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Las letras del horror

Fuentes: Punto Final

En los próximos días se presentará un nuevo libro del periodista Manuel Salazar Salvo, redactor de «Punto Final», titulado «Las letras del horror». Editado por LOM, comprende dos tomos. El primero se refiere a la historia de la Dina, la policía secreta del dictador Augusto Pinochet que funcionó entre fines de 1973 y 1977, dirigida […]

En los próximos días se presentará un nuevo libro del periodista Manuel Salazar Salvo, redactor de «Punto Final», titulado «Las letras del horror». Editado por LOM, comprende dos tomos. El primero se refiere a la historia de la Dina, la policía secreta del dictador Augusto Pinochet que funcionó entre fines de 1973 y 1977, dirigida por el coronel Manuel Contreras. El extracto que sigue corresponde al comienzo del cuarto capítulo, titulado «El debut de Londres 38».

«La iglesia de San Francisco, en plena Alameda Bernardo O’Higgins, a escasas cuatro cuadras de La Moneda, es uno de los principales referentes del centro de Santiago y puerta de entrada a un barrio de apariencia europea que se extiende serpenteante con calles adoquinadas. Allí se levanta una vieja casona que hasta el golpe militar era la sede de la 8ª Comuna del Partido Socialista. Requisada tras el golpe militar, albergó a un cuartel de Carabineros, hasta que a fines de 1973 fue habilitada como centro de detención e interrogatorios de la Dina.

A partir de abril de 1974 a la sede del Comité Pro Paz(1) empezaron a llegar personas que describían un centro de detención secreto al que llamaban La Venda, La Silla o La Campana. Relataban que habían sido conducidos hasta allí con los ojos cubiertos y que luego de entregar sus datos personales a la entrada, los prisioneros eran interrogados y sometidos a torturas. Permanecían siempre vendados, pero podían escuchar música a gran volumen, a menudo de Los Beatles, que apagaba los gritos de los flagelados. Cada cierto tiempo se oían repiquetear las campanas de una iglesia y a lo lejos, algunos días, escuchaban también la risa de niños que parecían estar en una feria de juegos infantiles(2).

Poco a poco se acumularon más datos. En el lugar había un portón de madera por donde entraban diversos vehículos de los cuales eran bajados los detenidos. Algunos pudieron ver por debajo de sus vendas un primer piso cubierto con baldosas blancas y negras; otros, contaron que las sesiones de torturas se practicaban en el segundo piso, en un baño que tenía azulejos color verde agua. En los meses siguientes se confeccionó un perfil cada vez más preciso del lugar y breves descripciones de sus moradores permanentes. No había dudas, la cárcel secreta estaba en Londres 38 y desde ahí operaba el Guatón Romo junto a otros hombres y mujeres, hasta ese momento sin identificar, pero cuya tarea principal era la cacería de miristas. En el verano de 1974 Osvaldo Romo trabajó como vigilante en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Se cambió de nombre y se apellidaba Morel. Cuando la Dina terminó de adiestrar a los hombres que lanzaría contra el MIR, Romo se agregó a ellos como émbolo principal en las tareas de identificación y captura.

El nombre del Guatón Romo, sinónimo de tortura, circulaba de boca en boca en las sedes universitarias, en las poblaciones y en los barrios de clase media donde los jóvenes militantes y simpatizantes del MIR trataban de sumirse en la clandestinidad y disfrazar sus actividades en la resistencia al régimen militar. En Londres 38, mientras, el miedo inundaba el lugar cuando Osvaldo Romo entraba al salón donde los detenidos permanecían sentados. Con voz inconfundible, llamaba por su nombre a alguno de ellos y lo abofeteaba a modo de preámbulo antes de subirlo a sesiones de interrogatorios impredecibles. Un día empleaban el ‘submarino’, técnica de tortura que consistía en hundir la cabeza de las víctimas en un recipiente con agua; otro día les colocaban bolsas plásticas como capucha para asfixiarlos o elegían el Pau de Arara, método importado de Brasil, que significaba colgar desnudos y boca abajo a los atormentados, con un palo entre las piernas y las manos amarradas a la espalda. Todo mezclado con descargas de corriente eléctrica en los lugares más sensibles del cuerpo.

Las jornadas se extendían tensas e interminables en medio de la rutina. Muy temprano los detenidos dejaban el suelo donde dormían apilados y volvían a las sillas con total prohibición de hablar. Era muy riesgoso romper las normas porque resultaba imposible saber si había vigilantes mezclados en el grupo. Se pasaba hambre. Sólo dos veces al día se ingería algún bocado, que consistía en los restos de la comida de los guardias o traídos desde el edificio Diego Portales, transformado en sede del gobierno militar. Medio pan y un tazón de agua caliente era todo el alimento de las mañanas. Cuando la sed arreciaba, se podía pedir permiso para tomar agua. Si el centinela estaba de buen humor, ponía a circular una botella que pasaba de mano en mano hasta agotarse. En las noches, como a las 22 horas, se hacía el cambio de guardia. Era el único momento en que los detenidos podían pararse, intercambiar algunas frases y moverse un poco dentro del recinto. Allí se transmitían nombres, identidades y recados por si alguno tenía la suerte de salir con vida».

 

La carpeta delatora

 

«Un día de 1974, alguien dejó extraviada en la sede del Comité Pro Paz una carpeta. Nunca se supo si fue descuido de algún agente de la Dina que llegó a husmear al lugar o si se trató de alguien que quiso ayudar. En esa carpeta había una lista de personas a las que se iba a detener, pero que se salvaron porque se les alcanzó a avisar a tiempo. También, unas fichas, con un sistema de puntajes. Una de esas tarjetas, sin nombre, estaba a medio llenar con varios datos: nivel de escolaridad, de compromiso ideológico, de salud, de importancia en el partido político, destreza en el manejo de armas, capacidad de cambiar conducta y firmeza de convicciones. El puntaje iba del uno al diez en cada rubro.

El sacerdote Jean Daniel Planchot y ‘Ma’, la religiosa española que se había transformado en el alma del Comité Pro Paz, quedaron muy intrigados con el hallazgo y empezaron a buscar claves ocultas en esas fichas, intentando encontrar cierta lógica, alguna conexión entre quienes caían y el puntaje posible de obtener si se llenaban aquellas tarjetas con los antecedentes previstos. Invariablemente, los que alcanzaban entre 90 y 100 puntos permanecían desde su captura en la lista de no ubicados. Sin duda, su detención era del más alto riesgo. Eso dio nuevas pistas: estaban frente a una represión selectiva. Así, en el Comité se pudo llegar a predecir con relativa certeza quiénes de los aprehendidos corrían peligro más grave(3).

Por entonces resultaba todavía inconcebible la desaparición de las personas. Incluso, en marzo de 1974, cuando se presentó el primer recurso de amparo masivo por 131 detenidos, se empleó el término de ‘no ubicados’. El amparo fue rechazado en los tribunales y sólo en ese instante, por primera vez, el tema del ignorado destino de muchos detenidos ocupó algún lugar en la prensa nacional y, sobre todo, en los medios de comunicación extranjeros.

En Londres 38, se inició la práctica sistemática del secuestro y la tortura, seguidos de la desaparición y exterminio de prisioneros políticos. Los métodos empleados se diferenciaron claramente de los utilizados en los meses de septiembre y octubre de 1973, cuando se ejecutó sumariamente a las víctimas y se ocultaron sus cadáveres.

Lo ocurrido en Londres 38, como en los otros cuarteles secretos de la Dina, se mantuvo en penumbras por largos años. El esfuerzo de las agrupaciones defensoras de los derechos humanos, de abogados y periodistas, de algunos jueces y, principalmente, de los familiares de las víctimas, hizo posible avanzar paso a paso, aunque muy parcialmente, en el esclarecimiento de los hechos. Tuvieron que pasar más de tres décadas para que, desde mediados de la década de los años 2000, ciertos magistrados se encaminaran resueltamente no sólo en la búsqueda de la verdad, sino que también en pos de justicia. En esa tarea, uno de los más destacados ha sido el juez Alejandro Solís, cuyas investigaciones y resoluciones han permitido progresos considerables.

A partir de testimonios, órdenes de investigar, dichos, versiones, declaraciones indagatorias, y otras partes de los procesos judiciales sustanciados por jueces chilenos abocados a los casos de derechos humanos, se ha podido reconstruir una parte de lo vivido en los cuarteles de la Dina. Muchos de los declarantes fueron agentes de la Dina y en la mayoría de los casos intentaron ocultar sus responsabilidades en las detenciones y torturas. Algunos simplemente negaron todo; otros, se allanaron progresivamente a relatar algunos episodios. En la tarea de los jueces ha sido decisivo el aporte de no pocos ex uniformados, generalmente conscriptos, empleados o personal de las plantas básicas de las Fuerzas Armadas, que fueron enviados a la Dina pero que se dieron maña para no participar en torturas. También destaca el pormenorizado trabajo de los magistrados para encontrar en las decenas de procesos sobre las violaciones a los derechos humanos las contradicciones y los desacuerdos de muchos involucrados, lo que finalmente permitió sus procesamientos y condenas(4).

 

Alhajando la casa del horror

 

«En octubre de 1973, el teniente de Carabineros Ernesto Torré Sáez, destinado a la Dina, recibió la orden de habilitar el abandonado caserón de Londres 38, para ser ocupado por algunas de las brigadas que organizaba el coronel Manuel Contreras. Torré cumplía hasta entonces labores de logística y tenía a su cargo un grupo que retiraba bienes que quedaban en las casas allanadas. Muebles, maquinarias, imprentas artesanales, talleres fotográficos, libros, prendas de vestir y todo lo que pudiera servir a los agentes fue apilado en bodegas.

La historiadora Magdalena Garcés Fuentes recogió dos casos que demuestran que la Dina ocupó la casa de Londres 38 desde el mismo momento en que el teniente Torré la dotó de la infraestructura básica.

Una mujer mayor vinculada a un alto oficial de la Dina denunció a cinco vecinos de la Torre 12 de la remodelación San Borja, ubicada frente a la sede del gobierno militar, que se resistieron a acatar instrucciones dadas por ella en el edificio. En la madrugada del día 16 de octubre llegaron al lugar efectivos de la Escuela de Suboficiales del ejército y detuvieron a Carlos Rodolfo Adler Zulueta, 25 años, argentino con residencia en Chile desde marzo de 1973 y a su esposa Beatriz Elena Díaz Agüero, 26 años, argentina, en estado de embarazo; a Víctor Alejandro Garretón Romero, 60 años, importador, militante del derechista Partido Nacional; a Cristián Montecinos Slaughter, 27 años, casado, funcionario del Fondo Monetario Internacional; a Julio Andrés Saa Pizarro, 37 años, cirujano dentista y a Jorge Miguel Salas Paradiso, 25 años, estudiante de pedagogía en matemáticas de la Universidad de Chile, sede Valparaíso, que estaba enfermo en cama.

Todos fueron trasladados a la casa de Londres 38 y luego a la Casa de la Cultura de Barrancas, recinto ubicado en la entonces comuna del mismo nombre, a cargo de efectivos del ejército. Al día siguiente, el 17, sus cuerpos sin vida aparecieron en la carretera que une a Santiago con Valparaíso en el kilómetro 12, a la altura del túnel Lo Prado. Todos presentaban múltiples heridas de balas.

Inmediatamente después de los hechos, a petición del padre de una de las víctimas, Carlos Garretón, se inició un sumario interno en el ejército, concluyendo que se había tratado de ‘un error militar’, comunicándoselo así a los familiares y procediendo el ejército a presentar ‘el pésame de la Junta de Gobierno por este gran error militar’.

El caso llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ante la cual el gobierno de Chile informó que los seis detenidos, alrededor de las 05:00 horas del día 17 de octubre de 1973, ‘aprovechándose de las precarias condiciones del edificio, se fugaron por una ventana que carecía de protecciones, dirigiéndose a la carrera hacia una pandereta que cierra el recinto que da a unas poblaciones periféricas. Mientras huían, fueron sorprendidos por los centinelas del cuartel, quienes les intimaron la detención, dando las voces de alto de rigor y efectuando disparos al aire de prevención’. El informe agregó que ‘pese a ello, los detenidos continuaron su fuga, ante lo cual los centinelas de guardia hicieron blanco en sus cuerpos provocándoles la muerte’. Finalizó la respuesta oficial señalando que ‘posteriormente, los cadáveres de los seis detenidos fueron conducidos en una camioneta hasta las cercanías del túnel Lo Prado, donde existía el hospital de campaña del ejército, donde fueron entregados y conducidos en una ambulancia del mismo hospital hasta el Instituto Médico Legal, donde se procedió a efectuar las autopsias de rigor’.

Casi 30 años después, el ministro en visita de la Corte de Apelaciones de Santiago, Carlos Gajardo Galdámez, tras investigar minuciosamente aquel episodio, correspondiente a una delación interesada, ordenó el procesamiento del coronel (r) Gerardo Urrich González, de Juan Fernández Berardi y René Cardemil Figueroa por el delito de secuestro con daño de muerte».

 

Operación Leopardo

 

En su investigación, la historiadora Garcés Fuentes menciona que la DINA ocupó por segunda vez la casa de Londres 38 entre los días 18 y 20 de noviembre de 1973, en la llamada ‘Operación Leopardo’. Fueron detenidos en distintos puntos de Santiago varios miembros del comité local Galo González de las Juventudes Comunistas de la población La Legua.

El 18 de diciembre fue detenido Alejandro Patricio Gómez Vega, 22 años, en el centro de Santiago. Al día siguiente, cayó Luis Emilio Orellana Pérez, su hermano Sigfrido y la pareja del primero, Margarita del Carmen Durán Gajardo, los que fueron llevados a Londres 38 en una camioneta frigorífica de color blanco. El día 21, los agentes capturaron a Carlos Alberto Cuevas Moya y Pedro Rojas Castro, ambos de 21 años. A todos se les aplicó electricidad en diversas partes del cuerpo. Margarita Durán fue violada reiteradamente por tres sujetos de un grupo que dirigía Marcelo Morén Brito.

La mujer y Sigfrido Orellana fueron abandonados en la periferia de la ciudad. Al día siguiente escucharon por radio que el novio de la muchacha y sus amigos habían sido abatidos a balazos al ser sorprendidos intentado volar una torre de alta tensión en el sector de Cerro Navia.

En agosto de 2006 el juez Joaquín Billard Acuña condenó a penas de diez años y un día al general (r) Manuel Contreras, al coronel (r) Marcelo Morén y al sargento (r) de Carabineros José Mario Friz Esparza, como autores de los homicidios de aquellos hombres. Las autopsias que el magistrado tuvo a la vista señalaban que el cuerpo de Carlos Cuevas presentaba múltiples heridas de bala y no tenía uno de sus ojos; el cuerpo de Rojas Castro tenía las manos sin uñas, su brazo derecho quebrado y su cabeza aplastada; el cadáver de Gómez Vega presentaba impactos de 14 balazos y el de Orellana Pérez, 15.

Aquellos dos casos, que tuvieron como los principales responsables a los oficiales Morén y Urrich, fueron una especie de ensayo general de lo que ocurriría en Londres 38 a partir de los primeros meses de 1974″(5).

Notas:

(1) El Comité de Cooperación para la Paz en Chile se creó el 6 de octubre de 1973 con representantes de las iglesias católica, ortodoxa, evangélicas y de la comunidad israelita. Sus propósitos se resumieron en tres puntos: «1.- Buscar y proveer ayuda material para las personas y familias afectadas por la situación existente. 2.- Proveer directamente, o con la cooperación de los organismos correspondientes, asistencia legal y judicial para la defensa de los derechos de las personas afectadas. 3.- Recoger hechos irregulares que suceden y dañan gravemente la dignidad de las personas, y que estamos ciertos no son deseados por el Supremo Gobierno».

El Comité Pro Paz lo presidió Helmut Frenz, obispo luterano, en representación del Consejo Mundial de Iglesias; Fernando Ariztía, obispo católico; Patricio Cariola y Baldo Santi, por la Iglesia Católica; Luis Pozo, por la Iglesia Bautista; Tomás Stevens, por la Iglesia Metodista; Julio Assad, por la Iglesia Metodista Pentecostal; Augusto Fernández, por la Iglesia Luterana; José Elías, por la Iglesia Ortodoxa; el rabino Angel Kreiman, por la comunidad israelita; Fernando Salas, s.j, como secretario ejecutivo. La entidad se disolvió en noviembre de 1975.

(2) Los Juegos Diana estaban donde hoy se levanta el Hotel Plaza San Francisco.

(3) Ortúzar, Carmen y Otero, Marcela: La guerra oculta; revista Hoy, Santiago, enero y febrero de 1986. Esta serie en fascículos, con ilustraciones de Hernán Vidal, es uno de los primeros y mejores trabajos de investigación periodística de largo aliento que abordó el tema de las violaciones a los derechos humanos.

(4) Ver proceso 2.182-98, resuelto por el ministro de fuero Alejandro Solís el 22 de junio de 2010.

(5) Ver Garcés Fuentes, Magdalena: La Dirección de Inteligencia Nacional, Dina; Programa de doctorado Historia y Presente de los DD.HH., Universidad de Salamanca, España, octubre de 2008.

 

Publicado en «Punto Final», edición Nº 745, 28 de octubre, 2011

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