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Las caras y las máscaras: una aproximación a la violencia popular

Fuentes: Rebelión

Luchamos ahora contra una dirección. Pero esta dirección morirá, eliminada por otras direcciones y entonces nadie entenderá nuestros argumentos en su contra; no comprenderá por qué hubo que decir todo eso. (Ludwig Wittgenstein) La humanidad no fue traicionada por las empresas intempestivas de los revolucionarios sino por la sabiduría contemporizadora de los realistas. (Max Horkheimer) […]


Luchamos ahora contra una dirección.

Pero esta dirección morirá, eliminada por otras direcciones

y entonces nadie entenderá nuestros argumentos en su contra;

no comprenderá por qué hubo que decir todo eso.

(Ludwig Wittgenstein)

La humanidad no fue traicionada por las empresas

intempestivas de los revolucionarios

sino por la sabiduría contemporizadora de los realistas.

(Max Horkheimer)

Siempre tuve problemas con el pañuelo. Problema estructural: una nariz aguileña, que cae buscando el abismo, solía llevarse el trozo de género en su caída. De ahí la constante necesidad de anudar, una y otra vez, sus extremos tras mi nuca.

Una vez exageré el nudo: al momento de volver a casa no podía deshacerlo. Bajé el pañuelo de mi rostro, y quedó instalado en mi cuello, con una reminiscencia de vaquero. Vino en mi ayuda la Chica. Traía entre sus manos una tijera, obtenida quizás dónde, y una sonrisa. Luego, el helado metal rozando mi piel, y un breve clic de hojas metálicas cerrándose y cortando.

No lo boté, lo guardé en el bolsillo -contraviniendo las normas-. Me propuse acoger esa anécdota en mi baúl de memorias.

Ahora lo tengo ante mis ojos, y escribo. Recuerdo:

todos esos gestos ya no estarán.

quizás retornen en algún instante,

extenso o intenso como los que vivimos,

pero ya nunca serán los mismos,

ya nunca podrán ser lo que eran.

todos esos gestos:

tus ojos mis ojos solamente

únicos destellos en nuestros rostros cubiertos.

mi mano derecha en alto el dedo índice

acariciando el guardamonte,

mis labios moviéndose tras ese tejido de lana.

todos esos gestos esos detalles

esos fugaces momentos en que nos observábamos

y todo parecía posible…

Me canso de recordar. Sirve, pero no basta.

Era la década de los ochenta, y los encapuchados no suscitaban tanta emoción comunicacional como, particularmente, ha ocurrido este año.

Extenso sería enumerar todos los lugares comunes al respecto. Que los encapuchados son infiltrados o provocadores; que no lo son, pero sus formas y métodos invalidan sus opiniones; que no tienen opiniones, y por eso hacen lo que hacen. En fin.

Son los noventa, y si es cierto que nadie se relaciona de la misma manera en contextos idénticos, menos podría intentar explicar el hoy únicamente con el ayer. Todos esos gestos ya no estarán/ quizás retornen en algún instante,/ pero ya nunca serán los mismos. ¿Acaso no era McLuhan el que decía que acostumbramos entrar en el futuro, mirando en el espejo retrovisor el pasado? Los riesgos de accidente son evidentes.

Otro tiempo, otros textos. No necesariamente otra direccionalidad del discurso; la flecha perdura hacia el norte.

Partamos por la calle. Es decir, por manifestantes en la calle. Precisemos. Manifestantes encapuchados en la calle. ¿Qué son?

Entrando en materia

Si era cierta la consigna de los manifestantes estadounidenses que se oponían a la participación de su país en Vietnam, a finales de los años sesenta, existe un desplazamiento que va del disentimiento a la resistencia.

Yo disiento. Peleo con el ministro que aparece en la pantalla de mi televisor. Critico la política económica en la intimidad de mi cocina.

Yo resisto. Me convoco a integrar una marcha, autorizada o no. Escojo en ella la forma de manifestarme que me parece más correcta.

Del disentimiento a la resistencia. Es decir, del espacio de lo privado a lo público; de la opinión a la acción material. (No me agotaré en deslindar las sutilezas que ligan lo público con lo privado o en explicar que la opinión puede ser una de las formas de la acción, ni tampoco referirme a las variadas formas que puede asumir la resistencia o el disentimiento).

En fin.

Las dos palabrejas señalan un tránsito, un desplazamiento. No son excluyentes, por el contrario, se complementan y extienden mutuamente.

¿Cuándo surge la resistencia?

Supone la reacción frente a algo, o un movimiento en favor de algo. En cualquiera de los dos casos, estamos ante las consecuencias de un conflicto.

Habría que indagar, entonces, sobre las condiciones generales de emergencia y presentación de un conflicto social. Busco apoyo en Ramón Reyes (que, si supiera algo de él, se los contaría).

Para Reyes, una situación se cataloga como conflictiva cuando las «condiciones originarias de relación cambian, las condiciones de fijación de esa relación, asimismo, varían, o el beneficio gratificante deja de tener el interés, intensidad, amplitud u oportunidad que inicialmente poseyera».

Surgen dos visiones de textos: la propuesta programática de los dos gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia y los bandos de la dictadura militar. ¿A cuál de los dos discursos, ofrecidos al país, le colgaremos el ropaje de un acuerdo social propuesto y no cumplido?

«El conflicto [prosigue Reyes] puede ser provocado unilateralmente, cuando una de las partes, por ejemplo, entiende que esas condiciones [de relación] no se cumplen o ese beneficio no se da. La otra parte, a su vez, podría acusar dicha provocación, como desarraigo del interlocutor en crisis«.

Interlocutores desarraigados: todos aquellos manifestantes que, utilizando determinadas formas de lucha, terminan con el estigma sobre sus cuerpos: desadaptados, delincuentes, irracionales, etcétera doble.

«Cuando el equilibrio no puede mantenerse por más tiempo, la tolerancia se convierte en denuncia militante y se busca con urgencia un nuevo orden de relación y disfrute en condiciones diferentes y, si es preciso, también con otros agentes», propone Reyes.

Piedras, bombas incendiarias, rostros cubiertos, no son las formas de manifestarse, se señala desde las oficinas del Poder. No lo son, reitera el coro monocorde de la mayoría de los medios de comunicación. Entonces, ¿cuáles serían esas formas aceptables o tradicionales de expresar una disidencia, esto es, hacerla resistencia? Uno puede suponer que la solicitud de una entrevista, una conferencia de prensa, una sentada en la vía pública o desnudarse en pleno Paseo Ahumada, (todo ello a rostro descubierto, obvio), podrían ser formas más soportables para la buena imagen de una democracia que todavía no se realiza en su definición mínima; para una transición que se eterniza en el transcurso del tiempo, y que me hace recordar los carteles en los negocios del barrio: Hoy no se fía, mañana sí.

El mañana, sin embargo, no necesariamente puede significar lo mismo para todos. Para unos el mañana puede ser la prolongación de una espera que, de tanto extenderse, se torna en natural. Para otros, el mañana es tarde, porque su última carta se la están jugando en el hoy.

¿Y si se acaba la paciencia?, ¿entonces, qué?

Un piedrazo es un ejercicio de violencia, dice el poder. ¡Por supuesto que lo es! Pero un ejercicio ilegal e irracional, precisa el mismo rostro.

Vamos por partes.

Su violencia y otra más

Podría continuar con las repetidísimas frases que preguntan si acaso un orden económico como el actual no es, también, violento; así como la censura cinematográfica, o tantas otras violencias que se podrían inventariar en la actualidad de esta geografía. Estamos hablando de una violencia que no se ejerce, necesaria y frecuentemente, con disparos o electricidad, pero que existe, y quienes la sufren o resisten lo saben mejor que nadie. Pero esa violencia (estructural, aunque se acuse de trasnochado el concepto) no es el gran problema nacional. Ese lo constituye esta otra violencia, la que se ejerce desde abajo o desde fuera de los espacios del poder instituido. Yo prefiero el caos, porque es violento tu orden, cantan/vociferan Los Miserables. Antes que ellos, pero muy cercano, el poeta Mauricio Redolés había lanzado su Yo prefiero el caos, a esta realidad tan charcha.

Trataré de evitar la mala leche y los lugares comunes; las frases, de tanto reiterarlas, van gastando su significado.

La condición de legal/ilegal la define la autoridad y la consolida en el sentido común. Violencias buenas versus malas violencias. Precisemos.

Lo punible, lo ilegal, -nos dice el tal Reyes- es «cualquier desviación con respecto a un determinado equilibrio o a una determinada organización del sistema de relaciones e intercambio.

Esa distribución de funciones dentro del sistema puede convertir lo punible en loable/premiable y viceversa, según se tenga encomendado o no el ejercicio de una puntual o sectorial represión (…).

Ahora bien, ya que las leyes necesitan de infractores potenciales, reconocibles, en consecuencia, por sus culpas -aunque la inculpación sea competencia de una alteridad cualificada-, los controladores del sistema han de mantener la amenaza de su aplicabilidad discrecional, si desean que las correspondientes leyes sigan manteniendo su vigencia más allá de su eficacia.

La tolerancia no es aquí otra cosa que la demostración de impotencia o ignorancia -real o supuesta- de los tolerantes, por lo que al campo de aplicación de las leyes se refiere: las leyes dejaron de cumplir su función originaria tan pronto como los administrados superaron las condiciones que originariamente las motivaron.

Es por ello, que con frecuencia se finge la igualdad. A base de repetirlo, es posible que al menos alguien -el legislador, por supuesto- termine creyéndose que efectivamente ‘todos son iguales ante la ley'».

Si creen que están en lo correcto, ¿por qué se tapan la cara?, fue el emplazamiento a muchachos encapuchados, por parte de una señora que marchaba rumbo al cementerio general, en la romería del once de septiembre recién pasado. He ahí funcionando la lógica de la igualdad en su totalidad. Curiosamente, es un reconocimiento que acepta la existencia de una igualdad originada en la «recuperación» de una democracia formal e incompleta. Una igualdad contextualizada por un acuerdo –consenso, le llaman- que, probablemente, esa misma señora rechazaría en varios de sus componentes, a saber: la existencia de la impunidad, la ley electoral, otro etcétera.

Otra expresión de esta mirada es lo que ocurrió en la universidad privada ARCIS, cuando algunos de sus integrantes propusieron el lema: Yo doy la cara. (Que original no es, se corresponde con la campaña televisiva del gobierno de Aylwin, ¿la recuerdan?, esa donde salía John Lennon, Pablo Neruda y Mahatma Gandhi, inicialmente cubiertos por un pañuelo o un gorro pasamontañas -aquí me naufraga la memoria-, para luego quedar al descubierto. El lema era algo así como: ellos lucharon por sus ideas y no ocultaron su rostro). Y, bueno.

Por cierto, la ilegalidad de determinadas formas de lucha no sólo se determina desde un punto de vista jurídico. También se puede construir esta misma significación desde la moral o la política, incluso, desde la psicología.

De ahí las adjetivaciones que, por ejemplo, intentan quitarle toda connotación política al uso de la violencia en las manifestaciones. Sólo son delincuentes, dicen los ministros. Y si no es la calificación, es la cuantificación: son grupos minoritarios, dice el presidente. Actos irracionales son, diagnostica el obispo.

Precisamente aquí, Noam Chomsky tiene algo que decir:

«La resistencia puede ser emprendida, y creo que lo es muy generalmente, como un acto político. Cabe afirmar que está mal orientada, pero no que es apolítica«.

Pero, el reconocer la condición de política a toda forma de resistencia, no obliga a definir rígidamente a las distintas maneras de expresarse en las manifestaciones. «En realidad, [sostiene Chomsky] carece de sentido hablar -como hacen muchos- de tácticas y de acciones a las que se atribuye el calificativo de ‘radicales’, ‘liberales’, ‘conservadoras’ o ‘reaccionarias’. Una acción no puede ser colocada por sí misma en una dimensión política plena. Puede tener éxito o no en la consecución de un fin susceptible de ser descrito en términos políticos«.

Resumiendo, toda forma de resistencia es política y podemos evaluar su efectividad o pertinencia, según la relación que tenga con los fines que se propone alcanzar; no a partir de una definición estática, (la que tiende al establecimiento inmediato de juicios de valor: la violencia es mala, o buena, depende quien esté hablando; o elaboraciones taxonómicas, con sus tendencias a la rigidez, que no se compadecen con el desarrollo de los procesos sociales).

Desde Alemania (país donde, en la actualidad, el uso de la capucha está penalizado legalmente), Jürgen Habermas extiende la observación de Chomsky.

En 1987, el gobierno dio a conocer los resultados del estudio encomendado a la Comisión de Violencia. Dicha comisión examinó, como un todo, distintas categorías de violencia, las:

explosiones violentas de carácter apolítico (vandalismo),

explosiones violentas de carácter político (disturbios públicos),

violaciones simbólicas de las leyes (sentadas y cortes de tráfico),

manifestaciones no pacíficas, y los

actos de violencia políticamente motivados (ocupaciones de casas y edificios, asaltos, atentados),

eran todos algo similar. Esto le llama la atención a Habermas, y señala: «es evidente que el mandante político sospecha que se dan relaciones entre la crítica radical, la inquietud de la opinión público-política, las manifestaciones de masas, las protestas que toman la forma de violación simbólica de las leyes, los disturbios sin ninguna clase de objetivos y la violencia de motivación política. Desde este punto de vista, una difusa y difícilmente aprehensible crítica, que discute al Estado su legitimidad y desestabiliza la conciencia jurídica general, constituiría el primer eslabón en una cadena de acumulativa generación de violencia».

Por cierto, del mismo modo como Chomsky sostiene que toda forma de resistencia es política, el Poder pervierte la relación, y afirma que toda forma de desobediencia civil es violenta. Al menos, eso ocurre en el informe de la Comisión de Violencia, de Alemania. En él, «toda forma de desobediencia civil queda subsumida, sin más, bajo el concepto de violencia de motivación política». Este juicio lo justifica la Comisión al considerar que muchas formas legales de participación (manifestaciones autorizadas), devienen en actividades ilegales (sentadas, cortes de tráfico) e, incluso a veces, en acciones ilegales violentas (enfrentamientos con la policía, daños a la propiedad pública o privada).

¿Será por ello que, en la actualidad, los organizadores de algunas marchas estructuran su propio anillo de seguridad interno, para evitar los desmanes de infiltrados, provocadores o exaltados?, ¿aquí estará sedimentada la lógica del ministro que llama al estudiantado a dejar solos a los encapuchados, en un discurso que recuerda las estrategias de contrainsurgencia de los años sesenta (por eso de quitarle el agua al pez)?

Por la razón o la fuerza, dicen

La piedra y la molotov, pero también el gesto de cubrirse el rostro en las manifestaciones, son las formas de la violencia que se pretenden desterrar.

Para ello se han intentado varios caminos.

Uno de ellos ha sido mirar la historia de Chile, y proponer una lectura de remanso, de nostálgico atardecer en la playa. La tradición de Chile ha sido el diálogo, la negociación, se dice. Y, bueno, es cierto, si nos olvidamos de los períodos de la Conquista; la Colonia; la Independencia; los ensayos constitucionales; todos los enfrentamientos entre liberales y conservadores, a mediados del siglo pasado; la Guerra Civil de 1891; los golpes de Estado en el primer cuarto de siglo; el Gobierno de González Videla y la historia reciente que todos conocemos. Sí, en realidad, nos deben quedar algunas decenas de vida nacional en paz, con el agravante de que no son años continuos. En fin, nada es perfecto.

Cuando a uno le traen a colación la historia nacional, la idiosincrasia y otras yerbas similares, definitivamente termina anodadado, ¡es demasiado! Pero, ¿qué son todas esas palabras?, la identidad, el patrimonio cultural que ha construido una sociedad, ¿qué es?

Walter Benjamin dice, por ahí, algo interesante:

«Quienquiera haya conducido la victoria hasta el día de hoy participa en el cortejo triunfal en el cual los actuales dominadores caminan sobre los que yacen en tierra. La presa como es costumbre es arrastrada en el triunfo. Se la denomina patrimonio cultural«.

Deseo compartir aquí el comentario de Carlos Pereda sobre esta cita. «Parte del botín que los poderosos dejan a sus herederos es el ‘patrimonio cultural’ en tanto ‘presa’ de triunfo. (…) En la escuela de lo sublime nos hemos habituado a pensar en el ‘patrimonio cultural’ como aquello que redime y reconcilia con los horrores y las miserias de la historia, no como un fragmento más de esos horrores y miserias».

Una presa. Eso es el patrimonio cultural. Pero una presa, no un cadáver. Una presa puede estar agónica, pero aún puede liberarse. Por eso es problematizante un rostro cubierto. Si no, mírese el caso de Chiapas.

Además, el patrimonio cultural no es universal para un país. Mi patrimonio cultural será evidentemente distinto al del que haya resistido hasta aquí la lectura. En las clases y sectores sociales ocurre lo mismo. El tan mentado patrimonio cultural, la identidad, la idiosincrasia, la historia, será muy distinto para el campesino que trabajaba en la hacienda, que para el dueño de ella. Y si eso es más o menos obvio, ¿por qué se propone que existe una manera de hacer las cosas?, ¿una forma de expresar la disidencia?

Desde las máscaras al rostro

Los símbolos juegan aquí un papel relevante. Un rostro cubierto en una manifestación es un símbolo. De muchas cosas. Por un lado, evidentemente, es un recurso técnico. Se le dice al Poder: he perdido la ingenuidad con respecto a tus intenciones; me protejo. Pero además se construye, en el propio cuerpo, un territorio de poder, de un contra-poder -si se permite la figura-, en donde se desplaza al que se confronta, se le desaloja en el momento en que no se acepta la lógica formal del adversario, en el instante en que no se cree en su forma única de confrontación.

Por otro lado, la ausencia del rostro posee un efecto multiplicador: cualquiera de los allí presentes podría ser, y eso extiende aún más lo anterior, por cuanto inicia el proceso de construcción de una referencial identitaria que cualifica el gesto individual, y lo expande hacia el colectivo en el cual se ha generado. Si no fuera así, el plural perdería su significación: obreros portuarios causaron graves disturbios en Valparaíso, señala la prensa. No un sindicato, o una organización política, o algunos trabajadores portuarios. La referencia es al cuerpo social, independientemente de que la totalidad del mismo se haya expresado de la misma manera

Otras cosas se pueden decir sobre el ocultar el rostro.

Tal vez recordar que la primera causal para aplicar la, legalmente caducada, detención por sospecha, se refería «al que anduviere con disfraz o disimulando su verdadera identidad y se negara a proporcionarla cuando ésta le sea requerida». En el caso del encapuchado, el reconocimiento, o la interpretación del concepto de disfraz no es una sospecha; el propio cuerpo que disiente le señala al Poder que se ha disfrazado, lo hace explícito, manifiesto, como una proclama o un inmenso anuncio publicitario. Así, el Poder no tiene la necesidad de sospechar o dudar: se encuentra, efectivamente, ante un disfrazado, quien no se oculta a la mirada del orden, se enfrenta a ella, precisamente en ese ocultamiento, éste se realiza, precisamente, para destacar, para señalar.

La capucha se ha instalado como un código social. Ella se lleva sobre el cuerpo, y eso es interesante, porque, al decir de Pierre Guiraud, «el hombre es el vehículo y la sustancia del signo, es a la vez el significante y el significado». Si esto es así, -y la capucha es el código escogido para participar, para estar-en-el-mundo, a través de ella-, quien la usa, pone de manifiesto su identidad y su pertenencia a un grupo determinado, al mismo tiempo que reivindica e instituye esa pertenencia. Así, la persona con su rostro cubierto es tanto el portador del código, como el referente del mismo.

De hecho, lo que más le complica al Poder es la posibilidad de la instalación de esa pertenencia y esa referencialidad. Todo cambia, y lo sabe. «Es necesario no olvidar, que los códigos jamás tuvieron validez universal, ni que la potencialidad de ser vehículo que todo código contiene no es mayor porque sea precisamente ése el código considerado vigente por una generalidad cualificada«, sostiene Reyes.

Pero volvamos. Los símbolos también construyen poder, algo que el Poder sabe muy bien, y por ello trabaja para que sean sus símbolos los que sean aceptados por toda la comunidad nacional como los únicos.

Miremos ahora hacia atrás un momento, a ver qué encontramos.

Perdiéndose en la biblioteca

Surge, nítido, el Poder reprimiendo los símbolos que construyen otro discurso, por lo tanto, otra dirección de acción posible y, eventualmente, otra manera de resolver los problemas.

Ibáñez no tuvo el inconveniente de los rostros cubiertos. Él se enfrentó a las banderas, bueno, no a todas, a una sola que le inquietaba. Estamos en 1925:

«La bandera roja no puede usarse como insignia dentro del territorio de Chile porque ella simboliza la anarquía y el desorden, el libertinaje y los peores horrores; en consecuencia, los oficiales de todos los grados instruirán a su personal de estas actividades capitales porque ha llegado la hora de darle una batida a los que creyeron que Chile había perdido hasta su dignidad. En el futuro el personal de Carabineros procederá de hecho contra los manifestantes que ostenten banderas rojas y les impedirá toda clase de manifestación, procediendo a destruir esas banderas». ¡Pobres banderas!, nunca en su metafísica textil imaginaron tanto alboroto por su existencia. Ya suficientes problemas tenían con la mitología de los toros, y ahora esto.

Ahora bien, el Poder no sólo necesita eliminar o neutralizar algunos símbolos. También requiere instalar los propios, aun cuando no siempre logre que todos comprendan su verdadero sentido. De eso nos da cuenta el escritor Carlos Pezoa Véliz:

«Por aquellos días de 1891, los periódicos clandestinos que hacían la propaganda revolucionaria con artículos dogmáticos y maldiciones en verso, pusieron de rabiosa actualidad la palabra Constitución. El vocablo de labio en labio, como si se hubiera intentado reunir en el modo de pronunciarla todo el respeto que guardaron por ella los estadistas de los primeros tiempos, desde Portales hasta Aníbal Pinto.

El Presidente Balmaceda había violado la Constitución. Las huestes libertadoras del general Canto defendían los derechos constitucionales… (¡Oh, la Constitución!).

Hubo campesinos de las provincias australes que se la imaginaron un templo donde se guardaban los estandartes tomados en la guerra contra el Perú y Bolivia, o las cenizas de Arturo Prat. Y los niños, que allá en su inocencia hacen más bellas las cosas, figurábansela una inmensa mujer de cabellos rubios… ¡Hermosísima!

Aun escuché esta frase: ‘El Presidente Balmaceda se ha ido con todo el dinero que había en la Constitución'».

En fin, a qué seguir.

A estas alturas, uno quiere entender algo, y como la inmensidad del espectáculo abruma, se solicita ayuda. Desde Inglaterra, Graham Murdock viene solícito.

Buscando la puerta

Murdock sostiene que el establecimiento de un consenso nacional supone no sólo un acuerdo con respecto a las cuestiones de fondo, sino que también respecto a las formas en que éstas se encaran (discuten, negocian, confrontan). De este modo, por ejemplo, la actividad política puede llegar a identificarse exclusivamente con la actividad parlamentaria o la negociación sindical. Así, los sectores sociales involucrados quedan inicialmente marginados del debate, a no ser que deleguen su representación en otros, o bien que se expresen para ser considerados; expresión que debiera realizarse en las formas construidas y propuestas por el espacio del consenso.

Sin embargo, tanto la supuesta comunidad de intereses, como las formas de relacionarlos o confrontarlos están dadas. Por lo tanto, cualquier nueva forma que surja corre el riesgo de ser definida como inapropiada o «radical». La discusión se centra, entonces, en las formas de acción, y no en las causas que las originan. Los mapuches no deben tomarse las tierras, se reitera una y otra vez. Pero, ¿por qué se las toman?, ¿por gusto? Ocurre que el establecimiento del consenso tiende a ocultar las causas estructurales del disenso. Y aquí no estamos hablando de platas más o platas menos, estamos hablando de las causas últimas que llevan a ese requerimiento. ¿Qué parte del Estado, o es su totalidad, la que falla, para que se produzcan las manifestaciones violentas?

En resumen, ¿por qué se busca convencer respecto a cuáles son las formas válidas de expresión?, ¿por qué se proponen formas únicas? Aquí, a riesgo de parecer anticuado, le cedo la palabra a Carlitos, el alemán ese que andaba -junto a Engels- desatando fantasmas por el mundo:

«Cada nueva clase que pasa ocupar el puesto de la que dominó antes de ella se ve obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de toda la sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos ideales, a imprimir a sus ideas la forma de lo general, a presentar estas ideas como las únicas racionales y dotadas de vigencia absoluta«.

«Mayonesos protagonizaron incidentes», grita el popular diario La Cuarta. Mayonesos = Locos = Conducta Irracional. Manifestaciones públicas: expresiones de dicha conducta.

No es culpa exclusiva del periodista, años lleva el Poder tratando de convencernos de que determinadas formas de expresar la opinión son irracionales. Las formas razonables son las que el Poder indica, no otras.

A lo anterior se suma lo cuantitativo. Si no son expresiones mayoritarias, no importan. Ante ello, recuerdo lo que señalaba un sociólogo estadounidense: este año sólo fueron asesinados dos negros por causas raciales en nuestro país, ¿eso implica que no debemos reflexionar al respecto?, ¿se debe esperar a que, estadísticamente, estas expresiones sociales sean interesantes? Parece reiterativo, pero es necesario señalar que, en los procesos sociales, las situaciones de minoría o mayoría son perfectamente intercambiables.

Desde nuestro continente, Ramón Reyes continúa el diálogo.

Si el uso de la capucha, y las manifestaciones asociadas a ella, son una expresión de disenso, éste se origina por que el consenso se ha fracturado, o porque los contenidos del mismo ya no logran convocar y conmover a la totalidad de los ciudadanos llamados a asumirlo. Se inaugura entonces el conflicto.

«Uno tiende, no obstante, [señala Reyes] a eludir toda crisis detectada. Los sistemas para eludirlas y las técnicas que las desarrollan se confunden con los modelos habituales de comportamiento: dejar que el riesgo de la denuncia lo corran otros. Mientras tanto, actúo como si nada anómalo sucediera, como si ello no me afectara. Los que se arriesgan son los otros, los de siempre: aquellos grupos que, en defensa de intereses particulares, optan por la denuncia o corrupción del sistema. Como intermediario óptimo actúan los medios de comunicación, herramientas poderosas en manos de educadores, es igual la connotación represiva que se les asigne y el nivel de represión que se les reconozca.

La opinión acreditada y la ‘autoridad’ que emita/legitime esa opinión, actúan como filtros de la crisis: uno termina juzgando lo real, desde los parámetros del discurso noble, situándonos en el nivel de palabra erudita. (…).

De esta forma, la responsabilidad va a ser siempre problema de los demás: son ellos los que a diario cambian nuestro entorno, construyéndolo con su discurso y con sus actuaciones consecuentes.

(…)

Pero, al ciudadano normal, ciertamente, esto le importa poco. Le basta el discurso público y autorizado a propósito de lo real, es igual que ese discurso no conduzca a parte ni a objetivo alguno. La ficción se convierte para él en arma poderosa y en razón principal: lo que importa es prolongar la existencia -sabiéndose de alguna manera sujeto de la misma-, en condiciones lo menos traumáticas posible».

Palabras que ilustran, pero, ¿y lo real?

( )

(Esto es un paréntesis)

Quiero invitar a recordar. No muy atrás, sólo algunos años. Érase una vez, un gobierno que quería reemplazar un feriado por otro. Un once de septiembre por el día cinco, del mismo mes. ¡Qué de cosas no se dijeron en ese momento!

Para comprender la totalidad del discurso que se construye, es necesario considerar varias de sus expresiones fragmentadas. Las características más comunes a todas ellas es su voluntad generalizante, presentando conceptos vaciados de significados.

Frente al último once (es decir, el que iba en rojo en el calendario, en 1997), Frei propuso: «El único llamado es a que lo recordemos con gestos de unidad y de reflexión. Hay que aplacar las espíritus y contribuir a que este sea un día de reflexión». El triunfo de la razón por sobre la emoción: los sentimientos se domestican reflexionando; la reflexión nos llevará, única y exclusivamente a la unidad. ¿Y si uno, por esas cosas de la vida, comienza reflexionando, y termina más enardecido o apesadumbrado que antes, y con sentimientos muy poco fraternos con respecto a algunos compatriotas? Porque compatriotas también son, al menos formalmente, aquellos ciudadanos que portan uniforme.

Como el comandante en jefe del ejército quien, ante el enjambre periodístico, señalaba: «hay que dejar atrás los sentimientos mezquinos que no llevan al bien común de una nación».

Una vez más encontramos aquí a los pobres sentimientos protagonizando el papel de los chicos malos de la película, como si no pudieran existir razones para oponerse a la construcción de un símbolo de unidad nacional. Esto, sin considerar la profunda ambigüedad que implica la noción que se pretende alcanzar. ¿Qué debe comprenderse por bien común?, ¿quién o quiénes deben definir sus contenidos?

Pero la discusión no es solamente por la ubicación de un día feriado en el calendario. Lo que se desplaza tras estas representaciones simbólicas son los contenidos que se le pretenden asignar a ellas.

(La trastienda de los símbolos)

Realizada la puesta en escena de la ritualidad del once de septiembre, se sucedieron las observaciones de los opinantes, que comentaron la movilización, el evento o el espectáculo, dependiendo de dónde se instala su sensibilidad.

Desde la derecha se culpó al PC de instigar a la violencia; dicho partido aseguró que jamás había convocado a ningún acto de violencia; democratacristanos afirmaron que las organizaciones de derechos humanos fueron sobrepasadas por infiltrados del lumpen; por último, los socialistas se preocupaban de los actos vandálicos ocurridos en Santiago, durante la noche de ese día. El senador socialista Carlos Ominami, por ejemplo, afirmó que las acciones de violencia nada tienen que ver con la actividad política, están reñidas con la democracia y sostuvo que son el producto de personas que son o están muy próximas a la delincuencia, «de otra forma no se explican actitudes que no tienen ninguna justificación«. Claro, si se propone que una acción determinada no tiene ninguna justificación, es evidente que el otro, el que la realiza, se encuentra incapacitado a priori para poder explicarla.

Es interesante notar cómo los discursos emitidos se centraron en la problemática del uso de la violencia. Todos asumían que los rituales del once de septiembre sólo habían confirmado la certeza de que los gestos por la unidad nacional aún no lograban encarnar en toda la ciudadanía. Dos países construyeron sus propios espacios simbólicos ese día, pero ése no era el problema. Lo grave estaba en que, en ese contexto, varios habían optado por el uso de la violencia, justificada o no. La adjetivación de editoriales y artículos de opinión fue evidente: penoso, lamentable, vandálico, vergonzoso. (Al menos para mí, penoso, lamentable y vergonzoso es este proceso de transición, esta ordinariez intelectual, como la calificara el poeta Armando Uribe, pero bueno…).

«La violencia le hace mal a nuestra sociedad», decía La Nación, la violencia de abajo o de afuera, se entiende. (Esto, si los abajos y los afueras son espacios realmente existentes). «Que nadie [continuaba afirmando] piense que de la violencia puede surgir algo provechoso para el pueblo, como a veces parece deducirse de ciertas proclamas. (…) Necesitamos la paz y la libertad sin vacilaciones, pues tales son las condiciones para que el pluralismo sea posible», dice el diario. ¿Cuáles son los contenidos de esos conceptos? ¿La paz es igual al olvido, intercambiable por impunidad? ¿La desigual distribución de la riqueza no es una forma de violencia social y, por lo tanto, atentatoria contra la paz de los pobres?, o bien, esa misma desigualdad, ¿es una de las expresiones de la libertad a la que podemos aspirar? Una libertad sin vacilaciones, ¿es el equivalente de la justicia en la medida de lo posible? ¿Acaso una libertad sin vacilaciones no tendría que haber investigado, no sólo los casos de violaciones a los derechos humanos, sino también los negocios fraudulentos del hijo de Pinochet, por ejemplo? ¿Cómo se entiende el pluralismo, cuando se pretende imponer un consenso, en el tema de los derechos humanos, basado en la privacidad de su construcción, como propone «una alta fuente de Gobierno»? Demasiadas preguntas para un pobre ciudadano; sí, todavía lo soy.

(Entre Dickens y Shakespeare)

«Tiempos difíciles», decía uno. «Algo huele mal en Dinamarca», el otro. Así nos encontramos en este paisito.

Una editorial de La Tercera señaló que «es de esperar que este esfuerzo parlamentario, en el que destacan la sensatez, la vocación de servicio público y el sentido de futuro y de nación, [se refiere a la eliminación del día once como feriado], no sea malogrado ni malentendido por aquellos que, felizmente en minoría [ahí nos encontramos nosotros y, en cuanto minoría, susceptibles de ser avasallados por un consenso, mayoritario, por cierto], insisten en anteponer sus rencores y recelos [¿serán estos nuestros anhelos de justicia?] a los intereses superiores del país [¿cuáles serán éstos?]. Ello a pesar de que nadie ignora que Chile no puede pretender vencer sus retos venideros en medio de la discordia, más aún si ésta adquiere visos de esterilidad y obsolescencia«. Claro, estéril, por cuanto la Ley de Amnistía asegura dicha condición, y obsoleta, por que los huesitos llevan un cuarto de siglo esperando ser encontrados.

En el mismo sentido opinó el columnista Sergio Muñoz, en La Nación: «Es bueno hablar con la verdad a las nuevas generaciones. Con toda la verdad. Es bueno transmitirles un mensaje de humanidad y civilización, no de rencor ni sectarismo. Así se podrá ayudar a que no repitan los costosos errores que cometieron las generaciones anteriores». Antes que nada, ¿quién sino nosotros, los jóvenes, conocemos esos costos? ¡Por cierto que no pretendemos cometer los mismos errores!, tal vez otros nuevos, pero, por favor, dennos la libertad de equivocarnos, ¿o ustedes solamente podían hacer y deshacer con el país a su antojo?

Los conceptos de humanidad y civilización son más interesantes, al menos como los entiende Muñoz.. Él asume, ingenuamente, que ambos no contienen en sí mismos las nociones de rencor y sectarismo. Pues bien, en la integralidad del ser humano habita el rencor, así como el amor, evidentemente. En la civilización existe, por cierto, el sectarismo. Esto no será hermoso, pero es.

De nuevo, el cuerpo

No es mucho, y ni siquiera sé si sirva, pero yo opto por respirar por la herida. Si tanto les molesta el predominio de los sentimientos, y si nuestras razones no son válidas por minoritarias, me sumo al verso de Nicanor Parra: «Aúllemos, por lo menos, ya que no somos capaces de rebelarnos».

Soy hijo de un ejecutado político. Eso no dice mucho, incluso el lector puede en este momento decir, súbitamente lúcido: «¡Ah, por eso…!». Pero quiero decir que no se puede explicar muy bien qué es perder un padre a los cinco años, y la casa propia, y la noción de barrio o de estabilidad familiar. Contar que la impunidad, al menos para mí, es ver al cabo Fuentes cada vez que voy a comprar pan, en el pueblo donde aún vive mi madre. ¿Qué otras cosas?, que mi padre murió por ser socialista y carpintero, y por creer que había que resistir el Golpe Militar, «porque el compañero Altamirano está organizando la resistencia…».

En fin, son demasiadas cosas, y no deseo abusar de tanta paciencia lectora, permítaseme sólo esto: si desean pasar por encima de los huesitos y negar nuestra historia, que es también la historia del país, háganlo, es parte de su lógica, pero no quejen. Sin pertenecer a esa organización, hago mía la consigna del Guachuneit: «Si no hubo justicia para los pobres, no habrá paz para los ricos». Y, ojo, que el reclamo no es nuevo.

Vicente Huidobro, el poeta, en 1935, a raíz de un atentado contra el local donde se realizaba el Congreso de Unidad Sindical en Valparaíso, escribió:

«[Los autores del atentado] son tan cretinos, que no piensan que sus bombas pueden tener eco, y que ese eco puede ser un trueno, y que ese trueno puede contener muchos rayos (…).

Entonces, sí, ellos gritarían, ellos protestarían, olvidando los pobres imbéciles, que ellos fueron los provocadores, que ellos armaron de justas venganzas las manos que les castigan.

Si esas bombas las hubieran colocado obreros en un congreso de liberales o conservadores, cómo estaría chillando la gran prensa, la grandísima prensa. ¡Cómo se habrían movilizado las policías, cómo se perseguiría sin cuartel a los culpables!

(…)

El salvajismo de sus procedimientos está pidiendo a gritos procedimientos iguales en respuesta. Entonces protestarán y bramarán, porque los asesinos de la clase dominante no permiten que nadie asesine, sino ellos; quieren tener la exclusividad. Y si el pueblo quisiera adoptar sus mismos métodos, si el pueblo aprendiera su lección, serían pocas las cárceles y los fusiles para castigar al buen discípulo».

Y eso sería todo.