenaz afirmación de Anaximandro es su grado de actualidad con la realidad capitalina de estos últimos tiempos: Buenos Aires es un charco alimentado por el oportunismo de los hombres peces poderosos. Un estanque que lentamente se evapora detrás de la mirada atónita del devenir.
El transmutado hombre pez porteño de escamas tecnológicas, se comunica con un lenguaje autóctono a través de un aparato diminuto y sonoro. Sin este utensilio «vanguardista», se siente inferior frente a sus condiscípulos peces, que no dudan en mostrar el último y sofisticado invento ante la mirada de la mujer ovípara y reina de los espejismos del estanque. Atrás quedó el hombre que se detiene ante la belleza y le implora su amor.
Buenos Aires sólo admite a los hombres peces que no se cuestionan otra realidad más de la que pueden soportar, que no anhelan otra cosa que el bienestar esponjoso del poder, la riqueza de los halagos y las dietas bajas en sabiduría.
Los hombres peces de Buenos Aires le tiene pánico al fracaso. Aquí es donde hacen una regresión al huevo de la vida y enjuagan sus culpas en las palanganas de Dios. El fracaso es una condición irreversible; es una muerte sin extremaunción ni consuelo.
El hombre pez capitalino no solo se cuida de no ser devorado por otras especies sino que en su afán de triunfar dentro de los acuarios empresariales -elegantes y acondicionados sitios de aniquilación manipulación extorsión expropiación de lo poco de humano que sobrevive en lo humano -tritura a los seres mas pequeño, antes de ser desplazado por las correntadas del oportunismo.
Sus ojos no pestañean. Sus trajes almidonados lo mantienen al acecho. Todo lo ejecuta para asegurarse un nombre en la historia de la insignificancia.
Los vapores sulfurosos que emanan de la ciudad pecera, el humo de las lanchas colectivos transportadoras de huevos, gallinas, valijas, polleras, niños y todo animal domesticable, la velocidad de la información, el vértigo de generación espontánea de ídolos y las recetas mágicas del buen vivir, hicieron del estanque charco capitalino un caldo espeso e indigesto.
Pero en el barro del estanque, escondido, anestesiado por los encantos de las rocas, vive el hombre atormentado. El hombre con nombre y apellido que se despierta con el alba y se acuesta con la luna, el que viaja dos horas de estanque en estanque con la ilusión de que las cosas cambien, el hombre que mira una rosa y piensa que la poesía es una fuente eterna de juventud, el perfecto idiota como lo llamaría Llinás.
Allí habitan las generaciones que le reprochan a las generaciones su arbitraje en el país de las vacas café con leche. Allí la palabra libertad pierde el sentido de la metáfora y se viste con el traje de la lucha.
Desde allí explotarán los movimientos que marcarán una época.
Desde allí emergerá la nueva diosa urbana: la embriaguez.
Y el hombre, por primera vez, podrá volar.
Buenos Aires, noviembre de 2004
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(1) Rodolfo Mondolfo . Historia del Pensamiento Antiguo. Tomo 1, Pág.45. Editorial Losada.