No hay, hoy, nada que festejar. Ni menos aún que compartir. Sería hipócrita no decirlo. Hay que admitirlo. Con angustia. Pero también con ese poco de respeto que aún merece la verdad: el 25 de abril se ha convertido en «tierra de nadie». Lugar huero de nuestra consciencia colectiva, si cualquiera puede invitar a quien […]
No hay, hoy, nada que festejar. Ni menos aún que compartir. Sería hipócrita no decirlo.
Hay que admitirlo. Con angustia. Pero también con ese poco de respeto que aún merece la verdad: el 25 de abril se ha convertido en «tierra de nadie». Lugar huero de nuestra consciencia colectiva, si cualquiera puede invitar a quien le antoje, hasta a los peores enemigos de nuestra democracia y a los más encallecidos difamadores de nuestra Resistencia. Y si cualquiera puede hacer y decir en él lo que acomode: usarlo como tribuna para proclamar la equivalencia entre los partisanos que combatieron por la libertad y los de la República de Salò que se batían con los alemanes para sofocar la libertad, como va repitiendo por ahí el actual ministro de defensa. O para «denunciar» -tras haber desertado de esta fecha por años- la «usurpación» de la izquierda, que se la habría apropiado indebidamente, según dice el no menos grotesco que trágico actual presidente del Consejo.
O aun -en apariencia, la actitud más noble; en realidad, la más ambigua, pero también la más difusa- para volver a proponer la eterna retórica de la «memoria compartida»: aquella que en nombre de una Unidad de la Nación impelida hasta los estratos precordiales del alma, hasta al sentimiento íntimo, querría cancelar -«remover» incluso, como en las peores patologías psíquicas- el hecho, «escandaloso», de que entonces, en aquel 25 de abril, pero también en las durísimas décadas que lo precedieron y prepararon, se enfrentaran dos Italias marcadas por intereses y pasiones encontrados, por valores y disvalores antagónicos. Dos modos radicalmente pugnaces de considerarse italianos.
Por una parte, una Italia, al principio espantosamente minoritaria, superviviente en los talleres de algunas fábricas, en los barrios obreros de las grandes ciudades, a lo largo de los caminos sufridos en el exilio, en las cárceles y en las islas de confinamiento (aquellas de las que el «premier» habla como de lugares de vacación): una Italia invisible, hecha de herejes incorregibles, de enterquecidos críticos pase lo que pase, también cuando las muchedumbres que aplaudían parecían quitarles la razón, de gente dispuesta a «no amoldarse», incluso cuando el «pueblo» estaba de parte del déspota, de «insatisfechos» con la retórica del régimen, también cuando las legiones marchaban por las vías del Imperio… Y por otra parte, la Italia del eterno aplauso al patrón, de las muchedumbres oceánicas, de los embriagados por el mito de la fuerza y del éxito, de los fieles al culto del jefe. La Italia «viejísima y siempre nueva de los pícaros y de los siervos satisfechos», como escribiera Norberto Bobbio: quienes consideran a la crítica un pecado contra el espíritu de la Nación, y la discusión, un lujo superfluo.
Venció la primera: el 25 de abril sanciona precisamente aquella inesperada, imposible victoria. Y venciendo, terminó por rescatar a todos, permitiendo incluso, con aquella victoria suya con tanto sufrimiento lograda, que la otra Italia se camuflara, sin que se le pidieran cuentas, sin que pagara, como seguramente habría merecido, por los crímenes y los yerros cometidos. Mas no desapareció con eso el dualismo: quedó, con todo, una Italia identificada con la Resistencia, y otra que la soportó y la albergó de mala gana. Una empeñada en continuar la obra de saneamiento contra aquella expresión de la «autobiografía de la nación» que ha sido el fascismo; y otra que, bajo cuerda, ha seguido reconociéndose en aquella autobiografía. Una Italia que estaba (hasta ayer, públicamente) con sus partisanos, y otra que seguía (hasta ayer, privadamente) desconfiando de ellos, si no a llorar por el fin de un impresentable pasado propio.
Ahora, esta «segunda Italia» (hasta ayer forzadamente escondida, al menos en el día del aniversario) ha vuelto a levantar cabeza. Se ha expandido por el espacio público, hasta ocuparlo mayoritariamente. Y ha invertido la relación. La autobiografía de la nación ha vuelto al poder. No sólo ha tomado públicamente la palabra, sino que ha empezado otra vez a dictar el orden del discurso. A proceder a la narración pública de nuestro «nosotros». Todo el frustrado debate de estos días sobre el nuevo significado del 25 de abril gira en torno a la insignia de esta exigencia de «recomposición» de las fracturas que, fingiendo «celebrar» los hechos de entonces, en realidad los neutraliza y los ofende. Es más: invierte radicalmente su significado.
Hemos dejado atrás un mes en el que hemos asistido a una clamorosa tentativa de imponer, con la lógica de la emergencia, un clima asfixiante de rechazo de la crítica y de exaltación del culto al jefe; en el que el sistema de información ha llegado a embarazosas cotas de servilismo; en el que la oposición, reducida a fantasma, no ha hecho sino balbucear, si no adaptarse. ¿Cómo no ver que estas llamadas a la «memoria compartida», en este contexto, son otros tantos apoyos a aquella exigencia de unanimidad que está detrás de toda lógica de régimen? ¿Cómo no ver que responde a aquella sorda exigencia de acallar las diferencias y las disonancias que constituyó el verdadero «mal obscuro» de nuestras peores vicisitudes nacionales?
Por eso -por todo eso-, por vez primera en los sesenta y cuatro años que nos separan del acontecimiento que debería celebrarse, las calles aparecen como perdidas. Ya no nos encontramos en ellas como en casa, no tanto y no sólo porque nuestros adversarios hayan prevalecido (eso ocurrió también en 1994, y el 25 de abril salimos a la calle, ¡y cómo!). Sino porque una de las dos Italias, la que había llenado esas calles y plazas como lugares de democracia esforzadamente presidiada, ya no existe. Su voz ha ido debilitándose hasta el silencio: por olvido de las propias raíces, incertidumbre respecto de las propis razones, pereza mental… Por ignorancia de los hombres y fragilidad del pensamiento. No iremos al mar, hoy. Esto no. Pero sí a la montaña, a la que idealmente habría que regresar porque el aire es allí más fino, y favorece la reflexión y el pensamiento. Sobre el mundo nuevo que a duras comprendemos. Y sobre nosotros, que andamos extraviados. Hay perentoria necesidad.
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Marco Revelli , antiguo militante del autonomismo obrero italiano y celebrado estudioso del fordismo y el postfordismo, es profesor de ciencia política en la Universidad de Turín. Sus dos últimos libros más debatidos son La sinistra sociale (una investigación muy importante sobre el tránsito del capitalismo fordista al postfordista y la evolución de las bases sociales de la izquierda) y Más allá del siglo XX (traducido al castellano y publicado por la editorial El Viejo Topo, Barcelona, 2003).
Traducción para www.sinpermiso.info : Leonor Març