La noción de las necesidades terrenales del cuerpo y del alma remite al ensayo que Simone Weil escribió en 1943, cuando trabajaba como redactora para las autoridades de la Resistencia Francesa en Londres, al que tituló originalmente Preludio para una declaración de las obligaciones hacia el ser humano. Constituye la exposición substancial de su gran […]
La noción de las necesidades terrenales del cuerpo y del alma remite al ensayo que Simone Weil escribió en 1943, cuando trabajaba como redactora para las autoridades de la Resistencia Francesa en Londres, al que tituló originalmente Preludio para una declaración de las obligaciones hacia el ser humano. Constituye la exposición substancial de su gran obra Echar raíces y fue publicado, después de su muerte, con el título Estudio para una declaración de las obligaciones hacia el ser humano en el libro Escritos de Londres y últimas cartas, editado por Gallimard en París en 1957.
En este trabajo, la autora plantea la subordinación a las obligaciones como fundamento de la vida social. Weil pensaba, de hecho, que los artífices de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en 1789, se habían equivocado al optar por el derecho como algo absoluto. En tal sentido, juzgó su propuesta como una inspiración práctica para la vida social: su profesión de fe, siempre y cuando fuera adoptada por el pueblo y por quienes gobiernan, cuya infracción debería ser susceptible de castigo. Como ha puntualizado Sylvia Valls, la noción de necesidades terrenales del cuerpo y del alma conduce a pensar, en realidad, quiénes somos y cuáles son nuestros verdaderos anhelos en el mundo.
Para comprender esta concepción es necesario precisar, en primer término, la percepción de la sociedad que tenía Weil: lo social es elmal -escribió-, porque es el reino de la fuerza y de la necesidad; un mundo, en consecuencia, inaceptable, donde perdemos el alma y donde la vida es desgarramiento: «hay que fugarse hacia otro, pero la puerta está cerrada».
Lo social, pues, es la esfera en la cual el bien no entra, principalmente porque los medios para la satisfacción de las necesidades humanas se han convertido en fines -en monopolios radicales que destruyen las alternativas, como más tarde expuso Iván Illich-, de lo cual dan cuenta las instituciones políticas, la economía, el trabajo asalariado, la educación, la medicina, el transporte o la organización industrial de la subsistencia y la alimentación. La transformación de los medios en fines constituye así una de las leyes inherentes a toda sociedad opresora: el reino de la necesidad que es el mal.
Es precisamente por ello que el derecho, como base de la satisfacción de las necesidades humanas, se transforma en ficción en la sociedad moderna. Donde hay necesidad -afirmó Weil-, la colectividad ahoga al individuo; por tanto, lo social es el mal que debemos trascender para impedir su destrucción.
¿Qué hacer, entonces, frente a esta realidad?
Si los medios son fines que limitan el derecho y la reivindicación, no tenemos otro deber, otra obligación hacia la sociedad que tratar de limitar el mal: la obligación de crear medios para la satisfacción de las necesidades humanas mediante aquello que Simone Weil llamó lo auténticamente espiritual, la verdad sobrenatural: es decir, la conciencia de que existe un orden divino del universo, algo que hemos olvidado deslumbrados por el orgullo de la técnica y del progreso. Un orden -señaló- que conviene exactamente a nuestra pena y a nuestra grandeza, donde se mezclan la uniformidad y la variedad y que se refleja, en alguna medida, en todo aquello que es bueno y bello.
Solo a través de lo espiritual, entonces, el ser humano puede impedir que la sociedad lo aniquile: sin ello, suceda lo que suceda, lo social continuará ahogando al individuo. Únicamente a través de lo espiritual se puede otorgar calidad a la vida social, darle valor y sentido. La espiritualidad es el bien, así como la necesidad es el mal; por tanto, debe orientar la conducta humana e impregnar de ese modo el tejido social.
Lo espiritual -la conciencia de la verdad sobrenatural- constituye, sin duda, una noción que ocupa un lugar central en el pensamiento weileano. Es una fuente de luz -subrayó- que nos permite ver y no puede ser vista; una condición de la inteligencia, la diferencia infinitamente pequeña entre el comportamiento humano y el comportamiento animal («el papel de lo infinitamente pequeño es infinitamente grande», señaló Louis Pasteur). Es, además, el origen de todo el bien posible en el mundo, porque de dicho atributo proceden la belleza, la verdad, la justicia, la legitimidad, toda subordinación de la vida a las obligaciones y, por tanto, el único criterio del verdadero conocimiento. Weil reclamó, además, que fuera rigurosamente definido y manejado con extrema precisión como un concepto científico: así, la noción de espiritualidad abandonaría el ámbito de la religión y con ello la ambigüedad de la que ha sido objeto desde hace siglos.
A su juicio, resolver la separación entre ciencia y espiritualidad -desconexión que ha secuestrado la verdad y ha convertido el pensamiento científico en un desierto-, pondría fin a lo que consideró el mayor escándalo del mundo moderno.
La influencia de lo espiritual en la vida social, aún cuando resulte misteriosa, puede ser observada y estudiada, sobre todo en determinados momentos históricos cuya verdadera significación se ha ocultado o tergiversado con ayuda del pensamiento académico: es el caso, por ejemplo, de la Alta Edad Media en el sur de la actual Francia o en algunas regiones de la península Ibérica. Pero también -sostuvo Weil- en todas aquellas civilizaciones auténticamente creadoras, donde lo espiritual ocupó durante un tiempo el centro de la vida social: la razón principal por la que consideró absurdo oponer pasado y porvenir, calificando la destrucción del pasado como el peor de los crímenes.
En el presente, esa misma influencia puede ser percibida todavía en las cosmovisiones y en las organizaciones convivenciales de algunos pueblos originarios -en los Andes, por ejemplo-, cuya existencia se guía por antiguos conocimientos en torno a la complementariedad de los contrarios como reflejo del orden sobrenatural del universo: el día y la noche, la sucesión de las estaciones, lo masculino y lo femenino, la vida y la muerte.
Sin la intervención de lo espiritual -pensaba Weil-, todo es infrahumano, en el individuo y en la sociedad. Su efecto, pues, se manifiesta en lo que denominó los metaxu, adverbio griego que significa puente, un entre-dos: en este caso, aquello que conecta lo espiritual y lo social. Definición inspirada en su conocimiento sobre la sociedad occitana en el sur de la actual Francia, destruida por la Iglesia y por el Estado en el siglo XIII, sustentada en la armonía de los opuestos complementarios, en el júbilo y en la obediencia voluntaria a jerarquías legítimas. Los metaxu, entonces, son bienes, realidades temporales, formas de vida social donde la necesidad -elmal- no impide el desarrollo del alma.
Weil pensaba, además, que en cualquier dominio de la realidad los contrarios tienen su unidad y alcanzan el equilibrio. Por ejemplo: el punto de unidad entre trabajo intelectual y trabajo manual es la contemplación, algo que ya no es trabajo. En consecuencia, la validez del pensamiento humano reside en reconocer la complementariedad de los opuestos como fuente de armonía y de la satisfacción de las necesidades terrenales del cuerpo y del alma.
El cuerpo humano necesita alimento, calor, sueño, higiene, reposo, ejercicio y aire puro. No obstante, a raíz de su interés por la vida de los obreros industriales -y de su propia experiencia cuando trabajó en algunas fábricas en París, entre diciembre de 1934 y agosto de 1935-, Simone Weil inquirió sobre las necesidades del alma. En efecto, en el artículo publicado en 1938 titulado A propósito del sindicalismo «único», «apolítico», «obligatorio», se preguntó cuáles eran y si podían ser satisfechas en medio de la opresión del trabajo fabril, donde las personas padecen la triple desdicha del aburrimiento -inducido por la extrema obediencia que impide disponer del propio tiempo-, de no poseer nada y del sentimiento constante de la humillación.
Finalmente, en 1943 definió las necesidades del alma como la exigencia de armonía entre lo individual y lo social. Así, el alma humana necesita igualdad y jerarquía; obediencia voluntaria y libertad; verdad y libertad de expresión; soledad y vida social; propiedad personal y colectiva; castigo y honor; trabajo en tareas colectivas e iniciativa personal; seguridad y riesgo; y, sobre todo, exige arraigo, echar raíces, sentir que forma parte del orden del universo.
De esta manera, entonces, confinar el mal, limitar la necesidad, supone:
a. que las jerarquías sean legítimas, en referencia a una escala de responsabilidades y ajenas a las que se derivan del poder político y económico. La forma general de obediencia en la sociedad moderna es a la autoridad del Estado, conformado comúnmente por jerarquías legales ilegítimas impuestas por la potestad del dinero y el proselitismo de los partidos políticos; b. que todos los miembros de una comunidad tengan acceso al conocimiento, para evitar la mentira, la propaganda y la manipulación; c. que haya múltiples posibilidades de elegir, para impedir la formación de monopolios radicales y erradicar la ley en la sociedad opresora en relación con la conversión de los medios en fines; d. que las personas puedan participar en tareas colectivas que satisfagan la necesidad humana de ser y sentirse útil, hoy día sujeta a la incorporación al mercado de trabajo, fuera del cual el individuo sufre graves consecuencias materiales y emocionales. Es imposible una transformación integral de la sociedad sin una auténtica revolución en las condiciones del trabajo, incluyendo sus móviles que se reducen al salario y al temor al despido. Para Simone Weil, la solución consistiría en conciliar las necesidades de los trabajadores y las de la producción que no coinciden, dado que la respuesta radica en la vida moderna en eliminar alguna de las dos: «disipar el velo que pone el dinero entre el trabajador y el trabajo», subrayó. e. seguridad que proporcione protección ante cualquier tipo de violencia; f. propiedad colectiva que ofrece sentido de pertenencia a un grupo social. Según Weil, además, una sociedad que impide la propiedad personal es tan perversa como la esclavitud. Sostuvo, asimismo, que no hay nada tan poderoso en el ser humano como la necesidad de apropiarse por el pensamiento los lugares y los objetos entre los que transcurre su vida: el sentimiento de propiedad del que está sediento el corazón de una persona; a tal punto que concibió la sociedad perfecta como aquella que, mediante la propiedad jurídica y otros medios, es capaz de proporcionar ese sentimiento a todos sus miembros; g. garantizar el arraigo: participar en una red de vínculos sociales definida por elementos comunes en relación con la cultura, la lengua, el pasado y las perspectivas de futuro. Es criminal todo lo que desarraigue a un individuo, como la destrucción del pasado, la guerra, la dominación económica, la opresión del trabajo asalariado o la educación cuando tergiversa la realidad y la historia y siembra en las personas la indiferencia hacia la justicia, la verdad y el bien. Para Weil, el objetivo de la educación debería ser la formación de la atención, principalmente de aquella que denominó atención intuitiva: «la única facultad del alma que da acceso a Dios»; es decir, un modo de atención superior al que razona, origen del arte, de los verdaderos descubrimientos científicos, de la filosofía que proporciona sabiduría, del amor al prójimo y de la conciencia de la verdad sobrenatural. Así, evaluó como un gran aporte a la humanidad el desarrollo de un método que permitiera a los jóvenes evocar el orden divino del universo, mientras resuelven un problema de geometría o traducen un texto en latín.
La noción de necesidades terrenales del cuerpo y del alma conduce, en fin, a afrontar el problema de la democracia. La verdadera democracia, afirmó Weil, no la conocemos, porque en la sociedad moderna es prisionera del derecho y de la reivindicación: prisionera de la necesidad, del Estado y de la arbitrariedad de jerarquías ilegítimas. Es un fin, no un medio, puesto que los partidos políticos tienen el monopolio de la participación política de los ciudadanos.
Según Weil, por tanto, cualquier transformación implicaría en primer término la eliminación de los partidos políticos: maquinarias para la fabricación de fanatismos y de pasión colectiva mediante la propaganda, al servicio exclusivo de su propio fortalecimiento que han convertido el bien público en una ficción; argumentos todos que desarrolló magistralmente en el ensayo que escribió en Londres entre diciembre de 1942 y abril de 1943, titulado Nota sobre la supresión general de los partidos políticos.
Una verdadera democracia establecería, pues, la designación de hombres y mujeres cuya jerarquía legítima emanara del prestigio adquirido en sus comunidades. Una democracia legítima, como la define Sylvia Valls, que impulsaría, por un lado, el ejercicio de una nueva ciudadanía en función de las obligaciones hacia la creación de medios para la satisfacción de las necesidades humanas y, por otro, que permitiría establecer la importante diferencia entre el concepto de nación identificada con el Estado y aquellas relaciones concretas con una ciudad, una localidad o un territorio. Es decir, una democracia que reconozca la posibilidad de considerar la nación no en términos de gobiernos nacionales, sino como identidades integradas a partir de la lengua, la cultura y los territorios compartidos: una democracia que garantice el arraigo.
Definición que consiste, indudablemente, en situar las necesidades terrenales del cuerpo y del alma en el centro de la vida social y de la cultura.
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METAXU: Dice Alain Birou: «Este adverbio griego expresa justamente lo que está en el intervalo, un entre-dos. Va a designar, para Simone Weil, esas realidades temporales y humanas que permiten y sostienen la satisfacción de las necesidades fundamentales del ser humano en el mundo [las del cuerpo y las del alma] (…): son los puentes. Esos intermediarios para una marcha ascendente (…) son realidades socio-culturales asumidas, vividas, amadas y queridas (…). Entre los metaxu, la patria tiene un lugar privilegiado. Es a la vez un espacio amado de habitación y memoria, un medio de reconocimiento, una cultura interiorizada y la tierra de nuestros padres. Se opone al Estado frío, autarquía centralizadora y remota (…)». En La gravedad y la gracia, Weil elaboró la siguiente definición: «Los metaxu son las regiones del bien y del mal. No hay que privar a ningún ser humano de sus metaxu (hogar, patria, tradiciones, cultura, etc.) que dan calor y nutren el alma y sin los cuales una vida humana no es posible».
Mailer Mattié es escritora, andina, vecina de Madrid y ajena desde hace varios años, por convicción, al mundo académico y universitario. Trabaja en estrecha colaboración con el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México en el estudio y difusión de su pensamiento, legado invalorable para comprender la sociedad contemporánea y promover la creación de medios para transformar la realidad social. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid. Su último libro, escrito junto a Sylvia María Valls, es «Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social», editado por La Caída con la colaboración del CEPRID. Disponible en librerías y en [email protected] y [email protected]
Texto de la disertación ofrecida en la librería Enclave de Libros de Madrid el 27 de marzo de 2014, en ocasión de la presentación del libro de Mailer Mattié y Sylvia Valls: Las necesidades terrenales del cuerpo y del alma. Inspiración práctica de la vida social en el marco de la conmemoración del 105 aniversario del nacimiento de Simone Weil.