Alvaro Vargas Llosa está diciendo claramente lo que hasta hace poco se evitaba decir: que el gran peligro ahora para América latina no son los golpes de Estado clásicos, sino los presidentes que asumen constitucionalmente pero, una vez en el gobierno, quieren perpetuarse en el poder. Pienso en Chávez, naturalmente. Hace poco Alvaro Vargas Llosa […]
Alvaro Vargas Llosa está diciendo claramente lo que hasta hace poco se evitaba decir: que el gran peligro ahora para América latina no son los golpes de Estado clásicos, sino los presidentes que asumen constitucionalmente pero, una vez en el gobierno, quieren perpetuarse en el poder.
Pienso en Chávez, naturalmente. Hace poco Alvaro Vargas Llosa estuvo en Venezuela y hubo mucho revuelo periodístico por una supuesta detención en el aeropuerto. No hubo tal detención, y la demora tampoco fue tan larga (dos horas él y una hora y cuarto su padre) como para llamarla «retención». Sin embargo, los grandes medios de América latina trataron esos dos episodios (los Vargas Llosa iban a un coloquio «demócrata» antichavista, el polo de pensamiento que inspiró hace ocho años un golpe de Estado que tuvieron que desandar) como si realmente hubiesen sido detenidos o por lo menos retenidos.
En los grandes medios, los periodistas siguen llamando a los Vargas Llosa «demócratas». Y al antichavismo también. Puesto que están contra una «tiranía» o una «dictadura», el planteo es que los que defienden la democracia son ellos.
Bien: Vargas Llosa está diciendo claramente algo que hay que poner a consideración con la mayor amplitud y la menor obcecación: los presidentes elegidos democráticamente (Chávez, Correa, Evo; Kirchner iba en camino de sumarse al grupo, pero el repentino y virulento antikirchnerismo acaba de derrotar en las urnas al kirchnerismo) que plantean no un gobierno sino un proceso, deben ser derrocados, puesto que la sola idea de reformar las respectivas constituciones para permitir, aun con un sistema electoral transparente, su eventual continuidad, es elevada por estos ideólogos al rango de «nuevos golpes de Estado».
A esta altura, es necio no admitir que una crisis política de proporciones está llegando a la América latina que intenta emerger como una región con voz propia y que las respectivas burguesías conservadoras y liberales son los motores de los nuevos ánimos golpistas. En los grandes medios, incluso algunos periodistas que insisten en definirse como de «centroizquierda», estas cuestiones no se hablan ni se hablarán porque el poder discursivo ya les aplanó los análisis: acá nadie es «golpista», los que hablan de climas «destituyentes» son idiotas a sueldo del gobierno. «Centroizquierda», cabe aclarar, es una palabra con la que se define también y sin que nadie se asombre el Acuerdo Cívico, que tiene a Carrió como líder, aunque parece que también perderá ese liderazgo a manos de Cobos. Para el caso, da lo mismo. Quiero decir: todas las categorías que conocemos ya no nos dicen nada. Los significados han mutado.
Es un poco difícil escribir esto. Mejor admitirlo: esto está escrito con miedo.
Nunca subestimes el poder de los grandes medios. Ni el reagrupamiento de las derechas latinoamericanas ni sus estilos sanguinarios, ni la ceguera de su ira. Me gustaría saber qué piensan de derechos humanos los candidatos electos. A los periodistas de los grandes medios el tema parece no importarles.
No creo en las corporaciones y mucho menos en la corporación periodística. Hay colegas a los que respeto y otros a los que desprecio. Soy igualmente correspondida, aunque a muchos periodistas que compartimos una lectura de la realidad que no coincide con la de los grandes medios, ningún medio privado nos dará nunca trabajo. La libertad de prensa hace rato que no existe. Los periodistas de los grandes medios son libres toda vez que replican sus líneas editoriales. Ninguno interpelará a Macri o a De Narváez sobre los juicios pendientes a represores. Sobre todo los que se pregonan como de «centroizquierda» evitarán poner en evidencia sus propias contradicciones.
Pero volvamos a los Vargas Llosa. Que siempre han sido lo más recalcitrante de la derecha. Lo que dice el más joven es que «los pueblos» están habilitados a derrocar a gobiernos democráticos si éstos no se limitan a la alternancia del sistema, y lideran procesos relegitimados por el voto popular.
Quedan preguntas, muchas preguntas válidas e interesantes en este continente históricamente aplastado. La democracia por la que tanto hemos luchado corre riesgos, ahora sobre todo el de representar un valor ético cuando lo que oculta es la reacción del poder ante otro avance de las «masas», las «turbas», las «hordas». Por liderar a «una turba» fue que derrocaron a Manuel Zelaya. Ese golpe en tres días dejó de ser «tan» golpe para los grandes medios. Hay muy buenos reportajes en CNN, firme junto a la posición de Obama, que no es Bush y ahora se nota. Pero en TN, Juan Miceli primero habló de un «golpe que había que condenar» y se indignó de ver a un militar hablar desde un estrado, y al día siguiente ya dijo que «Zelaya tampoco. Después de todo terminaba su mandato en enero».
Son necesarios límites. Andariveles. Saber cuál es la avenida por la que transitamos los que realmente, desde muchas posiciones ideológicas o políticas, creemos que el voto es soberano, y aceptamos triunfos y derrotas como parte de las reglas del sistema. Hay otros, y son muchos, que creen en intereses superiores a ese voto. Y nunca es la libertad. Nunca es el bien de la nación. Nunca es la democracia. No se defiende a la democracia atentando contra el voto popular. Y es bueno plantearlo ahora y dejarlo escrito. Ahora que el voto popular premió a Macri y a De Narváez. Ese voto adverso también es soberano. Pero seguirá siéndolo gane quien gane. Si hay que acordar, es un buen punto.