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Lecciones de arte cavernícola

Fuentes: CTXT

En un mundo inhóspito las pinturas rupestres servían para enseñar el valor de la cooperación entre hombres, mujeres y niños, esencial para la supervivencia

  

Interior de la cueva de Lascaux, Francia. BAYES AHMED

 

En 1940 cuatro adolescentes pegaron un salto, casi literal, desde la Francia ocupada por los nazis hasta el Paleolítico. Según cuenta la historia, aunque existen numerosas versiones de la misma, estaban dando un paseo por el bosque a las afueras de la ciudad de Montignac, cuando el perro que les acompañaba desapareció de forma repentina. Tras una apresurada búsqueda, descubrieron que su compañero había caído por un orificio que había en la tierra y, sin dudarlo (imitando a Tintín, con el que seguramente estaban familiarizados), los chicos realizaron el peligroso descenso de 15 metros para rescatarlo. Encontraron al perro y muchas cosas más, sobre todo en las posteriores visitas que iluminaron con lámparas de parafina. El agujero daba a una cueva, cuyas paredes y techo estaban cubiertas con dibujos en llamativos colores de animales totalmente desconocidos para el departamento de Dordoña del siglo XX (bisontes, uros y leones). Uno de los chicos, un aprendiz de mecánico, después contó que, sorprendidos y eufóricos, comenzaron a dar saltos por la cueva como «una panda de salvajes haciendo bailes de guerra»; otro de ellos recordaba que los animales pintados parecían moverse a la trémula luz de su lámpara; «estábamos completamente locos», comentó todavía otro, aunque la concentración de dióxido de carbono en una cueva con poca ventilación podría haber tenido algo que ver en todo eso.

Se han encontrado cuevas con pinturas rupestres en todos los continentes excepto en la Antártida, solo en Europa hay al menos 350

Se trataba de la famosa cueva de Lascaux, imán para los turistas, que finalmente tuvo que cerrar sus puertas para que las respiraciones de estos últimos no arruinaran las pinturas. Hoy día, casi un siglo después, sabemos que Lascaux forma parte de un fenómeno global, que en un principio se denominó «cuevas decoradas». Se han encontrado en todos los continentes excepto en la Antártida (solo en Europa hay al menos 350, gracias a la abundancia de cuevas en los Pirineos), y los descubrimientos más recientes han tenido lugar en Borneo (2018) y los Balcanes (abril de 2019). Misteriosamente, dadas las distancias que las separan, todas estas cuevas están adornadas con «decoraciones» similares: manos humanas impresas o estarcidas, diseños abstractos elaborados con puntos y líneas cruzadas y animales de gran tamaño, tanto carnívoros como herbívoros, la mayoría de los cuales ya están extintos. No todas estas imágenes aparecen en cada una de las cuevas decoradas y algunas solo contienen huellas de manos o megafauna. Los paleoarqueólogos deducen que las pinturas las realizaron nuestros antepasados lejanos, aunque las cuevas no contienen representación alguna de humanos pintando nada. 

Sin embargo, sí hay dibujadas unas criaturas similares a humanos o lo que los arqueólogos prudentemente llaman «humanoides», en referencia a las figuras bípedas de trazos simples que se pueden encontrar en ocasiones en los márgenes de los paneles que contienen las formas animales. Los animales no humanos están dibujados con un detallismo casi sobrenatural en la cara y los músculos, pero, sin duda para decepción de los turistas, los humanoides dibujados en las cuevas no tienen rostro.

Este aspecto me sorprendió con una intensidad inesperada, lógicamente como consecuencia de mi propia situación histórica particular casi 20.000 años después de la creación de las pinturas rupestres en cuestión. La era de los selfis comenzó aproximadamente en 2002, en la que todo el mundo parecía estar fascinado con su autorretrato electrónico (con o sin ropa, natural o artificial, de fiesta o pensativo) y estaba decidido a difundirlo lo máximo posible. Luego en 2016, Estados Unidos se hizo con un presidente del que lo más amable que se puede decir es que es un narcisista. Esta manera de definir una afección psicológica es algo torpe, lo reconozco, pero apta para un hombre tan infatuado con su propia imagen que ha decorado sus propios palos de golf con portadas falsas de la revista Time en las que aparece él. Sumado a todo esto, nuestro propio planeta nos ha hecho llegar una carta de desalojo: las regiones polares se están convirtiendo en materia derretida. Los habitantes del hemisferio sur están dirigiéndose hacia el norte en búsqueda de climas más acogedores para los cultivos. En julio del año pasado, la temperatura de París alcanzó la cifra récord de 42 °C.

Se podría decir que mi repentina obsesión con el arte rupestre palidecía en comparación con el descenso de los chicos desde la Francia ocupada hasta la cueva de Lascaux. Algunos artículos del New York Times apremiaban por aquel entonces a los afligidos lectores a refugiarse en medidas de «cuidado personal» como la meditación, las caminatas por la naturaleza y los masajes, pero nada de eso me llamaba mucho la atención. En su lugar, hacía pausas intermitentes de lo que arrogantemente llamábamos «la resistencia» para meterme de lleno en el estudio de la paleoarqueología. En mi caso, no se trataba solo de escapar, terminé entusiasmándome con nuestros antepasados, comparativamente libres de ego, que hicieron todo lo posible, y más, por crear un arte de lo más impresionante del mundo, y ni siquiera se molestaron en firmarlo.

Uro muerde a hombre

El arte rupestre causó una profunda impresión en los observadores del siglo XX, incluidos los jóvenes descubridores de Lascaux, al menos uno de los cuales acampó en el orificio que daba a la cueva durante el invierno de 1940-41 para protegerlo de posibles actos vandálicos y quizá de los alemanes. Otros visitantes más ilustres experimentaron reacciones similares. En 1928, el crítico y artista Amédée Ozenfant escribió sobre los dibujos que había en las cuevas de Les Eyzies: «¡Oh, esas manos! ¡Esas siluetas de manos, esparcidas y estarcidas en un color ocre tierra! Vaya a verlas. Le prometo que sentirá una emoción más intensa de lo que jamás haya experimentado». También atribuyó a los artistas paleolíticos haber inspirado el arte moderno y, hasta cierto punto, así era. Jackson Pollock les homenajeó dejando huellas de manos en el extremo superior de al menos dos de sus obras. Según se dice, Pablo Picasso visitó las famosas cuevas de Altamira antes de huir de España en 1934, y salió diciendo: «Después de Altamira, todo es decadencia».

Como es lógico, el arte rupestre también suscitó la pregunta que plantean todas las producciones artísticas realmente fascinantes: «¿Pero qué significa?» ¿Quién era su público destinatario y qué se supone que tenía que obtener de eso? Los chicos descubridores de Lascaux fueron a preguntarle a uno de sus maestros, que persuadió a Henri Breuil, un cura lo suficientemente familiarizado con todo lo prehistórico como para que se le conociera como «el papa de la prehistoria». Como era previsible, el cura ofreció una interpretación «mágico-religiosa», donde el prefijo «mágico» funcionaba como insulto para distinguir las creencias paleolíticas, cualesquiera que hubieran sido, del monoteísmo reinante en el mundo moderno. En un sentido más práctico, sugirió que supuestamente los animales pintados servían para atraer de forma mágica a los verdaderos animales que representaban, para que les fuera más fácil a los humanos cazarlos y comerlos.

Los creadores del arte de Lascaux comían renos, no los herbívoros que estaban dibujados en la cueva, que habrían sido difíciles de cazar para unos humanos armados solo con lanzas con punta de piedra

Desafortunadamente para su teoría, resulta que los animales en los muros de las cuevas no eran lo que los artistas acostumbraban a servir para la cena. Por ejemplo, los creadores del arte de Lascaux comían renos, no los mucho más formidables herbívoros que estaban dibujados en la cueva, que habrían sido difíciles de cazar para unos humanos armados solo con lanzas con punta de piedra sin que los animales les pisotearan. Hoy en día, muchos académicos responden a la pregunta del significado con lo que constituye en realidad un cierto ademán de indiferencia: «Puede que nunca lo sepamos».

Si la más pura curiosidad, del tipo que empujó a los descubridores de Lascaux, no basta para motivar una búsqueda de mejores respuestas, hay una parábola que nos tiende la mano desde la cueva de Lascaux: poco después del descubrimiento, el único niño judío del grupo fue detenido y enviado, junto con sus padres, a un centro de detención que servía como parada antes de seguir hacia Buchenwald. Milagrosamente, la Cruz Roja francesa lo rescató y escapó del cautiverio, siendo quizá la única persona del planeta que había sido testigo no solo del infierno del siglo XX, sino de los vestigios artísticos de la época paleolítica. Esta última no dejaba entrever ningún atisbo de ese paraíso terrenal que les gusta imaginar a los paleófilos cetogénicos, según el cual nuestros antepasados lejanos se pasaban el día holgazaneando, inventando melodías de baile y mordisqueando huesos ungulados. Como sabemos por los registros arqueológicos, era una época de relativa paz entre los humanos. No cabe duda de que existían los homicidios y las tensiones entre las diversas comunidades humanas, y también en el interior de las mismas, pero todavía faltaban unos 10.000 años para que se inventara la guerra como actividad colectiva organizada. El arte rupestre hace pensar que hubo una vez en que los humanos tenían cosas mejores que hacer para pasar el tiempo.

Si eran humanos, y la galería mundial de arte rupestre conocido ofrece tan pocas imágenes de figuras humanas ramiformes o bípedas de cualquier tipo que no se puede estar completamente segura, y si los pintores del paleolítico podían crear unos animales tan perfectamente naturales, ¿por qué no dejarnos echar un vistazo a los pintores mismos? Casi tan extraño como la ausencia de imágenes humanas en las cuevas es el bajo nivel de interés científico que despierta su falta. En su libro, ¿Qué es el arte paleolítico? , el paleoarqueólogo mundialmente conocido Jean Clottes dedica solo un par de páginas al asunto, y concluye que: «El papel fundamental que representaron los animales explica sin duda el reducido número de representaciones de seres humanos que existe. En el mundo paleolítico, los humanos no ocupaban el centro de la escena». Un documento publicado, por extraño que parezca, por los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, expresa su perplejidad hacia la omisión de representaciones naturales de humanos, y lo atribuye a la «fascinación inexplicable [de los pueblos paleolíticos] por la fauna salvaje» (pero vamos, que tampoco es que hubiera animales no salvajes en aquella época).

La megafauna en nuestro mundo está tan agotada que es difícil imaginar lo numerosos que en una época fueron los grandes mamíferos

La marginalidad de las figuras humanas en el arte rupestre sugiere que, al menos desde la perspectiva humana, el drama central del paleolítico tenía lugar entre las diversas megafaunas existentes (carnívoros y grandes herbívoros). La megafauna en nuestro mundo está tan agotada que es difícil imaginar lo numerosos que en una época fueron los grandes mamíferos. Hasta los herbívoros podían suponer un riesgo para los humanos; si la mitología nos aporta alguna pista, pensemos en el búfalo demonio que mató la diosa hindú Durga, o en el Minotauro mitad hombre, mitad toro de Creta, que solo podía ser dominado si se le encerraba en un laberinto que, casualmente, era una especie de cueva. Igual que unos herbívoros potencialmente comestibles como los uros (ganado gigante actualmente extinto) podían ser peligrosos, los mortíferos carnívoros, sin ser conscientes de ello también podían ser útiles para los humanos y sus similares, por ejemplo, dejando una presa a medio comer que los humanos podían terminar. El paisaje paleolítico ofrecía la posibilidad de observar una gran cantidad de grandes animales y muchas razones para mantener una estrecha vigilancia sobre ellos. Algunos podían comerse (después, por ejemplo, de que un grupo de humanos le acorralara y le tendiera una trampa), pero muchos otros se comerían sin dudarlo a los humanos.

Sin embargo, a pesar de las relaciones complicadas y amenazantes que existían entre los humanos del paleolítico y la megafauna que ocupaba una gran parte de su entorno, los académicos del siglo XX solían afirmar que el arte rupestre era una prueba del triunfo inapelable de nuestra especie. Representaba un «enorme símbolo espiritual», declaró un aclamado historiador del arte, él mismo un prófugo del nazismo, de una época en la que «el hombre acababa de abandonar una existencia meramente zoológica, en la que en lugar de ser dominado por los animales, comenzó a dominarlos». Pero las figuras ramiformes que se encontraron en las cuevas de Lascaux y Chauvet no proyectan triunfo. Según nuestros estándares actuales, son demasiado modestos y, en comparación con los animales que aparecen representados en torno a ellos, patéticamente débiles. Si estas criaturas sin rostro hubieran estado realmente disfrutando de su triunfo, lógicamente, no habría forma de saberlo.

Cabezas de chorlito

Lo que nos queda es una tenue pista de la sensación que tenían los artistas rupestres acerca de su estatus en el universo paleolítico. Mientas que los arqueólogos del siglo XX solían solemnizar el arte prehistórico como «mágico-religioso» o «chamánico», los observadores actuales, más laicos, detectan en ocasiones trazas de una simple y llana estupidez. Por ejemplo, si consideramos otra época y superficie artística, el arte rupestre mesolítico de la India presenta muy pocas figuras humanas ramiformes, y las que aparecen han sido descritas por los observadores modernos como «cómicas», «animalizadas» y «grotescas». Consideremos también la famosa imagen del «hombre pájaro» de Lascaux, en la que la figura ramiforme con una larga y estrecha erección cae de espaldas cuando se le acerca un bisonte. Según la descripción de Joseph Campbell, que interviene desde el paradigma mágico-religioso:

Un bisonte de gran tamaño, eviscerado por una lanza que atraviesa su ano y surge de su órgano sexual, se encuentra frente a un hombre postrado. Este último (la única figura toscamente dibujada y la única figura humana de la cueva) está absorto en un trance chamánico. Lleva puesta una máscara de pájaro; su falo, erecto, apunta hacia el toro perforado; un palo arrojadizo yace en el suelo a sus pies; y a su lado hay una vara o un cayado, en cuyo extremo aparece la imagen de un pájaro. Y luego, detrás de este chamán postrado, se encuentra un gran rinoceronte, que parece estar defecando a medida que se aleja.

Saquemos las palabras «chamán» y «chamánico» y lo que queda es una descripción básica, muy básica, de la interacción entre un humanoide y dos animales muchos más grandes y poderosos. ¿Está, el humanoide, en trance o momentáneamente abrumado por la fuerza y belleza de los otros animales? Y, de todos modos, ¿qué lo habilita como chamán, el motivo del pájaro que los paleontólogos asociaban automáticamente, apoyándose en los estudios de culturas siberianas extintas, con el chamanismo? De igual forma, una figura bípeda con cabeza de venado, que se encontró en la cueva Trois Frères de Francia, recibe el calificativo de chamánica, lo que la convierte en una especie de sacerdote/isa, aunque objetivamente hablando también podría ser un gorro de fiesta. Como escribió Judith Thurman en el ensayo que inspiró la película de Werner Herzog, La cueva de los sueños olvidados : «Los artistas del paleolítico, a pesar de su afición por el naturalismo, muy pocas veces elegían pintar seres humanos, y cuando lo hacían era con una tosquedad que dejaba un aroma a burla».

Pero, ¿de quién se burlan, si no es de ellos mismos y, por extensión, de sus descendientes lejanos, que somos nosotros? Lógicamente, nuestras reacciones frente al arte del paleolítico podrían no tener ninguna relación con las intenciones o sentimientos de los artistas. No obstante, hay motivos para pensar que los pueblos del paleolítico tenían un sentido del humor que no era muy distinto del nuestro. Al fin y al cabo, parecemos compartir una sensibilidad estética con ellos, como evidencian las reacciones modernas frente a los magníficos animales dibujados del paleolítico. Como posibles bromas, existe el informe que publicó un geólogo en 2018 sobre una serie de huellas fosilizadas que se descubrieron en Nuevo México. Son las huellas de un perezoso gigante, que contienen en su interior unas huellas humanas más pequeñas, lo que sugiere que los humanos estaban haciendo coincidir de forma intencionada la zancada del perezoso con las suyas y siguiéndolo de cerca. ¿Una práctica de caza? O, como sugirió un escritor científico en The Atlantic , ¿acaso las huellas superpuestas tienen «casi algo de lúdico», que podría indicar un montón de niños molestando a los perezosos por diversión?».

Y luego está el misterio de las venus explosivas, en las que nos encontramos una vez más la delgada línea entre lo religioso («mágico», naturalmente) y lo ridículo. En la década de 1920, en lo que ahora es la República Checa, los arqueólogos descubrieron el yacimiento de un taller de cerámica paleolítico que parecía especializarse en pequeñas figuras de animales cuidadosamente elaboradas y también, enigmáticamente, en mujeres gordas con grandes pechos y nalgas (aunque, en consonancia con la moda de la época, sin rostro). Se trataba de las «venus», que originalmente se pensó que serían «símbolos de fertilidad» o ejemplos de pornografía paleolítica. Pero para consternación de generaciones de investigadores, los restos de las figuras femeninas y animales tan cuidadosamente elaboradas estaban compuestos casi por completo de fragmentos. ¿Un trabajo artesanal deficiente, quizá? ¿Un horno sobrecalentado? Después, en 1989, un ingenioso equipo de arqueólogos descifró que la arcilla que se había utilizado para elaborar las figuritas había sido tratada a propósito para que explotara cuando se lanzaba en una hoguera, y ocurriera lo que un historiador del arte denominó un ruidoso (y alguien podría pensar, peligroso) espectáculo «pirotécnico paleolítico». Esto, concluyó el inquietante relato del Washington Post, es «el primer indicio de que el hombre creaba imágenes solo para destruirlas después».

Un ingenioso equipo de arqueólogos descifró que la arcilla que se había utilizado para elaborar las figuritas había sido tratada a propósito para que explotara cuando se lanzaba en una hoguera

O podríamos examinar el comportamiento de los humanos de la Edad de Piedra, que no es en absoluto un modelo fiable del comportamiento de nuestros antepasados lejanos, pero que sí podría ofrecer pistas sobre sus capacidades cómicas. Los psiquiatras evolutivos señalan que los antropólogos que entraron en contacto con pueblos anteriormente aislados, como por ejemplo los aborígenes australianos del siglo XIX, descubrieron que gastaban bromas que eran comprensibles hasta para los antropólogos. Asimismo, los antropólogos nos informan de que muchos de los grupos cazadores recolectores son «profundamente igualitarios», y utilizan el humor para subyugar el ego de cualquiera que se pase de la raya:

Es cierto, cuando un joven mata mucha carne termina creyéndose un jefe o un gran hombre, y piensa que los demás somos sus siervos o subalternos. Esto es inaceptable. Rechazamos a los que presumen, pues algún día su orgullo hará que maten a alguien. Por eso siempre decimos que su carne carece de valor. Así sosegamos su corazón y lo hacemos más humilde.

Algunos cazadores afortunados no esperan a que los ridiculicen y tan pronto como llegan al campamento base comienzan a menospreciar la carne que han conseguido. En el contexto de un grupo humano estrechamente unido, burlarse de sí mismo puede servir como herramienta de autoprotección.

En el paleolítico, los humanos se preocupaban menos por las opiniones de sus congéneres que por las acciones e intenciones de la mucho más numerosa megafauna a su alrededor. ¿Se detendría una manada de bisontes en un abrevadero concreto? ¿Sería seguro para los humanos acercarse a los restos de bisonte que dejara un león cuando terminara de comer? Esa cierta burla que parece ser común a todo el arte rupestre podría tener su origen en una acertada percepción del lugar que ocupan los humanos en el mundo. Nuestros antepasados ocupaban un lugar insignificante en la cadena alimenticia, al menos en comparación con la megafauna, pero al mismo tiempo eran capaces de comprender y representar lo insignificantes que eran. Sabían que eran carne, carne que podía pensar. Y eso, si lo piensas lo suficiente, es hasta gracioso.

Ojos sin rostro

Los humanos del paleolítico eran sin duda capaces de dibujar humanos más realistas que simples figuras ramiformes: figuras humanas con rostros, músculos y curvas formadas por el embarazo o la gordura. Los azulejos que se han encontrado en el suelo de la cueva de La Marche en Francia tienen diferentes rostros grabados, algunos rematados con gorros, y han sido fechados entre 14.000 y 15.000 años atrás. Un rostro femenino solemne y extrañamente triangular tallado en marfil se encontró en el siglo XIX en Francia y hace poco la datación determinó que tenía 24.000 años de antigüedad. Y luego están las anteriormente mencionadas figuritas de «venus» que se encontraron esparcidas por toda Eurasia y que datan más o menos de la misma fecha. Pero todos estos pedazos de creaciones artísticas son pequeños y por lo que parece estaban pensados para ser transportados, como amuletos quizá, mientras que evidentemente con el arte rupestre no sucede lo mismo: el arte rupestre se queda en las cuevas.

¿Qué tienen de especial las cuevas? La atracción por las cuevas en tanto que talleres y galerías de arte no surge porque a los artistas les resultaran prácticas. De hecho, no existen pruebas de una presencia humana continuada en las cuevas decoradas, y menos aún en los recovecos más profundos y de difícil acceso reservados para las pinturas más espectaculares.

Los artistas rupestres no deben confundirse con «cavernícolas», ni tampoco necesitamos suponer ninguna afinidad especial de los humanos por las cuevas, puesto que el arte que contienen llegó hasta nosotros mediante un sencillo proceso de selección natural: el arte al aire libre, como por ejemplo las figuritas y las rocas pintadas, está expuesto a los elementos y, por tanto, no es probable que pudiera durar decenas de miles de años. Los humanos del paleolítico parecen haber pintado todo tipo de superficies, incluido el cuero obtenido de los animales, así como sus propios cuerpos y caras, con los mismos tonos ocre que utilizaban en las paredes de las cuevas. La diferencia es que los dibujos de las paredes de las cuevas estaban lo suficientemente bien protegidos de la lluvia, el viento y los cambios climáticos como para sobrevivir durante decenas de milenios. Si algo tenían de especial las cuevas, era su rol como depósitos ideales para el almacenamiento. «Las cuevas», según explica la paleoarqueóloga April Nowell , «son pequeños y curiosos microcosmos que protegen la pintura».

Si los dibujantes de Lascaux eran conscientes de las propiedades conservadoras de las cuevas, ¿acaso anticipaban futuras visitas al mismo lugar, ya fueran propias o ajenas?

Si los dibujantes de Lascaux eran conscientes de las propiedades conservadoras de las cuevas, ¿acaso anticipaban futuras visitas al mismo lugar, ya fueran propias o ajenas? Antes de la intromisión de la civilización en otros territorios, los cazadores recolectores eran pueblos «no sedentarios», lo que significa que eran eternos nómadas. Se desplazaban siguiendo las migraciones estacionales de los animales y la maduración de los frutos, y probablemente incluso escapando de las heces humanas que ineludiblemente se amontonarían alrededor de sus campamentos. Estas migraciones a escala reducida, reforzadas por el intenso y fluctuante cambio climático en el cuerno de África, se sumaron al prolongado éxodo de ese continente hacia la Península Arábiga y de ahí al resto del mundo. Con tanto movimiento y realojamiento, es posible que los humanos paleolíticos pudieran imaginarse que regresarían a una cueva decorada o, si estiramos un poco más la imaginación, prever la visita de otros como ellos. De ser así, el arte rupestre debería pensarse como un disco duro y los dibujos como información: no solo «estos son algunos de los animales que os vais a encontrar por aquí», sino «henos aquí, criaturas como vosotros, y esto es lo que sabemos».

Múltiples visitas de diferentes grupos de humanos, durante largos períodos de tiempo, podrían explicar el extraño hecho de que, como observaron los intrépidos muchachos franceses, los animales pintados en las paredes de las cuevas parecen estar moviéndose. Aunque esto no tiene nada de supernatural. Si se observa con detenimiento, se puede ver que las figuras de animales se componen por lo general de líneas superpuestas, lo que sugiere que los recién llegados a la cueva pintaban sobre las líneas que ya estaban allí, más o menos como si fueran niños aprendiendo a escribir las letras del alfabeto. Por eso la cueva no era simplemente un museo, sino una escuela de arte en la que la gente aprendía a pintar a partir de aquellos que habían estado antes que ellos y después proseguían su camino aplicando esos conocimientos en la siguiente cueva adecuada que se encontraran. Entretanto, y con un poco de ayuda de las trémulas luces, creaban animaciones. El movimiento de grupos de gente atravesando el paisaje provocaba el movimiento aparente de los animales dibujados en las paredes de la cueva. A medida que los humanos pintaban sobre una obra de arte antigua, proseguían su camino y pintaban otra vez, y eso durante decenas de miles de años, el arte rupestre de las cuevas (o, a falta de ellas, de las rocas) se fue convirtiendo en un meme mundial.

Hay un elemento adicional sobre las cuevas. No solo servían de almacén para unas obras de arte muy valiosas, sino que también eran lugares de encuentro para los humanos, en cuyas cámaras más espaciosas tal vez podían coincidir hasta cien personas en un momento dado. Para los paleontólogos, en particular los que se inclinan por las explicaciones mágico-religiosas, ese tipo de espacios sugiere indefectiblemente la existencia de rituales, lo que convertiría a las cuevas decoradas en una especie de catedral en la que los humanos entraban en comunión con un poder superior. El arte visual podría haber sido solo un elemento más del estimulante espectáculo. En época reciente, se ha prestado especial atención a las propiedades acústicas de las cuevas decoradas y cómo podrían haber generado sonidos reverberantes que causaran una fuerte impresión. La gente cantaba, entonaba cánticos o tocaba los tambores, y miraba fijamente los realistas animales que les rodeaban, y quizá también se colocaba: la cueva es el lugar ideal para celebrar una rave . O quizá, por ejemplo, tomaban «setas mágicas» que encontraban en la naturaleza y luego pintaban animales; una posibilidad que se deduce de los recientes informes que se han elaborado sobre artistas africanos de la etnia san que pintan en rocas, los cuales bailan hasta entrar en estado de trance antes de ponerse a trabajar.

Cada decoración de una nueva cueva, o redecoración de una antigua, necesitaba del esfuerzo colectivo de decenas e incluso puede que de muchas más personas. A los arqueólogos del siglo XX les gustaba pensar que estaban viendo la obra de individuos especialmente talentosos (artistas o chamanes), pero como señala Gregory Curtis en su libro Los artistas rupestres , para decorar una cueva hacía falta una multitud: gente que inspeccionara las paredes de la cueva en búsqueda de grietas y protuberancias que hicieran pensar en formas de megafauna, gente que arrastrara las maderas necesarias para construir los andamios en los que trabajaban los artistas, gente que mezclara la pintura ocre, e incluso gente que diera alimentos y agua a los trabajadores. Un minucioso análisis de las huellas humanas encontradas en tantas y tantas cuevas pone de manifiesto que entre los participantes había mujeres y hombres, adultos y niños. Si el arte rupestre tenía una función aparte de servir para conservar información y potenciar los rituales extáticos, era la de enseñar el valor de la cooperación, y la cooperación (hasta el extremo de la abnegación) era esencial tanto para la caza comunitaria como para la defensa colectiva.

En su libro Sapiens , Yuval Noah Harari hace hincapié en la importancia que tuvo el esfuerzo colectivo para la evolución de los humanos modernos. Las habilidades individuales y la valentía ayudaban, pero también lo hacían la voluntad de permanecer con el propio grupo: no desperdigarse cuando un animal peligroso se acercaba o no subirse a un árbol y dejar el bebé atrás. Quizá, en el siempre desafiante contexto de un planeta dominado por los animales, la demanda de solidaridad humana era tan superior a la necesidad de reconocimiento individual, al menos en la representación artística, que los humanos no necesitaban rostro.

Se descascara la pintura

Todo este arte rupestre, estas migraciones y esta redecoración de cuevas recién descubiertas llegaron a su fin aproximadamente hace 12.000 años, cuando vino lo que se ha elogiado como la «revolución neolítica». Al carecer de animales de carga y quizá cansados de caminar, los humanos comenzaron a asentarse en pueblos y, con el paso del tiempo, en ciudades amuralladas; inventaron la agricultura y domesticaron a muchos de los animales cuyos antepasados habían figurado de forma tan prominente en el arte rupestre. Aprendieron a tejer, a fermentar cerveza, a fundir oro y a elaborar cuchillas cada vez más afiladas.

Pero fueran cuales fueran las comodidades que aportó el sedentarismo, el precio a pagar fue demasiado alto: la propiedad, bajo la forma de grano almacenado y rebaños comestibles, segmentó las sociedades en clases (en un proceso que los antropólogos denominan con prudencia «estratificación social») e indujo a los humanos hacia la guerra. La guerra dio pie a la institución de la esclavitud, en particular para las mujeres del bando derrotado (a los hombres vencidos por lo general se les sacrificaba) e imprimió sobre la totalidad del género femenino el estigma que se asocia con las concubinas y las criadas domésticas. A los hombres les fue mejor, al menos a algunos de ellos, y los comandantes más destacados alcanzaron el estatus de reyes y con el tiempo de emperadores. Allí donde se impuso el sedentarismo y la agricultura, desde China hasta América Central y del Sur, las medidas coercitivas de los poderosos sustituyeron a la cooperación entre iguales. De acuerdo con la contundente valoración de Jared Diamond, la revolución neolítica fue «el mayor error de la historia de la raza humana».

Debemos regresar a las cuevas paleolíticas, no solo porque todavía sean capaces de inspirar experiencias trascendentales y conectarnos con el «mundo natural» que perdimos hace ya tanto

Aunque al menos sirvió para ponernos cara. Si empezamos por las implacables «diosas madre» del Próximo Oriente neolítico y seguimos con la repentina proliferación de reyes y héroes en la Edad de Bronce, la aparición de rostros humanos parece indicar un cambio caracterológico, para pasar del espíritu solidario de los grupos pequeños y migratorios a lo que hoy en día conocemos como narcisismo. Los reyes y en ocasiones sus consortes fueron los primeros que disfrutaron de las nuevas señales de superioridad personal (coronas, joyas, hordas de esclavos y la arrogancia que acompañaba a estos accesorios). A lo largo de los siglos, el narcisismo se extendió hacia abajo y pasó a la burguesía que, en la Europa del siglo XVII, estaba comenzando a escribir memorias y encargar retratos de sí misma. En nuestra época actual, cualquiera que pueda permitirse un teléfono móvil puede difundir su propia imagen, «publicar» sus pensamientos más efímeros en las redes sociales y establecer su propia «marca». El narcisismo ha sido democratizado y está al alcance, al menos en pequeños bocados masticables, de todos nosotros.

¿Y entonces para qué necesitamos ahora las cuevas decoradas? Un perturbador uso posible ha surgido apenas en la última década más o menos: como refugios en los que esconderse hasta que pase el apocalipsis. A raíz de la subida de los mares, del tiempo cambiante que produce series de psicotormentas y de la creciente intranquilidad de los pobres del mundo, los superricos están comenzando a adquirir silos nucleares para convertirlos en «búnkeres para el apocalipsis», que pueden albergar al mismo tiempo hasta doce familias, además de guardas de seguridad y dependientes. Estas cuevas son falsas, lógicamente, pero están asombrosamente equipadas (con piscinas, gimnasios, campos de tiro o cafés «al aire libre») y decoradas con preciadas obras de arte y enormes pantallas LED que reproducen lo que queda del mundo exterior.

Debemos regresar a las cuevas paleolíticas, no solo porque todavía sean capaces de inspirar experiencias trascendentales y conectarnos con el «mundo natural» que perdimos hace ya tanto. Deberíamos regresar a ellas por el mensaje que han conservado de manera fidedigna desde hace más de diez mil generaciones. De acuerdo, el mensaje no estaba destinado a nosotros, ni tampoco sus autores podrían haber imaginado unos descendientes tan perversos y autodestructivos como esos en los que nos hemos convertido. Pero ahora está en nuestras manos, y seguirá siendo ilegible a menos que nos opongamos firmemente a la línea divisoria artificial que separa la historia y la prehistoria, los jeroglíficos de los petroglifos, lo «primitivo» de lo «avanzado». Esto requerirá de todas nuestras habilidades y conocimiento, desde la historia del arte hasta el método de datación con uranio-torio, pasando por las mejores prácticas para la cooperación internacional. Pero merecerá la pena porque nuestros antepasados paleolíticos, con sus humanoides sin rostros y su capacidad para la burla, parecen haber sabido algo que a nosotros nos está costando imaginar.

Ellos sabían la posición que ocupaban en el contexto global, que no era muy alta, y esto parece haberles hecho reír. Tengo mis serias dudas de que podamos sobrevivir a la extinción en masa que nos estamos preparando a menos que nosotros también pillemos el chiste.

 

 Barbara Ehrenreich es una redactora habitual de The Baffler. Su nuevo libro es Causas naturales: Cómo nos matamos por vivir más. Sus memorias se titulan Vivir con un dios salvaje.

Fuente: https://ctxt.es/es/20200115/Culturas/30588/Barbara-Ehrenreich-The-Baffler-arte-rupestre-Lascaux-Montignac-Francia-paleontologia-arqueologia.htm