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Túnez

La vuelta del culto al Estado

Fuentes: Facebook

Traducido del francés para Rebelión por Susana Merino

Vemos con cierta estupefacción, especialmente entre la gente que ocupa el poder pero también entre los opositores, volver con fuerza el culto al Estado, a su autoridad y a su prestigio en términos de los que no renegarían ni Bourguiba ni Ben Alí. Se tiene la impresión de que, prácticamente para toda la clase política, nunca fue el problema la deconstrucción del estado de Ben Ali, ni transformar sus reglas funcionales ni su objetivo asegurar la descentralización del poder; aparentemente se trataba tan solo de alcanzar el poder para que una vez apropiados los centros de decisión, aplicar desde arriba la política que se considerase mejor para el país o para el propio partido. ¿Puede ponerse en marcha tal concepción solo ideológicamente influenciada por el «RCD»(Agrupación Constitucional Democrática, N. de T.), que pone de este modo en evidencia que aún políticamente vencido maneja todavía las conciencias de todo lo decidido durante el transcurso del 2011 (sobre todo por gente del antiguo régimen) en materia de transición democrática, algo que supone la continuidad del Estado, introduciendo solo transformaciones formales?

Parece que las causas de esta actitud habría que buscarlas un poco más lejos, tanto en la indigencia ideológica de los que gobiernan o aspiran a hacerlo y en su aceptación sin reservas de la teorías burguesas sobre el Estado: se sabe que estas teorías plantean que el Estado institución (o conjunto de instituciones) está por encima de la sociedad y es árbitro de los conflictos que pudieran producirse y su papel no va más allá que el de asegurar la seguridad y el respeto de las leyes por parte de todos.

De esta manera se ve todo el partido que puede sacar la coalición de esta teoría, el hecho de hallarse a la cabeza de un Estado que tiene el deber de mantener la seguridad y tomar las medidas necesarias para hacer respetar la ley, independientemente de su legitimidad, incluida la que lo ha encumbrado en el poder. Se trata, desde luego, de una concepción ideológica que no tiene para nada en cuenta que Túnez se halla en una etapa revolucionaria: en tales condiciones el Estado no se puede plantear del mismo modo que se haría en períodos de estabilidad.

Y salvo proporcionar a los opositores la segunda intención de reemplazar algún día al equipo actualmente en el poder incluidos sus métodos, forzoso es pensar que esta concepción del Estado se halla también en la actitud de todos los viejos partidos de la oposición que no vieron llegar la revolución cuando comenzó y que por lo tanto no supieron ponerse a su servicio.

Toda la «sociedad política» se halla incapacitada para comprender las causas objetivas y los fines implícitos en la revolución: para ésta, el Estado es la emanación de un partido mafioso que servía a los intereses de dicho partido, era necesario, por lo tanto, separar a ese partido del Estado con el cual se había mimetizado, destruir el Estado y reconstruirlo según otros principios. Pero era necesario destruirlo primero. ¿Se hizo así? Ciertamente no y el culto que se le rinde a un Estado que no ha sido depurado de quienes constituían su espina dorsal testimonia una profunda ignorancia de las exigencias de la revolución; refleja la enorme brecha que continúa profundizándose entre la juventud revolucionaria que tiene un instintivo sentido de los intereses de la revolución y la totalidad de los políticos que no hablan de depuración salvo para afianzarse mejor en el poder. Pero afianzarse, ¿cómo? No es ciertamente avanzando realmente por el camino de la satisfacción de las reivindicaciones de los jóvenes revolucionarios: todos sus esfuerzos se hallan dirigidos hacia la consolidación de su inserción en el aparato del Estado de los que están en el poder o hacia una oposición de principio contra estos últimos para poder ubicarse mejor en el futuro, de quienes actualmente no lo están.

Se comprenden los desafíos de los «nombramientos» para los cargos directivos de la administración: colocando a militantes o a personas amigas en los cargos de responsabilidad, especialmente en el ministerio del Interior, Ennahda se imagina en condiciones de tomar las riendas del Estado. Luchando para que se nombren personalidades políticamente «neutras», que se dediquen solo a aplicar las leyes, los opositores creen que van a parar el deslizamiento del Estado hacia su conversión en un instrumento de Ennahda.

Los dos se equivocan profundamente: habría que haber depurado seriamente esos aparatos y redefinido sus formas de trabajar: habría sido importante prever un verdadero control democrático y popular de sus actividades y del modo en que las cumplen; es algo que debería figurar en la próxima constitución, pero tales medidas ya se deberían haber tomado. Al no haberlo hecho serán los que se desempeñan en esos aparatos los que van a ganar y promovidos con sus métodos, el del Estado de un partido único. Políticamente comprometidos o «neutros», estos actores integrarán un aparato en que predominan la corrupción y el prevaricato, como lo testimonia el aumento de la corrupción denunciado por numerosos observadores. Este Estado podrá tener un color ideológico aparentemente diferente pero seguirá siendo un Estado de partido único porque además tienen mayor experiencia y mayor conocimiento de los circuitos, de los miembros del antiguo aparato RCD y dominará el Estado, aunque tenga que dejar crecer sus barbas. La gestión de este aparato será igual a la del pasado y aunque cambien los discurso seguirá habiendo un partido único, cuyos propios intereses serán lo que elegirán sus dirigentes.

Pero para que el poder del Estado actual que procede de un cambio revolucionario que había arrasado con muchas libertades, este poder no puede suprimir fácil y rápidamente esas libertades, lo que es condición para la instalación perdurable de un Estado de partido único. Tal vez sea esa la razón de un viraje vinculado a la seguridad emprendido por la sociedad política: partiendo de una lucha contra los terroristas, reales o supuestos por necesidades de la causa, se espera poder restringir el campo de las libertades y permitir el advenimiento de la vuelta de un partido único cuyo color será distinto. Pero no será solo eso: los adversarios políticos de este movimiento se esforzarán en contradecirlo en nombre de una errónea concepción ideológica del Estado y de su papel, pero sobre todo el pueblo no lo tolerará.

Porque existe en la «sociedad política» una «única concepción ideológica del Estado», la revolución ha hecho estallar en tres el poder político: el poder legal surgido de las elecciones, el poder real ejercido a través del aparato del Estado que puede renovarse desde el punto de vista del personal, pero no de su funcionamiento y objetivos, y el poder potencial, el de la revolución, que se manifiesta a veces espectacularmente pero que todavía no tiene clara conciencia de sí mismo, de su papel. En realidad los dos primeros pueden frenar las cosas y esforzarse en reprimir la tercera porque no tienen soluciones políticas o sociales diferentes que las que desembocaron en la revolución, pero no parece que puedan impedir que la juventud pueda retomar victoriosamente la lucha por los objetivos de la revolución.

Fuente: https://www.facebook.com/notes/gilbert-naccache/le-retour-du-culte-de-letat/10151452290157749

rCR