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Las razones del retraso de la reforma islámica

Fuentes: payvand.com

Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza

El reciente caos geopolítico en el mundo árabe musulmán y la consiguiente proliferación de movimientos radicales y organizaciones como Al Qaida y el Estado islámico parecen haber proporcionado abundante material incendiario para la fábrica propagandística de los defensores de la teoría del «choque de civilizaciones», según la cual la raíz de los conflictos en el mundo musulmán debe buscarse en el propio islam y su supuesta «incompatibilidad» con la modernización y los valores occidentales [1].

En lugar de referirse a los ataques terroristas de Charlie Hebdo o del 11-S como delitos de asesinato en masa, los defensores de esta funesta teoría no pueden resistirse a la tentación de denominarlos actos de «guerra contra nuestra forma de vida» [2].

Aunque cuestionable, esta explicación del terrorismo y la simultánea justificación de la guerra y el militarismo albergan un elemento de verosimilitud peligrosamente engañoso: una vez que los ciudadanos están convencidos de que «el islam o los hostiles e incorregibles islamistas van a ahogar nuestra civilización», la guerra preventiva puede ser considerada como la respuesta lógica. El peligro aumenta porque esta explicación del terrorismo tiene el efecto de la profecía autocumplida.

Estos razonamientos tienden a sembrar las semillas del odio y la ignorancia y sirven para envenenar las relaciones internacionales, pero no resisten la prueba de la historia. La historia de las relaciones entre el mundo occidental moderno y el mundo musulmán muestra que, contrariamente a la imagen distorsionada popular, desde los primeros contactos con el capitalismo occidental hace más de 200 años hasta el último tercio del siglo XX, los musulmanes fueron bastante receptivos a los modelos económicos y políticos del mundo moderno.

Durante ese periodo de más de siglo y medio, la mayoría de la elite política y/o de los líderes nacionales vieron el auge de Occidente y la extensión de la modernidad occidental hacia sus territorios como una evolución histórica inevitable que les desafiaría a elaborar sus propios programas de reforma y desarrollo. La elite política, los intelectuales y los jefes de gobierno no fueron los únicos que entendieron la reforma y la modernización como el camino del futuro, también lo vieron así muchos líderes y eruditos islámicos, conocidos como «modernizadores islámicos» [3].

Solo después de más de un siglo y medio de afán imperialista y de una serie de políticas humillantes impuestas en la región, las masas populares del mundo musulmán se volvieron hacia la religión y los líderes religiosos conservadores como una fuente de rebeldía, movilización y respeto por sí mismos. Este pasado histórico indica que para muchos musulmanes el reciente giro hacia la religión a menudo representa no tanto el rechazo de los valores y logros occidentales como su manera de resistir o desafiar las alianzas y políticas opresivas de las potencias occidentales en el mundo musulmán. También indica que las razones del retraso y descarrilamiento de las transiciones históricas en el mundo musulmán, es decir, de una reforma islámica, tienen más que ver con las políticas de las potencias occidentales en la región que con la supuesta rigidez del islam o «el choque de civilizaciones».

Primeras respuestas a los desafíos del mundo moderno

Los primeros modernizadores del mundo musulmán no solo abrazaron la tecnología occidental, sino que además acogieron sus instituciones civiles y estatales, su forma de gobierno representativa y sus derechos legales y constitucionales. Por ejemplo, los intelectuales iraníes Mulkum Khan (1833-1908) y Agha Khan Kermani (1853-1896) instaron a los iraníes a adquirir una educación occidental y reemplazar la sharia (el código jurídico religioso) por un código jurídico secular. Los líderes políticos laicos que compartían esa opinión unieron sus fuerzas con los líderes religiosos más liberales en la Revolución constitucional de 1906, y obligaron a la dinastía Qajar a establecer una constitución moderna, a limitar los poderes de la monarquía y a otorgar a los iraníes representación parlamentaria [4].

Incluso hubo algunos sultanes otomanos que apostaron por modelos occidentales de industrialización y modernización. Por ejemplo, el sultán Mahmud II «había iniciado las reformas denominadas tanzimat (regulaciones), en 1826, por las que se abolían los jenízaros [fanáticos cuerpos de elite del ejército otomano], se modernizaba el ejército y se introducían algunas de las nuevas tecnologías». En 1839 el sultán Abdulhamid «promulgó el edicto de Gülhane, que hacía su gobierno dependiente de un acuerdo contractual con sus súbditos y anunciaba una importante reforma de las instituciones del imperio» [5].

Más radicales, no obstante, fueron los programas de modernización y secularización de los conocidos modernizadores egipcios Mehmet Alí (1769-1849) y su nieto Ismail Bajá (1803-1895). Estaban tan impresionados por los espectaculares logros de Occidente que se embarcaron en programas modernizadores vertiginosos para tratar de alcanzar en décadas lo que al mundo occidental le había costado siglos: «Para secularizar el país, Mehmet Alí simplemente confiscó gran parte de las propiedades religiosas y marginó sistemáticamente a los ulemas [autoridades religiosas], despojándolos de cualquier vestigio de poder» [6].

Enfrentados a las terribles condiciones de subdesarrollo y a la humillante e imparable dominación extranjera, estos líderes nacionales modernizadores vieron las reformas como la manera de salir del subdesarrollo y sacudirse el yugo de la dominación extranjera.

Tanto los intelectuales laicos como la elite política y los dirigentes gubernamentales, así como muchos líderes y eruditos islámicos, conocidos como «modernizadores islámicos», consideraron la modernización el camino del futuro. Con todo, aunque los programas y las políticas reformistas de los dirigentes políticos nacionales a menudo incluían la secularización, al menos de manera implícita, los modernizadores fueron bastante eclécticos: pretendían adoptar aquello que había hecho fuerte a Occidente, incluyendo el constitucionalismo y los gobiernos representativos, pero conservando sus identidades culturales y nacionales y manteniendo los principios y valores islámicos como fundamento moral de la sociedad. Entre estos modernizadores se encontraban por ejemplo Jamal al-Din al-Afghani (1838-1897), Muhammad Abduh (1849-1905), Qasim Amin (1863-1908) y Shaikh Muhammad Hussain Naini en Egipto e Irán y Sayyid Ahmad Khan (1817-1898) y Muhammad Iqbal (1875-1938) en la India.

Sin lugar a dudas hubo resistencia al cambio. Pero, en líneas generales, los reformadores nacionalistas consiguieron promover vigorosos programas de cambio social, económico y político en muchos países musulmanes. John Esposito, uno de los principales expertos en estudios islámicos en los Estados Unidos, describe así la disposición inicial de los responsables políticos y económicos del mundo musulmán hacia el mundo moderno occidental:

«Tanto las elites nativas, que condujeron los programas de desarrollo gubernamentales en los nuevos estados musulmanes emergentes, como sus patrocinadores y asesores extranjeros, tenían orientación y educación occidental. Todos se basaron en el supuesto que identificaba modernización con occidentalización. El objetivo claro y la premisa del desarrollo era que todos los días y en todos los sentidos las cosas se volvieran más modernas (es decir, occidentales y seculares), desde la ciudades, los edificios, las burocracias, las empresas y las escuelas hasta la política y la cultura. Aunque algunos advirtieron de la necesidad de ser selectivos, la dirección y el ritmo de cambio deseados eran inconfundibles» [7].

Reformas distorsionadas, desbaratadas y retrasadas

La resistencia al cambio no se limita a los musulmanes o al mundo musulmán; el cambio casi siempre genera resistencia. De hecho, la resistencia que durante cerca de 400 años opuso la Iglesia católica a la transformación capitalista en Europa fue incluso más traumática que la del mundo musulmán. El penoso esfuerzo de la transición trajo consigo una mayor agitación social que la observada en el contexto del mundo musulmán. Mientras que la Iglesia de la Edad Media condenaba la idea misma de ganancia, la búsqueda de ésta y la acumulación de propiedades son consideradas aspiraciones nobles en el islam.

Quienes se oponían a la transición capitalista en Europa no solo procesaron (y casi colgaron) a Robert Keane por haber obtenido un beneficio del 6% sobre su inversión y «prohibieron a los mercaderes transportar fardos desagradables a la vista» de sus mercancías, sino que además «pelearon por el privilegio de seguir los pasos de sus padres» [8]. Como señala Karen Amstrong, autora de varios libros académicos sobre fundamentalismo religioso, durante los casi cuatro siglos de transición, la población occidental a menudo «sufrió […] revoluciones sangrientas, reinados del terror, genocidio, violentas guerras de religión, el expolio del campo, grandes levantamientos sociales, la explotación en las fábricas, malestar espiritual y una anomia profunda en las nuevas megaciudades» [9].

De las sociedades musulmanas, como de las sociedades menos desarrolladas en otros lugares, se espera que por su propia voluntad, u obligadas por los imperativos del mercado mundial, recorran en un periodo de tiempo mucho más corto el camino que a Occidente le tomó cerca de cuatrocientos años. Además los esfuerzos que requiere la transición en el caso de estos países en desarrollo (con respecto a los que se desarrollaron tempranamente en Occidente) se ven a menudo afectados por la intervención extranjera y la presión exterior del imperialismo/colonialismo. Esta última no solo incluye el uso de la fuerza militar directa, sino también la presión encubierta y progresiva ejercida por las mucho más sutiles fuerzas del mercado y sus agentes, como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio y las agencias de calificación crediticia como Standard & Poor’s y Moody’s.

Pese a su turbulencia, el doloroso proceso de transición al capitalismo en Occidente fue en gran medida un proceso interno; no se puede culpar a ninguna fuerza o injerencia exterior de su dureza. Poco a poco y de mala gana se aceptó el sufrimiento de las transiciones como fatalidad histórica. Pero no ocurrió lo mismo en el caso de los países en desarrollo. Aquí los dolorosos aspectos del cambio y la transición son percibidos a veces como el efecto producido por modelos extranjeros o programas imperialistas y no como necesidades históricas. En consecuencia, a menudo se culpa de la agonía del cambio (sobre todo por parte de los conservadores que defienden el statu quo) a las fuerzas y potencias exteriores: colonialismo, imperialismo y (actualmente) neoliberalismo.

La propia intervención extranjera, que advierte y refuerza esas percepciones ha tenido por lo tanto el efecto de retardar o retrasar el proceso de reforma en el mundo musulmán. La intervención exterior a menudo beneficia a los elementos conservadores y oscurantistas, expertos en presentar su oposición innata al cambio como una lucha contra la intrusión extranjera, reforzando así la resistencia a la reforma, sobre todo a la reforma religiosa. Hoy, por ejemplo, las intervenciones de Estados Unidos y Europa en los asuntos internos de numerosos países como Egipto, Pakistán, Irán, Arabia Saudita, Kuwait, Irak, Siria, Libia, Jordania, Turquía y Nigeria, en vez de facilitar el proceso de reforma o apoyar a las fuerzas del cambio en esos países, lo que están haciendo es perjudicar a dichas fuerzas y retrasar la reforma beneficiando a sus oponentes conservadores y fortaleciendo la resistencia.

Al contrario de la creciente influencia política de los «islamistas radicales» en estos últimos años/décadas, los círculos radicales de los periodos tempranos no tuvieron excesivo poder sobre la dirección de las economías y políticas nacionales. Su oposición a los valores e influencias occidentales solía adoptar la forma de «rechazo o elusión» pasiva [10]. Simplemente se negaron a cooperar o tratar con las potencias coloniales y sus instituciones (como los sistemas escolares occidentales modernos), las cuales se iban extendiendo en su entorno: «No intentaron asumir el control político directo sino que se sirvieron de su posición para conservar la tradición lo mejor que pudieron bajo las condiciones rápidamente cambiantes de entonces». Y aunque «siguieron siendo un factor importante por su capacidad de influir en la opinión pública […] básicamente utilizaron su posición para promover la obediencia a los gobernantes» [11].

En la medida en que las figuras o grupos islamistas conservadores se oponían activamente a las políticas de cambio, los intentos oscurantistas casi siempre fueron derrotados, coaccionados o cooptados por los líderes nacionalistas laicos modernizadores, reformistas o revolucionarios. De modo que en todos los movimientos sociales más importantes de los primeros dos tercios del siglo XX (es decir, los movimientos de liberación nacional, antiimperial, anticolonial y los subsiguientes movimientos de reforma radical de carácter «no capitalista» u «orientados al socialismo» de las décadas de los 50 y los 60), el liderazgo nacional y los programas de desarrollo económico estuvieron en manos de los nacionalistas seculares.

Esos programas se crearon siguiendo el modelo de desarrollo económico estadounidense, como en el caso del Sah de Irán y el rey de Jordania, o bien el modelo soviético de «desarrollo no capitalista», como por ejemplo en Egipto en la época de Nasser. Si bien ahora, visto en retrospectiva, es relativamente fácil darse cuenta de las carencias y las deficiencias de esos programas de desarrollo, en su momento prometían sacar a sus respectivas sociedades de la situación de dependencia, pobreza y subdesarrollo.

Como queda dicho, durante los primeros dos tercios del siglo XX, mientras las esperanzas y aspiraciones alentadas por ellos se mantuvieron vivas, la llamada de las promesas vagas de una «alternativa islámica» no fue lo suficiente fuerte para desafiar a los gobiernos de los líderes nacionalistas seculares y sus programas de desarrollo.

Sin embargo hacia finales de los 60 y principios de los 70 se vio claro que los programas de desarrollo e industrialización patrocinados en gran medida por Estados Unidos en los países musulmanes (y en otros menos desarrollados) eran muy selectivos, muy desiguales y tenían en cuenta, principalmente, los intereses de las compañías transnacionales y los de sus socios en los países anfitriones. Todos los factores y las circunstancias favorables que habían alimentado hasta entonces los sueños de progreso económico, derechos democráticos y soberanía política parecían irreales y decepcionantes. Y cuando esas esperanzas y esos sueños se volvieron amargos, las promesas de una «alternativa islámica» empezaron a resultar atractivas, de ahí el resurgimiento del «islam político» a partir de los años 70 del siglo pasado.

Resumiendo, la evidencia histórica desmiente la afirmación según la cual el islam y/o el mundo musulmán son inherentemente incompatibles con la modernización y rebate, por tanto, que el auge de la militancia islámica en estas últimas décadas y las reacciones violentas como los ataques terroristas del 11-S y Charlie Hebdo sean fundamentalmente manifestaciones del «choque de civilizaciones». Un análisis exhaustivo de las primeras respuestas del mundo musulmán a los desafíos del Occidente moderno revela que, a pesar de la resistencia esporádica, la política general fue la de avanzar en la dirección de la reforma y la adaptación. La política de adaptación y apertura se mantuvo desde los primeros contactos del mundo musulmán con el mundo moderno, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, hasta aproximadamente el último tercio del siglo XX. La reciente resistencia hacia los valores occidentales y la búsqueda de una vuelta al ethos islámico -y el consiguiente retraso de la reforma islámica- tienen más que ver, por tanto, con el resultado de las políticas intervencionistas de las potencias occidentales en el ámbito de la geopolítica que con la supuesta rigidez del islam.

 

Notas 

[1] Samuel Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order (Nueva York: Touchstone Books, 1997); Bernard, Lewis, What Went Wrong: Western Impact and Middle Eastern Response (Nueva York y Oxford: Oxford University Press, 2001).

[2] Este ensayo se basa en gran medida en el Capítulo 5 de mi libro The Political Economy of U.S. Militarism (Palgrave-Macmillan 2007).

[3] John O. Voll, Islam: Continuity and Change in the Modern World , 2ª ed. (Syracuse: Syracuse University Press, 1994).

[4] Karen Armstrong, Islam: A Short History (Nueva York: The Modern Library, 2000).

[5] Ibid., p. 150.

[6] Ibid., pp. 150-51.

[7] John Esposito, The Islamic Threat (Nueva York: Oxford University Press, 1992), p. 9.

[8] Robert Heilbroner, The Worldly Philosophers (Nueva York: Simon and Schuster, 1972), p. 35.

[9] Armstrong, Islam: A Short History (supra cit.) p. 145.

[10] Wu Guying, «Middle East: The Roots of Conflict,» Asia Times (22 de noviembre de 2002): http://www.atimes.com/atimes/Middle_East/DK22Ak05.html.

[11] John O. Voll, Islam: Continuity and Change in the Modern World (supra cit.), p. 94.  

 

Ismael Hossein-zadeh es profesor emérito de Economía (Drake University). Autor de  Beyond Mainstream Explanations of the Financial Crisis   (Routledge, 2014),  The Political Economy of U.S. Militarism   (Palgrave-Macmillan, 2007) y  Soviet Non-capitalist Development: The Case of Nasser’s Egypt   (Praeger Publishers, 1989). Ha colaborado además en Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion   (AK Press, 2012) .

Fuente: http://www.payvand.com/news/15/feb/1047.html