Científicos, ecologistas, organizaciones internacionales, con medios muy precisos para detectar lo que está ocurriendo en el planeta, nos vienen avisando desde hace décadas de que ya «hemos traspasado la línea roja» y que la humanidad está seriamente amenazada por una industria monstruosa que no deja de vomitar veneno en el aire y el mar, lo […]
Científicos, ecologistas, organizaciones internacionales, con medios muy precisos para detectar lo que está ocurriendo en el planeta, nos vienen avisando desde hace décadas de que ya «hemos traspasado la línea roja» y que la humanidad está seriamente amenazada por una industria monstruosa que no deja de vomitar veneno en el aire y el mar, lo que deja por doquier testimonios aterradores.
He constatado esa «maldición» en China y en Corea, países donde he residido. En el gigante asiático, donde se explotan decenas de miles de minas de carbón (origen de muchas fortunas) se han destruido en un tiempo récord extensiones de bosques que superan en dos o tres veces la superficie del Reino Unido. La primera consecuencia de «esa salvajada» ha sido la rápida desaparición de millones de árboles que formaban formidables muros de contención en los márgenes de los ríos Yangtsé (6.400 kms.) y Amarillo (5.464 kms.) Esa tala masiva provocó inundaciones bíblicas que dejaron decenas de miles de muertos o damnificados (1).
Esos bosques frenaban también las tormentas de arena que se originan todos los años en los desiertos de Mongolia, cuyos efectos golpean hoy día toda la península coreana. Cuando el polvo llega a Seúl es normal ver a innúmeros surcoreanos taparse la nariz y la boca con mascarillas quirúrgicas, al igual que hacían los estudiantes en la época de la dictadura militar para protegerse de los gases lacrimógenos que les lanzaba la policía.
Esos desastres forman parte de una larga lista de fenómenos concatenados que se extienden como la peste por todo el mundo: Desde la Patagonia al corazón de África, desde el sur de España a la Amazonía brasileña, desde India y Pakistán al Golfo Pérsico. «El humo» de las fábricas y de «las salas de máquinas,» muchas de ellas manipuladas por robots, se paga con agujeros en la capa de ozono que dan a luz muerte.
Y, a pesar de la evidencia, los gobiernos (que se siguen rigiendo por la ley de la oferta y la demanda) son incapaces de decir ¡Basta! Disertan sobre auténticas memeces, como el inquilino de la Casa Blanca, y no se atreven p. ej. a decretar, sin titubeos, la prohibición inmediata del uso de bolsas y botellas de plástico -que forman «arrecifes dantescos» en el vientre marino- y sustituir su empleo por materiales benignos y reciclables, lo que no debiera considerarse una utopía juvenil de los movimientos ante «establishment».
La enfermedad del progreso material descontrolado exigirá, pronto o tarde, la amputación de «alguna zona del planeta» para que los seres humanos puedan sobrevivir, aunque sea con máscaras de oxígeno.
Una vez analizada la información recabada por los científicos, es fácil llegar a la conclusión de que las próximas migraciones -como nunca se han visto antes- estarán provocadas, en un futuro no muy lejano, por el Cambio Climático. Nuestros descendientes verán, si la inteligencia no ilumina las mentes de nuestros timoneles, cómo naciones enteras se desplazan a «lugares más habitables».
No creo que sea fiable al cien por ciento un estudio publicado recientemente por The Breakthrough National Center For Climate Restoration (TBNCCR, siglas en inglés) que advierte de que, si no hay cambios radicales en nuestros modelos de producción, en el año 2050, aproximadamente, la humanidad «podría entrar en su etapa final».
Dicha institución australiana hace un llamamiento urgente a un cambio y renovación del «sistema industrial global» que conduzca a un modelo de «emisiones cero de gases de efecto invernadero».
Es evidente que la vida inteligente está en riesgo y que el ser humano debe poner límites a la conquista del bienestar, al precio que sea, de «los más privilegiados».
El aumento de las temperaturas, lo que antes se notaba en siglos, se puede ahora filmar a cámara lenta. En términos cósmicos, «nos quedan varios segundos de vida» si no paramos los pies a «esos demonios» que anteponen el desarrollo material y el enriquecimiento rápido al respeto de la especie humana y a su madre: La Tierra.
En los próximos diez años se prevé un crecimiento de la temperatura del planeta de 1,6 grados. Los expertos señalan que los niveles de Dióxido de Carbono (C02) podrían alcanzar en pocas décadas la cifra de 437 partes por millón (p.p.m.), lo que no ocurría en la Tierra desde hace veinte millones de años.
Todo lo anterior apunta a conflictos por controlar los recursos del planeta (ya lo estamos viendo en muchos lugares construidos sobre océanos de petróleo). Ahora sólo hablamos de «guerra comercial». Los Hunos dicen que «esa batalla» la está ganando EEUU, los Otros que China, el Gran Dragón, acabará llevándose el gato al agua. Y, quedándonos en la superficie, en enfrentamientos ideológicos cada vez más falsos, no vemos lo profundo: los efectos devastadores que provoca la adoración del Becerro de Oro.
¿Qué pueden hacer los pueblos del mundo para frenar a sus dirigentes, a esos que sólo actúan cuando las manos invisibles de los mercaderes les dan cuerda? ¿A esos que penalizan el uso de la energía solar p. ej. en vez de premiar «a esos pioneros» para que todo el mundo les imite, sobre todo en países donde Elios es generoso y puede dar calor, sin contaminar, a la mayoría de la población? Sólo queda una opción: Rebelión.
Los jefes del siglo XXI tienen ojos de águila para analizar los altibajos de la Bolsa y las ondulaciones de las mareas de los pueblos para captar sus votos o «un like» en Facebook, pero están ciegos para ver lo que ocurre a la vuelta de la esquina, allí donde Shiva se prepara para iniciar su danza destructora.
-1- De eso informé como corresponsal de EFE en China (1997-2003).
http://m.nilo-homerico.es/reciente-publicacion/
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