Derri Los últimos meses de Jacques Derrida (Argelia, 15/7/1930 –Francia, 9/10/2004) fueron angustiosos, no solamente por la enfermedad que lo mataría el último fin de semana, sino por comprobar cómo el horror se iba instalando en un mundo que creyó mucho más humano. Hablamos de un autor que escribió más de 40 obras, que compartió […]
Los últimos meses de Jacques Derrida (Argelia, 15/7/1930 –Francia, 9/10/2004) fueron angustiosos, no solamente por la enfermedad que lo mataría el último fin de semana, sino por comprobar cómo el horror se iba instalando en un mundo que creyó mucho más humano.
Hablamos de un autor que escribió más de 40 obras, que compartió la actividad con los pensadores más prominentes de la escena intelectual francesa de la segunda mitad del siglo pasado, que abarcó e integró la filosofía, la literatura, el psicoanálisis, la arquitectura, la semiótica, el cine, y que tuvo conciencia del papel de los medios masivos de difusión como caja de resonancia de sus teorías y posiciones, la más difundida de todas la de la deconstrucción, que cuestionó aspectos medulares del sistema de pensamiento dominante desde la modernidad en Occidente, e influyó notablemente en determinadas expresiones literarias y artísticas.
Quizá muchos de los que rindan un culto ciego a su teoría de la deconstrucción, indudablemente útil y enriquecedora siempre que se le someta a un análisis riguroso y decantador, y lo proclamen acríticamente como uno de los gurúes de la postmodernidad, ignoren la faceta eminentemente ética de este pensador francés, atribulado por los más recientes acontecimientos de la escena mundial.
Hombre que en el pensamiento y la acción se identificó con la izquierda, pero que rehén de una tradición liberal mantenida a ultranza, había confundido en los 70 la necesidad de luchar contra dogmas filosóficos, desmanes burocráticos y perversiones autoritarias que minaron la práctica socialista europea con la abjuración de los ímpetus revolucionarios. La evolución de las relaciones políticas internacionales después de la desaparición de la Unión Soviética y la restauración capitalista en Europa oriental le dejaron un amargo sabor de boca y un prurito en la conciencia. Las agresiones norteamericanas a Afganistán y a Iraq colmaron sus resquemores y le hicieron reflexionar públicamente.
Hace unos meses en Le Monde Diplomatique escribió: «Estados Unidos se cree en condiciones de denunciar las violaciones al derecho, su incumplimiento, las perversiones y los desvíos cometidos por cualquier rogue state (estado canalla). Estados Unidos, ese país que se considera garante del derecho internacional, impulsa la guerra, efectúa operaciones de policía o de mantenimiento de la paz porque posee la fuerza para hacerlo. Estados Unidos y los Estados aliados en estas acciones son ellos mismos, en cuanto soberanos, los primeros rogue states«.
La mayor lucidez de su análisis radicó en el rastreo de esa actitud imperial más allá de su acentuamiento en la era de George W. Bush. Al respecto recordó: «Clinton, al asumir el poder, inauguraba la política de represalias y de sanciones contra los Estados canallas, declarando con respecto a las Naciones Unidas que su país haría el uso que considerase más apropiado del artículo excepcional (el artículo 51) y que, textualmente, Estados Unidos actuará de modo multilateral dentro de lo posible, de modo unilateral si hace falta». Derrida veía con horror cómo Estados Unidos estaba listo para intervenir militarmente contra los llamados Estados canallas, «en forma unilateral (por ende, sin el acuerdo previo de la ONU o del Consejo de Seguridad), cada vez que sus intereses vitales estuvieran en juego, intereses vitales a los que describía, textualmente, cómo garantizar acceso ilimitado a mercados clave, abastecimientos de energía, y recursos estratégicos, y todo aquello que fuera determinado como interés vital por una jurisdicción interna. Bastaría, pues, que en el interior de Estados Unidos y sin consultar a nadie, los estadounidenses consideraran que su interés vital lo requiere, para que Estados Unidos encontrara una razón, una buena razón, para atacar, desestabilizar o destruir cualquier Estado cuya política fuese contraria a dicho interés. Para justificar esta unilateralidad soberana, este no compartir soberanía, esta violación de la institución supuestamente democrática y normal de las Naciones Unidas, para dar una razón a esta razón del más fuerte, era necesario entonces decretar que ese Estado considerado agresor o una amenaza, actuaba como Estado canalla».
Siguiendo con el juego de palabras para definir una ominosa realidad, suscribió el neologismo canallocracia para referirse a las actuales elites dominantes, y deploró la sumisión de algunos estados de Europa y la impotencia de las clases políticas de otros ante los dictados de Washington.
Entre las intervenciones públicas de Derrida durante la última década, hallé en la chilena Revista de Crítica Cultural, que dirigía Nelly Richard, la transcripción de un debate sostenido por el filósofo francés con colegas del país austral. Allí, con una honestidad intelectual admirable, él, que nunca se reconoció marxista, admitió la validez del marxismo como herramienta para el análisis y la transformación de la realidad: «He escrito Espectros de Marx, un libro afirmativo que saluda a Marx y a los que todavía militan en su nombre… Creo que la responsabilidad del pensamiento critico consiste también en calcular una justa irrupción: debemos decir lo que se cree que no debe decirse. Hoy el discurso dominante en el mundo entero nos dice que el marxismo ha muerto y que el comunismo quedó enterrado. Precisamente porque nunca fui un militante marxista, en un período en el que era muy tentador serlo, y porque me resistí a su ortodoxia, hoy creo urgente oponer una voz discordante frente al actual consenso sobre el capitalismo de libre mercado y la democracia parlamentaria. Lo hago, por supuesto, a mi manera, y esa manera consiste en analizar, en Espectros de Marx, el duelo político que habla a través del actual discurso antimarxista, un discurso maniaco-triunfante, como diría Freud, que canta victoria demasiado fuerte. Es un canto que hace ruido para acallar la inquietud, la angustia que surge al descubrir que no todo va tan bien en el supuesto triunfo. (…) Mi libro es un saludo al Marx de ayer y de mañana, y es también su deconstrucción. La deconstrucción es heredera de uno de los espíritus de Marx».