Crucifijo en las escuelas, procreación asistida prohibida, pero también curas en televisión y santos por doquier. Hay cientos de ocasiones para defender la libertad de pensamiento y de conciencia, la mejor barrera contra el fanatismo. Un tema que no puede faltar en la agenda de la izquierda radical italiana y europea. Traducido para Rebelión por […]
Crucifijo en las escuelas, procreación asistida prohibida, pero también curas en televisión y santos por doquier. Hay cientos de ocasiones para defender la libertad de pensamiento y de conciencia, la mejor barrera contra el fanatismo. Un tema que no puede faltar en la agenda de la izquierda radical italiana y europea.
Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
El pasado octubre los jefes de estado y de gobierno de 25 países miembros de la Unión Europea aprobaron por unanimidad el borrador del tratado constitucional europeo. En este texto no existe la palabra «laicismo». Ni podía existir ya que habría contradicho el artículo 52 que da a las iglesias las garantías que solicitaron. La primera garantía es el compromiso de las instituciones comunitarias a no interferir en las relaciones existentes entre estados e iglesias. La segunda, queda recogida en la frase «Reconociendo la identidad y su contribución específica, la Unión mantendrá un diálogo [abierto, transparente y] regular con dichas iglesias y organizaciones». El significado de esta fórmula ambigua está precisado en un documento reservado de junio de 2002 que la COMECE (Comisón Episcopal Europea) envió al GOPA (Grupo de Consejeros Políticos del Presidente de la Comisión Europea). Por diálogo regular las iglesias entienden la posibilidad de intervenir en la fase prelegislativa en los proyectos de ley, así como en todo documento oficial relacionado con las cuestiones que las iglesias consideren de su interés, reservándose el derecho de indicarlas cada vez; el documento indica asimismo la necesidad de instituir una oficina de representación en el seno de la Comisión, además de una asociación [partnerariato] entre las iglesias y la UE.
Por si no queda claro, se trata de una forma de concordato.
Raros han sido los parlamentarios que lo han denunciado, que han entendido que, antes de a las religiones, el artículo 52 hace referencia al laicismo; que, mientras la religiosidad de los individuos se ha de tutelar siempre y en todo lugar, el reconocer a las iglesias un papel oficial en el proceso democrático europeo equivale a una abdicación, por parte del parlamento, de una parte de su propio papel. La misma inercia -o cálculo- respecto a la cuestiones referentes a la iglesia católica, se encuentra en el comportamiento de los parlamentarios italianos, quienes -generalizo intencionadamente a pesar de los distintos grados de aquiescencia hacia el Vaticano- multiplican sus atenciones y favores a las jerarquías eclesiásticas mientras la sociedad se seculariza y los ciudadanos siguen cada vez menos los preceptos indicados por las jerarquías eclesiásticas. Escribe bien Gianni Ferrara en Il Manifesto del 7 de enero que la cuestión de la representación política «se identifica con un pilar de la democracia… (la cual) se proclama pero no se verifica».
Algunos ejemplos entre otros muchos: los profesores de religión pagados por el estado pero confirmables y revocables por las diócesis, la ley de procreación asistida, la del divorcio breve, la financiación ingente a la Iglesia católica y su lobby [indotto], financiación que no es sino la confirmación del mercadeo existente entre la Iglesia y los políticos en el poder, incluso a nivel local, la presencia ubicua y cada vez más politizada de las jerarquías eclesiásticas en nuestra vida política (en el funeral de los soldados caídos en Nassiriya, [el cardenal] Ruini declara: «En Irak estamos, y allí nos quedaremos», la visita del papa al parlamento con ambas cámaras reunidas. Es interesante la lectura que realiza el Onorevole Giorgio Bogi en el Convenio «Constitución Europea: el laicismo indispensable para la igualdad de los ciudadanos ante las instituciones», organizado por la Unión de ateos y agnósticos racionalistas en Roma en noviembre de 2003: «Antes jamás había sucedido que el jefe de la confesión religiosa hablase a ámbas cámaras en el parlamento. Yo lo leo políticamente. En ese momento hay una gran discusión política sobre los problemas de la paz y la guerra y el papa está del lado de la paz. Naturalmente los hombres políticos que hicieron uso de ello prescinden de que la paz del papa sea distinta de la paz política. Hacer la paz política es más difícil que enunciar la exigencia de la paz. Pero la lucha política hace que también se use instrumentalmente la posición del papa, por lo que, hasta componentes que tradicionalmente mantenían actitudes de defensa del laicismo, aceptan la visita del pontífice, como pasó en el 45-46 por el artículo 7 de la Constitución que recoge el Pacto lateranense… Y la acogida produce embarazo, por el mucho entusiasmo. Los aplausos comenzaban en un sector, el más interesado, y se extendía a los demás. Lo vi desde la tribuna. Una vez más la presencia del pontífice era acogida como hecho instrumentalmente utilizable, independientemente del hecho de que se creaba un precedente de tamaño gigantesco. Porque no es imaginable que el jefe de una confesión religiosa hable sin debate, dando un mensaje al parlamento italiano convocado en sesión bicameral».
¿La responsabilidad es de toda la clase política? Sí, pero sobre todo de la izquierda que raramente se distingue del centro y de la derecha cuando se trata de defender el laicismo del estado y de disgustar a las jerarquías eclesiásticas. Y que hace demasiado por conquistarlas, incluso a nivel personal (véase el caso de Rutelli que, elegido alcalde de Roma, se vuelve a casar -pero por la iglesia- con su misma mujer, o D’Alema que asiste en la Plaza de S. Pedro a la canonización de Escrivá de Balaguer). Son hechos graves que debilitan el sentido mismo del laicismo y contribuyen a la desorientación de los ciudadanos laicos. Estoy convencida de que es aquí, en este pasaje, donde está en juego la rectitud moral y la coherencia entre pensamiento y acción, y de que ésta es tarea de la mayoría de los ciudadanos, católicos incluidos, a los que los partidos del centroizquierda no respetan, si piensan obtener sus votos complaciendo a las jerarquías eclesiásticas.
Para nosotros, izquierda alternativa, este tema es significativo y exige que se produzca una reflexión a fondo que comience decidiendo, al hablar de consenso católico, de qué principio partimos, si del de la representación democrática y de la razón, o bien del de la religión y la fe por la cual católico es aquel que ha recibido el bautismo al nacer. Aclarado, pues, que partimos del principio de la representación democrática, diremos claramente dos cosas: la primera es que la Iglesia católica, papa incluido, no representa a los católicos sino sólo a sí misma no habiendo recibido poder alguno de parte de sus fieles. De lo que se deriva, en lo referente al discurso sobre el laicismo, que la relación con las instituciones, en primer lugar la financiera, ha de ser puesta en discusión. Empecemos hablando de ello, como ha hecho Zapatero, a fin de que, como dice un gran filósofo francés, lo pensable pase a ser decible y lo decible, factible.
Lo segundo que diremos claramente es que somos conscientes de no gustar a quien, católico o no, acepte la definición de laicismo sostenida oficialmente por el Vaticano, la cual dice sí a la separación de las esferas estatal y eclesiástica «en todo salvo en las cuestiones morales» (Nota doctrinal de la Congregación para la doctrina de la fe, noviembre de 2002). Porque es precisamente en las cuestiones morales donde uno debe sentirse libre de escuchar la propia conciencia para decidir lo que es justo y lo que no, en vez de aceptar que otros anuncien qué está permitido y qué prohibido. En este segundo caso, la coherencia entre pensamiento y acción es aún más difícil de alcanzar.
Despejemos el terreno de posibles malentendidos: no se trata de hacer anticlericalismo, pues no nos afecta a los ateos y agnósticos. Nuestra batalla tiene un horizonte distinto. Nosotros defendemos el laicismo del estado, conscientes de que cada concesión hecha por las instituciones a las representaciones religiosas mina el estado de derecho, erosiona la democracia. No es aceptable que el estado delegue la moral a la Iglesia como hace cuando el ministro de educación nombra un cardenal como asesor para las cuestiones éticas, o cuando el presidente de la República, en su discurso de fin de año, saluda a «Su Santidad, el Santo Padre», o dice «No podemos no decirnos cristianos». No es aceptable que, por una circular de 1929 que imponía la exposición del crucifijo en las escuelas junto a la efigie del rey y cuya abrogación nadie se atreve a pedir ni siquiera después de que el catolicismo haya dejado de ser religión de estado, siga habiendo crucifijos aquí y allá. Pero el peor ejemplo, por cotidiano e incesante, nos viene dado en la televisión de estado, que no sólo nos informa de los milagros de Fátima o de padre Pío como si su verdad fuese la misma que la de una huelga de trabajadores del metal, sino que nos hace llegar, a través de transmisiones populares como Domenica In, el mensaje de que creer es bello y justo, sin que jamás se llame a un ateo o un agnóstico o un librepensador o un indiferente ante la religión para demostrar que, quien no cree en Dios, puede tener valores igualmente altos y vivir tan serenamente.
Creo que si entendiéramos las necesidades laicas que existen en numerosas luchas que asociaciones, grupos y ciudadanos han llevado adelante, nos daríamos cuenta de que existe un amplio frente laico. Pienso en la lucha de Arcidonna de Palermo por el aborto en los hospitales públicos, en la iniciativa de la familia Albertin de Padua, dispuesta a presentarse ante los tribunales, con tal de que se quitara el crucifijo de las clases de sus hijos, o del miembro de una mesa electoral que pidió que se quitara de su colegio electoral. Son centenares las asociaciones que se ocupan de eutanasia, interrupción voluntaria de embarazo, contracepción, que luchan contra la hora de religión en las escuelas, que luchan por libros de texto laicos, que protestan por la presencia de sacerdotes y misas en las empresas etc. Se trata de luchas que tenemos que aprender a llamar por su nombre: luchas por el laicismo del estado. Para ello, tenemos que convencernos de que el mensaje del laicismo es de alcance profundo y va más allá de la separación entre iglesia y estado, su imprescindible condición y garantía.
Laicismo significa libertad de conciencia y pensamiento, la mejor barrera contra el oscurantismo y el fanatismo; significa no discriminación y respeto de todas las concepciones del mundo, tanto de las creyentes como de las ateas, agnósticas e indiferentes a la religión; significa igualdad y constituye, por tanto, la base más segura y duradera de la convivencia civil y la esencia del estado de derecho. Vincular la lucha por el laicismo con las luchas sociales nos permitiría dar un gran paso adelante en la actuación de nuestra democracia.