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Las guerras de la cruz

Fuentes: Rebelión

Christopher Tyerman ha escrito el grueso libro «Las guerras de Dios«. Se refiere a las famosas cruzadas de finales del S. XI y que se extienden durante 500 años. Aquellas guerras justificadas por la fe cristiana, conducidas contra enemigos reales o imaginarios, catalogados como amenaza por las élites religiosas y políticas. Francis Bacon las define, […]

Christopher Tyerman ha escrito el grueso libro «Las guerras de Dios«. Se refiere a las famosas cruzadas de finales del S. XI y que se extienden durante 500 años. Aquellas guerras justificadas por la fe cristiana, conducidas contra enemigos reales o imaginarios, catalogados como amenaza por las élites religiosas y políticas. Francis Bacon las define, con sorna, como «reunión de unos locos, que tenían la pluma en la cabeza en lugar de llevarla en el sombrero», y David Hume, quizá un tanto precipitado, las cataloga como «el indicador y el momento más duradero de la locura humana que haya aparecido nunca en cualquier época y en cualquier nación».

Tyerman sostiene que la «cruzada» no desapareció de la cultura europea porque hubiera quedado desacreditada sino a causa del abandono de los sistemas de valores religiosos y sociales, que la sostenían. Lo que cambió fue la manera de entender el mundo, la Iglesia cristiana occidental fracasó en su intento de controlar la sociedad civil.

De chavales oíamos recitar en semana santa, al son de tambores, La pedrada, aquella poesía de José María Gabriel y Galán:

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada…
 

Hoy, al ver desfilar procesiones y pasos por calles de pueblos y ciudades, al observar a costaleros y cofrades, algunos descalzos y con capirotes y faroles otros, me vienen al recuerdo las guerras de la cruz, el fracaso nostálgico de la Iglesia en su afán por controlar la sociedad, aquellos viejos cruzados tan presentes hoy en la dirección de la Iglesia de Ratzinger, de Rouco, de Cañizares y compañía. Detrás de esos pasos no está el mito del Jesús resucitado sino la cruz de una Iglesia, que intenta doblar la cerviz del pensar humano y dicta normas de ultratumba. Una Iglesia, que de tanto enseñar a combatir, luchar, sufrir y llorar a otros, ha olvidado sus propias miserias:

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

En nuestros días son pocos los que defienden la resurrección de Jesús y muchos los que denuncian el talante desvergonzado de la Iglesia y sus delitos. La pederastia se ha desvelado como grave abuso y conculcación de derechos humanos bastante generalizada entre miembros selectos de la Iglesia , como postura aberrante ante niños y jóvenes indefensos pero, si cabe -lo que aún resulta más grave-, como cobardía a la hora de abordar una falta, un delito, un abuso, una violación continuada: una forma de ser mendaz, pusilánime, llena de recovecos y maldad, astuta y taimada. Obispos, duros y crueles, que se comportan como refinados inquisidores sin entrañas ante profesores y maestros de religión, que honesta, sincera y abiertamente discuten y combaten tesis religiosas oficiales, sin embargo pasan la mano por la espalda y cubren con su sayo y protección a quienes son acusados de abuso y pederastia, como aparece a diario en los distintos países del mundo.

Los dirigentes de la Iglesia católica de hoy no sólo carecen de resurrección en su mensaje sino que les sobra maldad en sus manos y cobardía humana en su cuerpo.

Y aquél sayón inhumano,
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!
 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.