Las migraciones son parte de la historia de la humanidad. Gracias a los procesos migratorios se han conformado civilizaciones, imperios, y nos hemos enriquecido con el pluralismo que posee cada cultura en la construcción de las sociedades. Pareciera ser que el afán de búsqueda, descubrimiento y conquista es innato en el ser humano. Los estudios […]
Las migraciones son parte de la historia de la humanidad. Gracias a los procesos migratorios se han conformado civilizaciones, imperios, y nos hemos enriquecido con el pluralismo que posee cada cultura en la construcción de las sociedades. Pareciera ser que el afán de búsqueda, descubrimiento y conquista es innato en el ser humano. Los estudios de la variación genética humana también insinúan que África fue el origen ancestral de todos los humanos modernos, y que el homo sapiens sapiens habría emigrado desde ahí hacia toda la faz de la tierra.
La búsqueda por mejores condiciones de vida es lo que se presume, habría permitido a los asiáticos emigrar a América a través del Estrecho de Bering evitando fallecer congelados durante la última glaciación, y sería lo que por lo tanto, ha permitido la sobrevivencia de la raza humana. No nos basta además con haber conquistado todos los continentes del globo, el humano de hoy busca vida en cualquier planeta de la vía láctea con el fin de asegurar nuestra trascendencia.
No obstante, las tensiones propias de la globalización son las que han favorecido e incrementado desde antes de la Primera Guerra Mundial, el flujo masivo o parcial de personas, el cual debido a una mediocre pre visualización del conflicto en Medio Oriente, se ha tornado en los últimos casos, inmanejable.
La desterritorialización es también inherente a nuestro modelo actual de desarrollo y donde existe, por lo tanto, gran responsabilidad de la gobernanza mundial en la aceptación, promoción y búsqueda de garantías y acuerdos entre los estados con respecto al fenómeno migratorio.
Los condicionantes estructurales son el motivo real que presiona a miles de familias a abandonar su lugar de origen en la búsqueda de mejores condiciones de vida, en el mejor de los casos, o en la búsqueda por la sobrevivencia para quienes huyen de guerras prefabricadas, en otros. ¿Existe ética entonces al impedir, limitar o establecer cuotas de visado del flujo migratorio?
La inmigración adquiere una connotación peyorativa cuando le atribuímos el carácter de intruso y entendemos al migrante como el sujeto que intenta «cosechar y aprovecharse de lo que tanto nos ha costado construir» (Trump, 2015). La inmigración nos parece nociva cuando estereotipamos al inmigrante como el individuo incapaz de responsabilizarse por la situación político-económica de su país, y que por el contrario, opta por establecerse bajo un sistema de protección social ya garantizado.
La inmigración transita junto a la discriminación. Entonces, ¿se emigra realmente por placer? ¿Es sencillo renunciar a una identidad y desempeñar oficios no cualificados sin importar el nivel educacional de origen? ¿Es atractivo el riesgo que implica cruzar fronteras a través de la ilegalidad? ¿Le es sencillo al inmigrante adaptarse y ser integrado a la nueva sociedad? ¿Por qué abandonar lo conocido por una expectativa?
Así como nadie escoge su color de piel ni la situación económica con la que nacerá, es comprensible entender que tampoco nadie puede escoger el territorio ni la nación donde crecerá. Nuestro origen es, por lo tanto, aleatorio, y nuestro único espacio de decisión es respecto a la ciudadanía a la que podemos o no optar.
Para muchos, la arquitectura de la sociedad planetaria (globalizada) encuentra en las migraciones la única posibilidad de huir de la pobreza extrema, la represión de las dictaduras, o la violencia de las guerras. Guerras en las que por cierto, Occidente tiene significativa responsabilidad.
Hay un interés del migrante por desplazarse desde una situación material comparativamente más desventajosa, hacia una más beneficiosa. Entender que en la mayoría de los casos los traslados no se realizan por causales individuales ni por gusto, sino que por necesidad es vital al momento de atribuirle legitimidad al efecto migratorio.
Asumir todos los costos que implica renunciar al origen por la expectativa de una vida mejor tanto para un ciudadano como para su descendencia debe ser entendido y respaldado como una opción genuina por todos los actores que conforman el sistema internacional, más aún, cuando la vida de las personas depende de la decisión de migrar. En definitiva, «las causas de la migración no sólo tienen explicación en un nivel psicosocial, donde se coloca al individuo como el principal actor de la decisión de migrar y relegando a un plano secundario el papel de las circunstancias estructurales responsables del cambio social» (Herrera, La perspectiva teórica en el estudio de las migraciones, Siglo XIX Editores, México, 2006).
Debemos acabar con la concepción de la alteridad cultural occidental con respecto al Oriente o de la supremacía del hemisferio norte con respecto a la del hemisferio sur. Existe el paradigma de que todo lo foráneo (sureño u oriental) es negativo y de que lo extranjero no tiene nada que aportar, cuando lo cierto es que el desarrollo no es lineal, ya que la historia de la humanidad no se inicia con un solo conflicto universal que va desde la barbarie hasta la civilización, donde Occidente es la vanguardia y el resto del mundo, trás error y aprendizaje, acabarán alcanzando cada una de las etapas que los países desarrollados ya han vivido. Cada civilización se desarrolla y responde a un entorno y a una sabiduría particular atendiendo a un determinado momento histórico, a su entorno y a sus condiciones materiales.
Sobran ejemplos respecto a la construcción de la alteridad ideológica de una nación, raza o cultura con respecto a otras. El apartheid africano fue un caso emblemático de naturalización del racismo a través de un completo sistema institucional de reproducción de la inferioridad, donde la población negra era necesaria para ocupar la posición de servidumbre de la población blanca privilegiada. Algo similar, pero aún más catastrófico, sucede con la política sionista del gobierno de Israel, donde a través de un proceso sostenido y sistemático de inferiorización se intenta despojar de la condición humana a la población palestina. La lógica de fomento a la islamofobia y las direccionadas campañas mediáticas de desprestigio de la población árabe, así como la construcción de un muro de segregación racial en la Jerusalén ocupada, son muestras del intento por destruir la imagen y acabar con la presencia de población árabe sólo por el hecho de pertenecer a una construcción cultural distinta.
El aumento de la riqueza en escala global se ha conjugado con un aumento de la desigualdad. Es decir, la riqueza ha aumentado pero sólo para un grupo de la población, sin poder distribuirla, aunque sea de forma indirecta, al resto de los habitantes del globo.
En el contexto actual, la abismal inequidad en la distribución de los recursos se ha tornado uno de los principales problemas a resolver para la gobernanza global y con razón, ya que según cifras de la ONG OXFAM [Gobernar para las élites, secuestro democrático y desigualdad económica, Informe n° 178, año 2014] hasta el año 2013, el 1% más rico era dueño del 48% de la riqueza del mundo. Y las estadísticas indican una expectativa aún más grave: en el 2016 ese 1% tendrá más del 50% y en el 2019 más del 54%. Si desagregamos las cifras se observa una intensificación en las asimetrías ya que, según estadísticas de la misma organización, en el 2013 el 20% del 99% concentraba el 46.5 % de ese restante 52, al tiempo que las ochenta personas más ricas del planeta poseen actualmente lo mismo que los 3,600 millones de personas más pobres.
Esta evidente desigualdad económica entre la calidad de vida que poseen los habitantes de una nación, con los de otra, invita a la legitima decisión de traslado. Gracias a la globalización y el Internet, los medios de comunicación y la publicidad de revistas de lujo que representan el buen vivir de los residentes de los países desarrollados, son un gancho y un atractivo permanente para las millones de familias que día a día buscan superar la pobreza.
La medida más eficaz para detener los flujos actuales de migraciones es por lo tanto, asumir y enfocarnos en resolver las inequidades económicas no sólo al interior de las naciones, sino entre ellas y los continentes. Cambiar la estructura financiera y económica que tiene como principal externalidad negativa la expulsión de la población, debe ser una tarea primordial para evitar que el proceso migratorio masivo se consolide como estampidas humanas incontrolables.
Suavizar los marcados roles de las economías en la estructura productiva global implica generar una discusión productiva y exportadora de largo plazo que permita aminorar la dependencia de los países periféricos frente a las del centro, limitar la vulnerabilidad de estas economías frente a los shocks de los términos de intercambio y evitar, así, hipotecar las necesidades de nuestras futuras generaciones ante los vaivenes en los precios del los commodities, tal como lo está experimentando Latinoamérica en este escenario posterior a la crisis de las hipotecas (subprime).
Gabriela Riveros Medina es economista, egresada de la Universidad de Santiago de Chile.
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