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Un texto de 1969

Las fiestas y el consumismo

Fuentes: Espai Marx

El texto que sigue a continuación pertenece al escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini y apareció en la revista Tempo un 4 de enero de 1969. El artículo integra una columna que Pasolini escribía habitualmente para ese medio de comunicación, bajo el nombre de «El Caos». Se refiere a la Navidad y fue escrito […]

El texto que sigue a continuación pertenece al escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini y apareció en la revista Tempo un 4 de enero de 1969. El artículo integra una columna que Pasolini escribía habitualmente para ese medio de comunicación, bajo el nombre de «El Caos». Se refiere a la Navidad y fue escrito al calor de una época, pero aún guarda una evidente actualidad.

Hace ya tres años que hago lo posible por no estar en Italia durante las Navidades. Lo hago adrede, con saña, desesperado ante la idea de no conseguirlo; aceptando incluso una sobrecarga de trabajo, aceptando la renuncia de cualquier modalidad de vacación, de interrupción, de descanso.

No tengo fuerzas para explicar exhaustivamente el porqué al lector de Tempo. Esto extrañaría la concesión de la violencia de lo novedoso a viejos sentimientos. Es decir, una prueba «estilística» sólo superable mediante la inspiración poética. Que no viene cuando se quiere. Es un tipo de realidad que pertenece al viejo mundo, al mundo de la Navidad religiosa: y responde todavía a su vieja definición.

Sé perfectamente que incluso cuando yo era niño las fiestas navideñas eran una idiotez: un desafío de la Producción a Dios. Sin embargo, por entonces yo estaba todavía sumido en el mundo «campesino», en una misteriosa provincia situada entre los Alpes y el mar o en cualquier pequeña ciudad provinciana (como Cremona o Scandiano). Había hilo directo con Jerusalem. El capitalismo no había «cubierto» aún totalmente el mundo campesino del que extraía su moralismo y en el que, por lo demás, seguía basando sus chantajes: Dios, Patria, Familia. Estos chantajes eran posibles porque correspondían, negativamente, en tanto que cinismo, a una realidad: la realidad del mundo religioso que había sobrevivido.

En la actualidad, el nuevo capitalismo no tiene ninguna necesidad de este tipo de chantaje, como no sea en sus márgenes o en los islotes supervivientes o en las costumbres (que se van perdiendo). Para el nuevo capitalismo es indiferente que se crea en Dios, en la Patria o en la Familia. De hecho ha creado su propio mito autónomo: el Bienestar. Y su tipo humano no es el hombre religioso o el hombre de bien, sino el consumidor que se siente feliz de serlo.

Cuando yo era niño, pues, la relación entre Capital y Religión (en los días navideños) era espantosa, pero real. Hoy en día, dicha relación ya no tiene razón de ser. Es un absurdo absoluto. Y es posible que sea este absurdo lo que me angustie y me obligue a huir (a países mahometanos).

La Iglesia (cuando yo era niño, bajo el fascismo) estaba sometida al Capital: éste le utilizaba, y ella se había convertido en instrumento del poder. Había regalado a las grandes industrias un niño entre un asno y un buey. Además, ¿no desfilaba bajo las banderas de Mussolini, de Hitler, de Franco, de Salazar? Hoy en día, sin embargo, la Iglesia me parece, en cierto sentido, más sometida que antes al Capital. Antes, en realidad, la Iglesia se salvaba por ese poco de autenticidad que había en el mundo preindustrial y campesino (en ese poco de artesanía que permanecía en las viejas industrias); ahora, en cambio, no hay contrapartida. Ni siquiera puede decir que a su vez utilice al Capital: porque, de hecho, el Capital utiliza a la Iglesia únicamente por costumbre, para evitar guerras religiosas, por comodidad. La Iglesia ya no le sirve. Si ésta no existiese, aquel no la echaría de menos. Sin embargo, en casos por el estilo, la utilización debe ser recíproca para que sea útil a ambas partes. En este punto la Iglesia debería distinguir, por ello mismo, las fiestas propias (si, aunque sea anticuadamente, aún las tiene) de las del Consumo. Debería diferenciar, por decirlo pronto y bien, las hostias de los turrones. Este embrassons-nous entre Religión y Producción es terrible. Y, de hecho, lo que de aquí se deriva es intolerable a la vista y a los demás sentidos.

A decir verdad, es innegable, la Navidad es una antigua fiesta pagana (el nacimiento del sol) y como tal era originariamente alegre: es posible que esta alegría ancestral aún tenga necesidad de manifestarse, periódicamente, en un hombre que va a roturar el Sájara con monstruos mecánicos. Pero en ese caso que la fiesta pagana se vuelva pagana: que la sustitución de la naturaleza natural por la naturaleza industrial sea completa, incluso en las fiestas. Y que la Iglesia se distancie de aquella. Ya no puede jugar a la rusticidad y a la ignorancia: no puede fingir que no sabe que la fiesta navideña no es ni más ni menos que una antigua fiesta celebrada in pagis («en el campo»), pagana, y que la mezcolanza es arcaica y medieval. La tradición de los belenes y los árboles navideños ha de abolirla una Iglesia que de verdad quiera sobrevivir en el mundo moderno. Y no esto no lo saben sólo los curas excéntricos, progresistas y cultos.

Como fiesta pagana-neocapitalista, Navidad siempre será terrible. Es un erzatz («sustituto») -con week-end y solemnidades afines- de la guerra. En tales días brota una psicosis indefectiblemente bélica. La agresividad individual se multiplica. Aumenta vertiginosamente el número de muertos. Es una verdadera barbarie. Se dice: muchos Vietnam. Pero los muchos Vietnam ya están aquí. Ni más ni menos que en estas celebraciones festivas en que la fiesta es la interrupción del acostumbramiento al lucro, a la alienación, al código, a la falsa idea de sí: cosas todas que nacen del famoso trabajo que ha quedado reducido a lo que ensalzaban los carteles de los campos de concentración hitlerianos. De esta interrupción nace una libertad falsa en que estalla un primitivo instinto de afirmación. Y se afirma agresivamente, gracias a una feroz competencia, haciendo las cosas más mediocres de la manera más mediocre.

Sí, es espantoso el comentario que acabo de hacer de la Navidad. Y sin ninguna excepción que hacer. Ninguna bondad. Ninguna blandura. Las cosas son así. Es inútil ocultarlo, aunque sea un poco.