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Las encuestas, esa ciencia inexacta

Fuentes: Colectivo Novecento

En el año 1948 los sondeos para las presidenciales estadounidenses fallaron estrepitosamente. Harry Truman renovó su mandato cuando todas las previsiones electorales daban a Thomas Dewey, el aspirante republicano, como vencedor. Incluso algún periódico salió con la noticia equivocada, como se observa en esta célebre foto de un Truman sonriente tras conocer su victoria. Se […]

En el año 1948 los sondeos para las presidenciales estadounidenses fallaron estrepitosamente. Harry Truman renovó su mandato cuando todas las previsiones electorales daban a Thomas Dewey, el aspirante republicano, como vencedor. Incluso algún periódico salió con la noticia equivocada, como se observa en esta célebre foto de un Truman sonriente tras conocer su victoria. Se alegó entonces, entre otras razones, que Estados clave se decidieron por muy pocos votos, que los últimos días de campaña no se hicieron sondeos, o que muchas encuestas habían sido telefónicas, por lo que se subestimaba la opinión de toda la población más pobre, sin teléfono, que se inclinó por los demócratas al votar. Más de 60 años después sorprende que de nuevo unas encuestas políticas, esta vez en Cataluña, hayan fallado de manera tan generalizada y abultada. Se supone que las técnicas, las metodologías, las experiencias, han logrado que los estudios electorales avancen considerablemente.

El fiasco de 1948, unido a los extraordinarios servicios que destacados científicos sociales habían ofrecido a su país durante la II Guerra Mundial, impulsaron a instituciones como el Departamento de Defensa, la RAND Corporation, la Fundación Ford, la Rockefeller o la Carnegie a otorgar millones de dólares para el desarrollo de las llamadas Ciencias del comportamiento (Behavioral Sciences) en las universidades norteamericanas. Había que afinar mucho más las técnicas, y estos científicos eran el ejemplo de que merecía la pena. Esto supuso un antes y un después en el desarrollo de la ciencia política a nivel mundial. Hoy día los estudios electorales herederos de la llamada revolución conductista, con sus baterías metodológicas, son los enfoques dominantes a la hora de estudiar lo político tanto en Estados Unidos como en España.

Se ha escrito bastante sobre el maridaje entre aquellas grandes fundaciones estadounidenses, el gobierno y la universidad. El concepto de democracia que manejaban los científicos conductistas se basaba en el modelo del elitismo competitivo de Max Weber y Joseph Schumpeter. Partiendo de la asunción del sistema representativo liberal como base de la democracia, este elitismo europeo había tomado en Norteamérica el ropaje de una competición no ya individual, sino grupal, donde asociaciones, sindicatos, partidos, iglesias, empresarios y el propio Gobierno, pugnaban dentro de lo que empezó a denominarse «sistema» político. Ya no habría clases ni dominados. David Truman o David Easton, principales responsables de estas teorías, son nombres que suenan a cualquier politólogo del mundo. Las acciones políticas en un Estado con cientos de millones de habitantes quedaban simplificadas afirmando ahora que había un sistema «en equilibrio», donde -como en cualquier ecosistema- el aparente caos permitía cotidianamente una vida en armonía. Dentro de unas reglas de juego básicas, los diversos grupos pugnaban así en relativa paz por lograr sus intereses.

Este primer conductismo basado en el pluralismo liberal, una vez fue teniendo éxito a la hora de afinar sus métodos y técnicas comenzó a aspirar a la predicción social. Si se podían anticipar con exactitud las conductas de la ciudadanía, la uniformidad de los comportamientos y crearse hasta leyes inmutables de los mismos, quizá también podría aspirarse al control social. El conocimiento nos daba al fin poder. El escándalo del Proyecto Camelot, surgido a mediados de los años sesenta y en el que se descubrió que destacados intelectuales norteamericanos, en connivencia con su Gobierno, pretendían influir sobre el grado de violencia colectiva de varios países latinoamericanos, provocó una gran respuesta por parte de aquella ciencia política (principalmente la teoría política) que había sido subestimada por el conductismo.

Algunos de estos teóricos políticos ya se habían encargado de denunciar durante años que el triunfo de los estudios electorales y cuantitativos a la hora de estudiar lo político, al menos tal y como se estaba planteando, tenía graves consecuencias. El ciudadano se veía reducido a votante; y la democracia a ritual electoral. No es casualidad que el individuo comenzara a ser calificado de «racional» siempre que siguiera su interés particular, y tampoco que sus elecciones se comparasen con las de los consumidores. Mientras, toda la riqueza no racional ni observable del individuo se echaba al cajón de los errores. Así, los grandes poderes políticos y económicos veían con satisfacción cómo la sucesión descriptiva de regularidades en equilibrio que aparecían en cada encuesta ofrecía una imagen de orden. A la vez, se gastaban enormes cantidades de dinero en investigaciones de dudoso sentido. Como de manera célebre afirmó Leo Strauss, en los años sesenta Roma ardía en cada barrio mientras la ciencia política empírica tocaba su lira a la manera de Nerón.

Desde que se produjo este giro conductista a la masa se la llamaría ya opinión pública, que quedaba mejor: así, en bloque. Las instituciones demoscópicas se arrogarían el nada inocente poder de plantear las preguntas que marcarían la agenda. Los sentimientos, juicios y vaivenes de la identidad política, la honda complejidad de cada ciudadano, se encerraría de esta manera en datos estadísticos con los que jugar. Porque de esto, de jugar, se trataba. Más aún si se trabaja para un medio partidista, o para una institución gubernamental con objetivos muy concretos. También si se desea que una hipótesis concreta cuadre del todo en un artículo académico; entonces, como he oído en infinidad de ocasiones, más que jugar «se torturan» los datos.

Hay más consecuencias del triunfo del conductismo. El elitismo no sólo miraba de puertas afuera la sociedad: los propios politólogos al fin podrían ser científicos. El sueño weberiano del científico social objetivo, elevado sobre la muchedumbre infectada de juicios de valor, tomaba forma. A pesar de no tener una formación matemática rigurosa, los conductistas se codearían con fórmulas estadísticas de cierta complejidad, entretejerían una jerga plagada de neologismos y palabras inglesas (me encanta cleavage), y mirarían por encima del hombro a todo aquel que les hablara de las cuestiones perennes de la política, del sentido común del ciudadano, de la fantasía, las emociones, la experiencia ciudadana o, ¡cuidado!, de pensadores antiguos como Aristóteles o Maimónides. Eran al fin una clase aparte. Habían estudiado estadística.

Ya en el siglo diecinueve los primeros politólogos profesionales trataron de rescatar la noción de método comparado de las ciencias naturales para aplicarlo a sus enfoques: querían, como declaraban públicamente, ser también considerados científicos. Así surge la Política Comparada. ¿Pero qué implica la noción de método, esa persecución implacable tras la verdad? ¿Qué supone su indiscutible raíz puritana? ¿Nos ayudan los métodos en los juicios políticos o nos arruinan frente a la complejidad de la vida, como decía Vico? Hoy estudiantes de ciencias sociales de medio mundo se ven inmersos de forma acrítica en metodologías comprendidas como fines en sí mismas, sin que se les anime a reflexionar sobre estas cuestiones.

Y a pesar de tanto dinero invertido, de tantos avances, de tanto dominio monopolístico sobre la ciencia de lo político, de tantas utilidades reconocidas por unos y otros, los números siguen fallando. Las técnicas han mejorado una barbaridad; lo cuantitativo cada vez más se ve apoyado por técnicas cualitativas de gran riqueza; los euros siguen fluyendo hacia sus equipos de investigación, sus revistas indexadas, sus institutos públicos y privados. Las conexiones internacionales potencian grandes equipos de investigación. Determinadas instituciones, como el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales (CEACS) de la Fundación Juan March, crean redes de poder e influencia en España que ya quisieran para sí la Ford o la RAND en su país. Hasta nombran ministro de Educación a un destacado miembro de esta tribu, José Ignacio Wert.

Pero de pronto llega el 25N y el fiasco es monumental. A pesar de todo el dineral invertido desde 1948, Artur Mas no solo no se aproxima a la mayoría absoluta como se pronosticaba desde medios públicos y privados, sino que incluso pierde 12 escaños. ¿Supondrá esto un replanteamiento del modo de estudiar la política, al menos en nuestro país?

Ya hemos comprobado cómo tras la crisis económica medio mundo se giraba hacia la ciencia económica pidiendo responsabilidades; quizá sea hora de empezar a pedir responsabilidades a la ciencia política en su conjunto, comenzando por quienes la dominan. Y si una reflexión crítica de esta naturaleza diera lugar a revertir algo del camino iniciado en 1948, a buen seguro que la democracia real, así como los apasionados de su tratamiento científico y riguroso, estaríamos de enhorabuena.

Fuente: http://colectivonovecento.org/2012/11/28/las-encuestas-esa-ciencia-inexacta/