La desaparición de Jorge Julio López ha encontrado a los intelectuales argentinos con el pie cambiado. Aquellos que, como Oscar del Barco, se pasaron a una abierta defensa de la teoría de los dos demonios, difícilmente puedan en voz alta atreverse a equiparar a Julio López con la patota policial o parapolicial que seguramente es […]
La desaparición de Jorge Julio López ha encontrado a los intelectuales argentinos con el pie cambiado.
Aquellos que, como Oscar del Barco, se pasaron a una abierta defensa de la teoría de los dos demonios, difícilmente puedan en voz alta atreverse a equiparar a Julio López con la patota policial o parapolicial que seguramente es responsable de su desaparición. Este hecho demuestra el carácter absolutamente reaccionario de aquellas posiciones que, en pos de condenar toda forma de violencia en general, equiparan a las víctimas del terrorismo de Estado con sus victimarios. Pero esa es gente que, con todo respeto y con perdón de la expresión, está más para el arpa que para la guitarra. Los verdaderos guitarreros son los intelectuales afines al gobierno. Veamos por qué.
La condena desde el propio Estado de la teoría de los dos demonios, ensayada por el gobierno (lo que no impide por su parte que se aplique dicha teoría a situaciones como la del Hospital Francés, procesando por igual a los barrabravas enviados por ellos mismos y a los trabajadores) llevó a un amplio sector de intelectuales a reivindicar la política de DDHH del gobierno como una suerte de «reforma moral e intelectual» gramsciana. La «redención del pasado» se suponía completamente independiente del pragmatismo capitalista, practicado en el presente por el elenco gubernamental. Se presentaba así una operación de recomposición de la autoridad estatal como la flor y nata de la reconstrucción de la memoria nacional.
Ahora bien, la desaparición de López puso en cuestión justamente el núcleo de ese razonamiento. No se trata únicamente de una ramplona contradicción entre una política de DDHH «de izquierda» y una política económica «de derecha». Este hecho puso de relieve las contradicciones propias de la política gubernamental de DDHH como tal. Sucede que el problema de la impunidad no es una cuestión de construir un discurso más «a la izquierda» sobre el pasado, mientras en el presente se garantiza la impunidad del 95% de los genocidas ( no en vano los letrados kirchneristas se retiraron de la querella contra Etchecolatz por no compartir la estrategia de reclamar que se aplique la figura de «genocidio» ) y se hace lo más posible para que el tema López desaparezca de los medios.
En este contexto, los apologistas del gobierno encontraron un argumento «enternecedor» pero de dudosa calidad: no se trata de achacarle la responsabilidad al gobierno, sino de construir consensos mínimos contra aquellos derechistas que se ubican por fuera del sistema democrático para actuar toda la sociedad (incluido el gobierno) en bloque. Además de que es una de las políticas con más yeta de la historia, esconde de por sí una trampa. La trampa es la de diluir la continuidad del aparato represivo del Estado y ubicar al gobierno de este lado de la línea del enfrentamiento.
La marcha imaginaria de Horacio González
Horacio González, escribió un artículo en la revista Debate del 19/10/06 (a un mes y un día de la desaparición de López) donde señala que a partir de aquí se abría en el presente una situación que la sociedad argentina daba por superada. En una tónica similar a Wainfeld de P 12, González propone una «respuesta rápida, elaborada con nuevos lenguajes sobre la historia reciente, y que nos vea a todos, los de la población sin más, en una gran marcha de miles de miles, encabezada por las autoridades nacionales máximas, por las autoridades morales del país, por los organismos de derechos humanos y por los políticos de todas las corrientes, como prueba de que la sociedad argentina quiere pasar libremente al próximo capítulo de su existencia sin el estropajo, sin el atascadero de los criminales redimidos que ahora vendrían a pedirnos amor por darnos seguridad». (negrita en el original) Efectivamente hubo una respuesta rápida, pero no de parte del gobierno sino del espacio Memoria, Verdad y Justicia, que organizó las movilizaciones por la aparición con vida del compañero López. Mientras, las «autoridades nacionales máximas», que González llama a encabezar una gran marcha, hicieron lo siguiente: primero intentaron hacer aparecer el hecho como el extravío de un hombre mayor que habría tenido un shock emocional, después mandaron a Hebe de Bonafini a embarrar la cancha, desplazando la sospecha de la policía bonaerense hacia la víctima, después participaron de una movilización mientras diluían su propia responsabilidad en el hecho y por último directamente no hablaron más del tema. Esta debe ser una lección para todos aquellos que consideran el secuestro de López como algo perpetrado esencialmente contra el gobierno. El gobierno parece no opinar lo mismo, o más bien parece opinar que lo que más lo perjudica es que se sepa la verdad de lo que pasó, si prestamos atención a lo poco que ha hecho para esclarecer el tema, lo mucho que hizo para crear confusión y para que se vaya diluyendo.
Pero junto con la propuesta de coyuntura, González plantea en ese artículo una visión del rol que tiene que tener el gobierno frente al problema de la impunidad «El actual gobierno debe ser mediador conceptual e histórico, lo que significa mantener la acción de la Justicia sobre los crímenes cometidos por funcionarios clandestinos o no del propio Estado. De ahí la compleja fórmula del Presidente: hablar desde el Estado actual para ofrecer reparaciones por lo que hizo el modo terrorista del Estado histórico anterior. Y también refinar la lengua hablada para referir esos episodios, que debe ser lengua que hable sobre los cuerpos desaparecidos, no con el léxico que les insufló la verdad de una época sino con el que es propio para la conciencia de todas las épocas (…) para superar recordando el lenguaje de los que lucharon» (subrayado en el original)
Efectivamente, el gobierno se ubica desde el Estado argentino y por eso justamente puede «ofrecer» reparaciones o «mantener la acción de la justicia sobre los funcionarios de la dictadura y afines» pero no puede liquidar la continuidad del aparato represivo, expresada en cientos y miles de efectivos que han formado parte «del modo terrorista del Estado histórico anterior» y siguen en funciones. Aquí el gobierno viene intentando «superar recordando» no el lenguaje de los que lucharon (del que no le queda ni un vocablo) sino la política de «reconciliación» de los gobiernos anteriores. Porque aunque no proponga torpemente la reconciliación directa con los genocidas, convive con la permanencia de muchos de éstos en funciones y se propone recomponer el prestigio de las FFAA y de seguridad, presentándolas como «limpias» de represores producto de su política, cuando esto es falso. En este punto no hay «mediación» posible. O se está por la disolución del aparato represivo o por mantener algún nivel, mayor o menor, velado o desembozado, de impunidad. Y aquí volvemos a la clásica discusión de González: apoyar la política del gobierno, pero exigirle un discurso más refinado, menos Plan Marshall y más Irigoyen y Perón, menos «setentismo» y más «universalismo» y «humanismo». Efectivamente, hay una contradicción entre el discurso y la política gubernamental, pero es la opuesta a la que supone González. No es una contradicción entre un supuesto contenido novedoso de su acción política y una falta de conceptualizaciones acordes, sino una contradicción entre la reivindicación del pasado y su negación en el presente, lo cual pone límites estrictos a los alcances discursivos de esa reivindicación. Y esa contradicción se expresa hoy en que para «el gobierno de los DDHH» el compañero López no es otra cosa que el motivo de un gran silencio. Por eso las palabras de González, más que una intervención pública de un intelectual comprometido con los problemas de su tiempo, constituyen una suma de lamentables consejos.
La única forma de «superar recordando el lenguaje de los que lucharon» no es postulando al estado burgués como el agente de cambio histórico (eso es degradar el lenguaje de los que lucharon) sino manifestarnos en las calles contra los ataques reaccionarios a los trabajadores y el pueblo y bregar porque la clase obrera adquiera una ubicación independiente del actual gobierno, que le habrá dado a González un cargo público, pero tiene como sus principales beneficiarios a los grandes grupos capitalistas. Por eso, no debemos cejar en la movilización por la aparición con vida de Jorge Julio López, y la disolución del aparato represivo. Por eso, los que venimos movilizándonos por la aparición con vida del compañero López, tenemos que poner en pie una Asamblea Nacional contra la impunidad, para dejar completamente claro que los trabajadores y el pueblo nos plantamos contra los fachos y también contra la política oficial de dejar a nuestro compañero en el olvido.
18/11/2006
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Puede leerse en la última edición de la Revista Lucha de Clases, una polémica sobre este tema: «Debates sobre los ’70 a 30 años del golpe militar. Ideología y política de los intentos de religitimación estatal». www.ips.org.ar