Desandar en la historia, como quien surca caminos ya trazados, siempre es un reto imaginario que nos hace sentir más cerca de los hechos, de los hombres, de un pasado vital para el presente y el futuro. Y aunque a veces parezca lejano, eso sentimos muchos después de leer libros, ver imágenes y escuchar varias […]
Desandar en la historia, como quien surca caminos ya trazados, siempre es un reto imaginario que nos hace sentir más cerca de los hechos, de los hombres, de un pasado vital para el presente y el futuro.
Y aunque a veces parezca lejano, eso sentimos muchos después de leer libros, ver imágenes y escuchar varias versiones de algunos hechos históricos y nos atrevemos a crear nuestra propia idea del sentir de unos hombres tan jóvenes como nosotros mismos y movidos por los más sagrados sentimientos de amor y humanidad.
Sí, amor, amor profundo a sus raíces, a la vida, a la solidaridad y los deseos de ser dignos, y ¿por qué no?: también a un pasado, a una memoria que rescatar, defender, enaltecer, y a ellos mismos, a su derecho a ser felices, tener vida propia, libertad para amar y decidir.
Así, entre locuras, sueños, vicisitudes, anhelos y mucho amor, imagino el despertar de los jóvenes del Centenario aquel 26 de julio de 1953, sin importar los riesgos, las diferencias, la inexperiencia, solo pensando en el influjo de politiquería y represión que bañaba a este pueblo, bajo el régimen surgido el 10 de marzo de 1952.
Homenajeaban a uno de los pensamientos más universales de todos los tiempos, el del Apóstol de la independencia cubana, pero más que todo, se definía el destino de un pueblo heroico por tradición propia e indiscutible.
Y ahí estaban estos muchachos, jóvenes presentados por la tiranía como expertos tiradores entrenados para el combate y el uso de todo tipo de armas. Pero no eran sino hombres y mujeres del pueblo que centavo a centavo a centavo reunieron dinero para comprar armas modestas para realizar la acción.
Allí estuvieron Elpidio Sosa y Jose Luis Tassende, quienes vendieron sus plazas de trabajo, Pedro Marrero, quien vendió prácticamente todos los muebles y equipos de su casa y Fernando Chenard quien empeñó efectos personales y la cámara fotográfica con que se ganaba la vida.
Y eran así, trabajadores de la construcción, del comercio, la gastronomía, campesinos, labriegos, braceros del campo, mecánicos, choferes, contadores y hasta un médico y un boxeador profesional. Con ellos, se retomaba el camino hacia la Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes que se confirmaría años después.
Después vendría lo inevitable, lo denunciado por FIDEL en «La Historia Me Absolverá», el horror de la masacre desatada por los esbirros. Y los números no nos dejarían mentir: Solo 6 de ellos cayeron en las acciones, pero después 25 fueron apresados y asesinados en el Moncada, 10 en la ciudad y 19 en los tres días posteriores a los asaltos.
Al rememorar los hechos e intentar sentirlos cercanos, entenderlos, explicarlos para el mañana, resulta entonces ensordecedor que traten los enemigos de la Revolución dentro y fuera de Cuba, de desmentirlos, de reconstruirlos a su antojo, con la más cruel de las falsedades.
Ahora resulta que hacen películas y documentales, escriben libros de historia y nuevas biografías de Fulgencio Batista, presentándolo como un redentor y benefactor. Y hasta se yerguen presentando la Cuba de 1953 como la panacea de América Latina, el camino hacia el mejor de los mundos desarrollados, y no el infierno de miseria, analfabetismo, insalubridad, prostitución, corrupción, discriminación y represión que reinaba en la isla, vendida por el gobierno al capital y la mafia norteamericana.
Ahora desmienten que Batista y sus generales fueron los que dieron la orden para que por cada soldado caído en los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, eliminar 10 combatientes revolucionarios.
El 26 de julio abrió un camino nuevo en las formas de lucha del pueblo cubano por su libertad y dejó un gran ejemplo para todos los revolucionarios de Cuba y el mundo, un mensaje para la eternidad: convertir los reveses en victoria y seguir adelante si de verdad existe decisión de lucha, de trabajo duro y consciente.
Acercándome al Moncada, a sus hombres, a la vida de los que cayeron allí, aprendí por qué con su estirpe de líder indiscutible, el 26 de julio erige a Fidel al frente de la Revolución en la marcha inevitable hacia el triunfo; supe que en un acto de valentía sin límites, en la audiencia de Santiago de Cuba el joven Raúl Castro le quitó la pistola al jefe de la policía e hizo prisioneros a todos sus integrantes, de lo contrario, habrían sido asesinados.
Comprendí entonces a valorar qué significaría desde entonces y para siempre «Ya estamos en combate«, el poema del Moncada, y aprecié el gran sentido del Himno de la libertad o Himno del 26 de julio, compuesto por Agustín Díaz Cartaya y tarareado por los combatientes y después por tantas generaciones de cubanos, que durante casi 6 décadas hemos decidido seguir trazando nuestros propios destinos.
Desandando la historia, he encontrado los valores que dan sentido al combate diario, al trabajo duro, al futuro que construimos. Y en medio de las flores con espinas, de los equívocos y los temores, continuamos defendiendo nuestra luz y buscando el honor, tras las apariencias que pretenden estamparse como verdades.
Los hechos, los hombres, el pasado que no es presente ni será futuro, nos legó entonces la facultad para enaltecer con voz propia, el orgullo y el deber de ser cubanos y aprender de aquellas palabras del Teniente Sarría, un oficial negro que impidió en aquellos días que asesinaran a Fidel, cuando repetía una y otra vez: «las ideas no se matan«.