«El que calla no siempre otorga, a veces no quiere discutir con idiotas» Anónimo En un editorial de Radio Progreso (Honduras) con relación al tema de la inseguridad ciudadana, y que nosotros ampliamos en este momento para las estrategias que se están utilizando en nuestra campaña política, se señala que el miedo paraliza, y […]
En un editorial de Radio Progreso (Honduras) con relación al tema de la inseguridad ciudadana, y que nosotros ampliamos en este momento para las estrategias que se están utilizando en nuestra campaña política, se señala que el miedo paraliza, y una sociedad con miedo es una sociedad desmovilizada. Pero el miedo es también inducido. La política del miedo se usa siempre desde el poder como una medida de distracción frente a los problemas estructurales. Por ejemplo, si la gente debía reclamar por la injusticia y la exclusión social, por la impunidad y la corrupción, por la ausencia de políticas agrarias y fiscales profundas, la política del miedo induce a que la gente se distraiga demandando el fin de la violencia (en nuestro caso de la inseguridad ciudadana), argumento que finalmente es usado para dar legitimidad a la policía y a quienes están interesados en mantener a la gente bajo la zozobra y el miedo.
De la misma forma (calumnia, calumnia, que algo queda) se puede inducir al miedo ciudadano señalándoles que determinada corriente política, sus representantes y sus candidatos, son la expresión local de posibles catástrofes sociales, como las ocurridas en otros países.
Cuentan los expertos en comunicación que la política del miedo nunca es improvisada. Por lo general se utiliza esta estrategia en contra de todo lo que representa lo contrario del neoliberalismo dominante actualmente, estrategia que se utilizó ampliamente durante la guerra fría para convencer a los gobiernos latinoamericanos de perseguir todo lo que oliera a «izquierda», hasta la más horrorosa violencia, y para instaurar en muchos países dictaduras militares o civiles, que se encargaron de hacer el trabajo sucio de perseguir, encarcelar, asesinar o hacer desaparecer miles de personas en cada uno de esos países. Todo ello en nombre de la libertad y como respuesta ante los reclamos sociales por las injusticias que dominaban a los gobiernos liberales de esas época.
La convicción, la esperanza, la solidaridad, la conveniencia y el miedo son algunos de los motores que mueven la conducta humana, tanto individual como colectiva. Y los regímenes autoritarios de cualquier signo ideológico son especialmente duchos en apelar al miedo como instrumento de manipulación y control político.
El Partido Liberación Nacional -ahora neoliberal- no sólo no es la excepción al respecto, sino que ha sido notoriamente habilidoso en la materia. Y no ahora por los apremios comiciales, sino desde su mismo principio como representante de esta forma de pensar. La instigación del miedo ha sido y sigue siendo uno de los signos distintivos de la retórica y el proceder del oficialismo. La utilizó con efectividad cuando la consulta popular referida al Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, y ahora lo utiliza para vestir de terrorismo ideológico los dos extremos representados en estas elecciones. En la actualidad ese miedo se promueve de dos maneras básicas o hacia dos audiencias básicas. A los más pobres se les pretende atemorizar con la amenaza de que si ellos perdieran el poder, serían humillados, atropellados y esclavizados por las políticas públicas que implementarían el Frente Amplio o los Libertarios. A los más ricos como amenazas no tan veladas de que se produciría una situación incontrolable en el país.
Algunos ingenuos, o quizá ignorantes, señalan que las ideas liberales, tal y como se aplican en la actualidad, no tienen nada de malo, sino que son las personas las que no saben cómo actuar y se aprovechan del poder que les concede el pueblo para actuar mal. Lo mismo diríamos de las ideas socialistas, sobre todo del socialismo democrático. Cada quien defiende lo suyo, dependiendo de sus motivaciones más egoístas.
No se debe de poner el adjetivo de prudencia al miedo. Y no confundamos miedo con prudencia, que es una virtud. El miedo es otra cosa. Puede nacer de una experiencia negativa psíquica. Pero, también puede ser inducido psicológicamente por los Medios de Comunicación Social. Y de este último miedo ya tenemos ejemplos concretos creados por cierta prensa, radio o canales de TV. Unas veces por la ligereza en creer que con él van a ganar más. Pero, otras muchas como una estrategia bien pensada para dominarnos.
Si quieres cambiar el mundo, empieza por cambiarte a ti mismo. Esta frase de Gandhi es el resumen de todas las religiones, filosofías y éticas cívicas y morales que podemos encontrar si pretendemos mejorar este mundo. El problema es la miopía generalizada por la que no vemos como está el mundo de hoy y los problemas que tiene, como si fuese problemas de otros y no de nosotros también. Nos llenamos la boca de lo malo que son los políticos, el gobierno, el sistema social pero se nos tranquiliza la conciencia detrás de la pantalla de un televisor, leyendo un periódico o un libro y pensando que nunca nos dejaríamos corromper, claudicar o comprometernos. Bastaría con recordar esta frase de Gandhi y practicarla en pequeñas dosis diarias para que cumpliéramos con nuestro deber ciudadano poniendo nuestro granito de arena para mejorar nuestro mundo. Menos críticas, menos hipocresía y más Manos a la Obra , por todos y para el bien de todos.
Vivimos en el reino del miedo. Sometidos al miedo cierto y objetivo a perder el puesto de trabajo, a que nuestros ahorros se deprecien, a una jubilación precaria, a que nuestros hijos vivan peor que nosotros, a que tengan que convertirse en emigrantes para ganarse la vida, a la continua pérdida de derechos que, hasta ahora, parecían incuestionables, como única alternativa para superar la crisis en que nos ha sumido la aplicación de las políticas neoliberales; miedo a que nuestros gobernantes no sepan afrontar las dificultades porque hay una fuerza omnipresente y superior – el mercado- que todo lo gobierna, y resignación ante las leyes despiadadas de injustas que rigen la economía y nuestras propias vidas. En definitiva, un miedo al presente y al futuro que infecta la vida individual y colectiva.
En la segunda mitad del siglo pasado construimos entre todos una democracia fuerte y una sociedad relativamente moderna, y enfrentamos el futuro con seguridad y confianza. Pero llegó la aplicación del egoísmo neoliberal, que es sinónimo de incertidumbre, de cambios, de inseguridad… También de oportunidades, se dice. Y los que dictan el relato de lo que está sucediendo, han decidido que nuestro miedo es su mejor arma para imponer decisiones en contra de la inmensa mayoría, y gestionan la crisis desde la seguridad que otorga saber que existe ese miedo colectivo. Porque el miedo nos induce a la parálisis o a la huida, pero rara vez a afrontar cara a cara la realidad e intentar cambiarla; además, contamina nuestra mirada sobre todo lo que nos rodea. Por eso las decisiones de los gobiernos o de las instancias supra-gubernamentales se acaban viendo como inevitables y, lo que es peor, incuestionables; y no porque las consideremos acertadas y oportunas, sino porque no se confrontan con otras, y la crisis en que estamos sumidos políticamente lo justifica todo.
A una sociedad que tiene miedo es fácil imponerle, como está sucediendo, reformas que son retrocesos en su dignidad y en sus derechos, como han sido las privatizaciones solapadas a través de concesiones y contratos; el miedo alimenta el pesimismo y desde el pesimismo no hay más respuesta que la resignación y la fatalidad. El miedo cierra las puertas a la esperanza, y sin esperanza no hay futuro. Sólo desde un optimismo realista es viable la respuesta cívica. Nunca fue más necesaria que ahora la famosa afirmación de Gramsci: «Frente al pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad».
Creo sinceramente que cada vez será más difícil someter a la población a la coacción estatal, primero, y corporativa después. Luego de exterminar la violencia no oficial, la violencia ilegal, la violencia del débil (si realmente existe el interés de exterminarla), el poder dominante deberá cambiar su estrategia cambiando las armas de la amenaza subliminal por la dialéctica. ¿Por qué? Sencillamente porque cada individuo que no participa directamente de la violencia, legal o ilegal, comienza a tener parte en la generación de riqueza de forma independiente, y eso significa desestructuración del dominio vertical. La insumisión es la negación del poder y, a lo largo de la historia, ha sido variadamente maldecida con palabras como «revolución», «subversión» o «rebeldía».
En la modernidad la idea de «revolución» perdió su maldición teológica para convertirse en una virtud de la nueva sociedad. Luego, en la posmodernidad, es probable que la idea de «rebeldía» corra la misma suerte, ya no en figuras aisladas como las del Che Guevara sino a través de toda la sociedad. Sin embargo, algo es permanente: para el poder dominante, cualquier tipo de insumisión será siempre su negación, el mal.
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