El uso de la expresión «víctimas colaterales», por frío y áspero que este eufemismo pueda parecer, es ya hoy habitual en casi todos los medios de comunicación. Se utiliza para referirse a quienes han padecido los efectos de un conflicto armado y que poco o nada tenían que ver con los bandos que en él […]
El uso de la expresión «víctimas colaterales», por frío y áspero que este eufemismo pueda parecer, es ya hoy habitual en casi todos los medios de comunicación. Se utiliza para referirse a quienes han padecido los efectos de un conflicto armado y que poco o nada tenían que ver con los bandos que en él combatían. Son los niños que mueren cuando Israel efectúa una operación de las que denomina «ataque selectivo», para asesinar a algún presunto dirigente terrorista, y sus misiles aire-tierra se equivocan de objetivo o, aun sin equivocarse, ocurre que esos niños estaban jugando junto a la vivienda designada para ser destruida. Son también los campesinos afganos que durante la festiva ceremonia de una boda tribal son confundidos con talibanes y atacados sin miramientos desde el aire por alguno de esos aviones no tripulados de las fuerzas armadas de EEUU, controlado a distancia desde una pantalla de ordenador. Raro es el día en que la prensa no recoge algún incidente de este tipo.
Sin embargo, si por víctimas colaterales entendemos, en un sentido más amplio, todas aquellas personas que sufren las consecuencias no previstas ni deseadas en una guerra, el colectivo afectado se amplía considerablemente pues llega a incluir a los mismos protagonistas de las guerras: los soldados que en ellas combaten.
Un informe hecho público por el Ministerio de Defensa británico acaba de revelar que las tropas de este país desplegadas en Iraq y en Afganistán tienen una mayor probabilidad de sufrir las consecuencias del uso abusivo de bebidas alcohólicas. Un miembro del Instituto de Psiquiatría del Kings College londinense declaró: «El 20% de incremento en el abuso alcohólico entre [las citadas tropas] no existía en 2005 [fecha del anterior informe]». Se sospecha, además, que la acentuada y constante preocupación por los efectos psicológicos que la guerra produce en los soldados que regresan del teatro de operaciones -el llamado «síndrome de estrés postraumático»- ha hecho olvidar en cierta medida la preexistencia y la constancia del abuso de bebidas alcohólicas por los combatientes. La organización benéfica Combat Stress también ha alertado sobre el preocupante aumento del alcoholismo y exige que se tomen medidas urgentes al respecto.
No hay nada nuevo en la ya vieja vinculación entre el alcohol y el combate. Sea porque la bebida ayuda a dominar el miedo y la tensión (lo que expresado en términos de psicología científica quiere decir que genera el necesario «aislamiento alcohólico» frente a la dura realidad de la guerra), o sea, dicho de modo más prosaico, porque bebiendo se soportan mejor las habituales y frustrantes horas de ocio y espera, propias de la actividad militar, lo cierto es que en todos los ejércitos del mundo el alcoholismo puede llegar a ser un serio problema para la adecuada gestión y administración del personal combatiente.
A un militar español, que como joven teniente había participado en las operaciones militares de España en Marruecos en los años veinte del pasado siglo, le preguntaron qué nombre creía él que la Historia daría a aquella guerra, al estilo de «la guerra del opio» o «la guerra de Cuba», denominaciones entonces comunes en las conversaciones populares. Lo pensó un momento y respondió con cierta socarronería: «La guerra del alcohol, blasfemias y alpargatas». Si los dos últimos términos de su personal apreciación eran propios de nuestras tropas coloniales, reconocidamente malhabladas y peor equipadas para afrontar las duras condiciones de la guerra en el Rif, el primero se ve que es de aplicación universal en el tiempo y en el espacio. Sin saberlo, estaba añadiendo un eslabón más al uso del alcohol en las guerras que, como nos recuerda el historiador británico John Keegan, ha sido «una práctica universal allí donde hubiera disponibilidad de vino o licores», desde la falange griega del siglo VII a.C. hasta los marines del XXI.
Las especialidades psicológicas aplicadas han progresado mucho desde que los hoplitas griegos brindaban a sus dioses con vino antes de empeñarse en la sangrienta batalla cuerpo a cuerpo, propia de la falange. Hoy prestan sus servicios con eficacia para ayudar a la recuperación de los que han vivido de cerca el horror de la guerra, la lejanía de la familia y la incertidumbre de la muerte que les acecha.
La guerra sigue siendo una experiencia capaz de agotar los recursos mentales de quienes se sumergen en ella. En último término, sus efectos colaterales llegan a alcanzar a toda la humanidad, aunque a veces pasen desapercibidos. Nadie está libre de ellos: «Nada humano me es ajeno», nos dejó escrito Publio Terencio en el siglo II a.C., aunque en el mundo en que nos ha tocado vivir, donde la solidaridad no es virtud muy apreciada, cuesta entender el sentido de esta expresión.
Fuente:http://www.javierortiz.net/voz/piris/las-otras-victimas-colaterales