Los abuelos cimarrones nos enseñaron que cada generación tiene la obligación de levantarse contra las cadenas, visibles o invisibles. Hoy, sus voces resuenan como un llamado a la movilización: no podemos aceptar como destino natural aquello que es resultado de un sistema diseñado para explotarnos.
La sociedad dominante ha sido hábil en su engaño. Ha conseguido desplazar la raíz de la pobreza, ocultando que esta nace de la acumulación, de la explotación y de la apropiación del plusvalor. Nos repiten a diario que los pobres existen por la corrupción, por los subsidios o por el narcotráfico. Con ese discurso, desvían la atención de lo esencial: la riqueza de unos pocos se sostiene en el despojo del trabajo de las mayorías.
La economía crítica lo explica con claridad: el plusvalor es el valor adicional que produce el trabajador por encima de lo que recibe en su salario. Ese excedente se convierte en plusvalía, que es apropiada por los dueños del capital. En palabras simples: los trabajadores generan más riqueza de la que se les paga, y esa diferencia es la ganancia que acumulan las élites. Allí está la verdadera causa de la pobreza.
Pero este sistema no solo roba riqueza, también roba conciencia. Ha creado un ejército de pobres de derecha, los nuevos “esclavos de casa”, que defienden a quienes los explotan y justifican leyes hechas a la medida de los ricos. Así se vuelve posible lo impensable: un presidente que miente permanentemente, que ha gobernado para su familia y para las élites, cuenta todavía con respaldo popular. No porque represente al pueblo, sino porque el pueblo ha sido manipulado para creer que su enemigo no es el explotador, sino él mismo.
En esa manipulación, los medios de comunicación cumplen un papel central. No son neutrales ni independientes: pertenecen a las élites y responden a sus intereses. Son la maquinaria que produce el engaño, fabrican titulares que esconden las verdaderas causas de la pobreza y construyen culpables falsos para desviar la atención. El pueblo, bombardeado día y noche por estos discursos, termina defendiendo a sus propios verdugos, convencido de que lucha por su bienestar cuando en realidad sostiene el poder de quienes lo oprimen.
A esta lógica de saqueo se suma otra estrategia igual de perversa: la privatización de los recursos del Estado. Lo que pertenece a todos —el agua, la energía, la educación, la salud, la seguridad social, incluso la tierra y el subsuelo— se entrega a manos privadas bajo el disfraz de la “eficiencia”. En realidad, se trata de un robo legalizado, un mecanismo para que las élites se enriquezcan aún más apropiándose de lo común y reduciendo al pueblo a simple cliente de servicios que deberían ser derechos. La privatización no libera al Estado, lo vacía de soberanía y nos condena a pagar por lo que ya es nuestro.
El análisis crítico nos obliga a mirar de frente la realidad: la pobreza no se explica por la corrupción ni por los subsidios, sino por la expropiación de la plusvalía, por la privatización de nuestros bienes comunes y por el control mediático que nos hace creer lo contrario. Ese es el verdadero rostro del poder.
Los abuelos cimarrones nos convocan, desde la memoria, a no caer en la trampa ideológica. Nos llaman a abrir los ojos frente a la manipulación de los medios y frente al saqueo de lo público. Su voz es clara: la verdadera lucha es contra quienes se apropian de nuestro trabajo y de nuestros recursos, contra quienes convierten el esfuerzo colectivo en riqueza privada. Solo reconociendo esto podremos recuperar la dignidad perdida y caminar hacia una sociedad donde la justicia social sea el principio y no la excepción.
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